Misa

La misa

Micaela abrió los ojos. El dolor en el hombro la traspasaba y corría por su espalda como un ratón hambriento. Una olas de escalofríos agitaban su menudo cuerpo. A pesar de todo, esta vez logró mantenerse despierta y sin desmayarse, pero comprendió que el sufrimiento se había adueñado de su cuerpo y de su vida. Levantó la mirada.  La oscuridad se había tragado el bosque y gotas heladas caía sobre su rostro. Olía a tierra y hojas mojadas. Jaló el rebozo despacio con una mano y los dientes mientras gemía de dolor. Giró la niña despacio para acomodarla sobre sus rodillas pero aquel menudo cuerpo permanecía inmóvil y encogido. El olor metálico de la sangre se había desvanecido. Sintió como el calor subía desde sus entrañas hasta su garganta en donde explotó, se transformó en un alarido, un lamento que parecía venir desde el umbral de los tiempos. ¿Qué más le quedaba? ¿Su vida? Ya no valía nada. Lo había perdido todo: a su madre, a su marido y ahora a su hija. No supo cómo pero el dolor en el hombro desapareció. Inició su marcha hacia arriba primero de rodillas, luego apoyándose con el brazo sano mientras protegía el cuerpo de la niña. 

Lo recordó todo: los fogonazos atravesando los velos de la neblina, sus pies doblándose como si fueran de hule y su caída que le pareció eterna hasta topar con un tronco en el fondo de la barranca. La niña gimió, después se hizo silencio mientras las hojas muertas se fueron asentando. Luego llegaron los sotz’s, los murciélagos asesinos, los vio allí, arriba, en el filo de la barranca, en el mismo lugar en donde ella inició su vertiginoso descenso. Los vió sin que ellos la vieran. Fueron los rezos los que la salvaron. Seguramente. Luego recordó la luz del día y las voces. “Estaremos a salvo”, pensó y sin saber que en ningún lugar en el mundo se está a salvo de la barbarie. 

“Tengo que estar en la misa”, le repitió con terquedad a doña Sara, la mujer de don Silvio, su patrón, pero guardándose de mirarla a los ojos. Después de muchos ruegos, doña Sara, cedió. Le puso como condición que se quedara a trabajar durante las fiestas del fin de año. Micaela no protestó; a su hermano Jacinto podría verlo cualquier otro día. 

Cuando regresaron a San Cristóbal desde la finca Santa Catarina en donde crecieron juntos, los hermanos se separaron. Jacinto entró a trabajar en una carpintería por el Peje de Oro y se había casado. Ella se quedó a servir en la casa de don Silvio en el barrio de Guadalupe, en San Cristóbal y conoció a Ismael en el mercado. 

Arribó a Tzajil por la tarde. Llevaba a Rosita en su rebozo y envuelta un grueso chal. “Ya pesa”, dijo al sentir el sudor escurriendo por su cuello y espalda.  Después de tres meses de ausencia, el jacal, la menguada herencia de sus padres que los dos hermanos fueron levantando de la ruina, lucía abandonado, rodeado de malas hierbas y cubierto por el musgo. El viejo encino había tirados ramas secas sobre la vereda. “Leña muerta”, se dijo mientras las recogía, “buena para el fuego” y le agradeció en silencio al árbol. Prendió el fogón, calentó agua para el café y las tortillas que untó con frijol. Cenaron a la luz de las brasas, se acurrucó sobre un petate y estrechó a Rosita en sus brazos. El fogón las calentó por un rato pero una vez apagado, el frío se adueñó de la cabaña. Cuando sonó la campana de la ermita, ella estaba despierta. Prendió de nuevo el fogón y se preparó un café. La niña soñolienta mordió sin ganas el bocado que le ofreció. Salieron. El frío cortaba la respiración y la niebla se elevaba desde las cañadas. Pero antes de que cubriera el cielo, vio los destellos de acero de las estrellas oscureciéndose por el vuelo de los sotz’, agoreros del mal.  Asustada, se tapó la boca con la manta. A su espalda a la niña se estiraba con fuerza para acomodarse en el columpio del rebozo.   

La ermita del Calvario está en la cima de un cerro del mismo nombre. La gente subía en grupos, todavía con el sueño encima. Adentro, el calor y el olor de la juncia esparcida en el suelo no lograban menguar el agrio olor de las prendas de lana. Micaela se sentó sobre una banca junto a otras mujeres. Jaló por debajo de su brazo izquierdo el rebozo sin quitarle el nudo para que Rosita quedara al frente, sobre sus rodillas. Poco a poco sus párpados se volvieron pesados y las palabras del sacerdote mudaron en un lejano murmullo. “Pueblo de Sión, mira que el Señor va a venir para salvar a todos los hombres y dejará oír la majestad de su voz para alegría del corazón de ustedes.”

Cabeceó y sonrió complacida al sentir el aliento del suspiro de su hija que aferraba en su pequeña mano una muñeca de trapo. ¡Se parece tanto a Ismael! Pero Ismael no la conoció. Se fue al monte para unirse a los zapatistas. “La razón está de su parte”, le dijo antes de irse y sin lograr que Micaela entendiera tales razones. “Nada va cambiar,” le insistió ella. “Eso de la dignidad ¿de qué nos sirve?”. Pero la razón de una mujer no es la del hombre. Así que, la mayor parte del tiempo se sentía viuda y al final así fue.  Bajaron a Ismael del cerro y lo enterraron.  ¡Tres semanas antes de Navidad y cinco meses antes del nacimiento de Rosita! Se acostumbró a tomar la vida tal y como venía y si no le ganó la tiricia fue por la niña. 

En el preciso instante que el padre Antonio calló, un rumor sordo como de máquinas en marcha atravesó la niebla e hizo eco dentro de la ermita.  Venía desde abajo, de algún lugar de por el rumbo de Mitontic. Las mujeres susurraron espantadas antes de guardar el aliento. Luego algunas voces sisearon irritadas para acallar la tos y los gemidos de los niños. El rumor no cesó y surgieron otros sonidos casi imperceptibles que todos los oídos trataban de entender.  Voces ásperas acompañadas del crujir de la grava bajo las pesadas botas que anunciaban la inminente llegada de soldados o policías. Luego, como un aviso de lo que estaría por iniciar, un sonido seco desgarró las tinieblas e hizo eco entre las cañadas, se enredó por entre las ramas de los pinos y encinos y finalmente se fue apagando. Parecía un cohete de feria.  Pero en el pueblo de Tzajil no había fiesta. Las últimas palabras del padre Antonio quedaron suspendidas en el aire mientras un grito catapultó a los asistentes en desbandada hacia fuera, “¡Allí vienen los sotz’!”

El remolino humano la arrastró hacia la puerta. Micaela apretó a Rosita contra su pecho y se dejó llevar por la multitud. Reacomodó a Rosita en su espalda y le susurró palabras para aplacar los quejidos de la niña y su propio corazón agitado. Luego se adentró en el bosque con los ojos bien abiertos pero sin alcanzar a ver más allá de un par de metros.  Tropezó con troncos derrengados y resbaló sobre el musgo humedecido por la bruma y las rocas diseminadas hirieron sus pies. Avanzó con torpeza abriéndose paso por entre el tupido matorral. El nudo del rebozo le oprimía el cuello. Lo jaló con los dedos entumecidos para acomodar a la niña. La piel se encrespó al reconocer el sonido seco de los disparos y su ominoso eco entre las cañadas. 

El cansancio la alcanzó. Se quedó quieta por unos instantes pero sólo escuchó su propia respiración agitada y los quejidos de la niña. Al frente, el cerro se decantaba hacia una oscura barranca. Miró alrededor. La luz del amanecer  se tamizaba a través de la niebla y los árboles sin presagiar peligro alguno. Estaba desconcertada. La rítmica respiración de la niña que se había vuelto a dormir la calmó.  Se arrodilló para susurró una plegaria:  … el Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién voy a tenerle miedo?…

Volvieron a sonar los disparos, ahora más cerca. Vio destellos a su derecha y, conforme la niebla se desgarraba, algo parecía moverse por entre las cambiantes franjas de luz y sombra que los troncos de los encinos proyectaban. Desde la cima resonó un bramido de voces roncas seguido de silbidos agudos como si una parvada de murciélagos-demonios se hubiera precipitado sobre el monte. Luego todo sucedió demasiado rápido. Algo estalló justo encima de su cabeza y una lluvia de agujas de pino y astillas se espació por encima y a su alrededor. El incesante martillar de la sangre fustigó de nuevo sus sienes: pum, pum, pum, mientras el sudor fluía sobre su espalda. Sintió en la boca el sabor del miedo. El mismo que sintió quince años atrás en la finca, cuando el machete cayó sobre el brazo levantado de su madre. Todavía resuena en sus oídos su grito, dilatado, agudo, doloroso mientras ella, desde su escondite, quedó hipnotizada por la mancha oscura que crecía y crecía alrededor de su madre y del brazo apartado que el suelo ávido absorbía. Ni Don Silvio que llegó corriendo desde la casa grande, ni Jacinto que había despertado, lograron sacarle palabra alguna hasta mucho después cuando la hiel se fue deslavando de su boca.

Giró con torpeza hacia la izquierda para seguir sobre el filo de la barranca pero uno de sus pies se enganchó en una rama caída. Su cuerpo rodó hacia abajo arrastrando una nube de hojas. Detrás se escucharon varios disparos. Unos metros más abajo el tronco caído de un árbol detuvo su marcha.  La niña gimió como nunca antes, como si tuviera algo atorado en su garganta y luego se calló. Micaela sintió un fluido caliente que se deslizaba con lentitud sobre su piel. El olor a sangre se hizo camino hacia su cerebro como un gusano barrenador. Esta debe ser la muerte, se dijo a sí misma pero sus sentidos seguían en alerta y el tiempo seguía su amargo fluir. Giró la cabeza lentamente. Arriba, en el lugar en donde ella había tropezó alcanzó ver tres figuras. A lo lejos había otros más. Se escuchaban los chasquidos de los disparos. Uno de los hombres miraba con insistencia hacia abajo y ella desde su escondite, entre la hojarasca y arrebujada por el tronco sintió su mirada. Metió el puño en su boca y se quedó callada, sin respirar, como aquella vez cuando se volvió sombra al ver la locura en los ojos del hombre que levantó el machete contra su madre. 

El rostro del hombre quedó iluminado por la luz del sol y ella lo reconoció.  Luego la imagen del grupo se disolvió y Micaela se hundió en una negrura cercana a la muerte. No alcanzó a escuchar el atroz estruendo que los hombres que andaban dispersos sobre las laderas provocaron al descargar sus armas al cielo ni sus gritos de júbilo para festejar su hazaña. ¡45 cadáveres!

1 comentario

  1. Es la matanza de Acteal, ¿cierto?.
    Muy buen relato.

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