I.
La muerte vuelve a llamarme más decidida, la muy perra. Pensé en ella tantas veces desde niña, cuando abría la ventana de mi cuarto y miraba hacia la azotehuela de los vecinos, cinco pisos más abajo. Sentía el impulso de subirme a una silla para alcanzar el alféizar de la ventana, y una vez ahí me habría lanzado al vacío como un ángel caído, un infantil Satán. Mi cabeza habría estallado en el suelo con un golpe definitivo. Pero fui asquerosamente cobarde desde entonces.
Otra parte de mí ansiaba apretar la vida entre las manos, como si se tratara de un homúnculo cálido y peludo que debiera proteger a toda costa, sin importar que me mordiera los dedos hasta hacerlos sangrar. La fuerza que me ha impulsado a vivir no ha sido el profundo sentimiento de contemplación del mundo como creación luminosa y divina, ni mucho menos eso que llaman amor por los seres queridos, sino la voluptuosidad de la carne, el poder de la belleza y su seducción.
La ciudad se transformó en el escaparate de mi cuerpo; si he vivido ha sido para ser vista y deseada en las entrañas ruinosas de estas calles, en los moteles, en los túneles del metro subterráneo, en el asiento trasero de un auto bajo el granizo. Esta ciudad me ha entregado a sus hijos, ávidos de morder la humedad rojiza de mis muslos, como la más primigenia y feroz de las madres.
Viví siempre en el limbo entre la muerte, la total aniquilación, y la consumación de todos mis caprichos carnales, y logré durante mucho tiempo que esta última parte de mí venciera. Pero como he dicho ya, la muerte vuelve a llamar a mi puerta. Estoy desesperada, siento que mi búsqueda de placeres me está conduciendo a la locura, pues es como si me hubiera encontrado el amante equivocado y me exprimiera hasta marchitarme.
Se trata de una sombra que llega a mí en sueños; por alguna razón sé que no son imágenes producidas por mi inconsciente. Mis sueños no obedecen más a los latidos de mis huesos, sino a las violentas emboscadas de una lengua rosada que saborea cada uno de los dedos de mis pies, para luego lamer mis piernas y someter a mordidas mi vientre trémulo. No puedo soportarla más. Esa sombra se instala cada noche en las esquinas de mis ojos, alargada y fría, aferrada del techo y las paredes de mi cráneo como un capullo que palpita.
II.
La muerte es la única que puede librarme de la lengua rosada y de su tibio hálito que ronda mi nuca, mi cuello. He buscado con desesperación la manera en que ese infame capullo frío me deje en paz, pero alcanzo a intuir que más bien anhela empujarme a la locura para que acabe por lanzarme de la ventana. Sí, la fijación de aquella imagen de mi infancia mirando al vacío de la zotehuela me obsesiona.
Pero no lo haré. La belleza del suicidio consiste en elegir cuándo y de qué manera consumaré mi muerte. No será ella quien lo decida.
Si en verdad desearas morir, lo habrías hecho desde hace mucho tiempo. Y ahora, en cambio, te horroriza el placer que despierto en tu carne cada vez que sueñas. Te he probado toda, desde tu ombligo, tus pies, los largos dedos fríos de tus manos y en la agria humedad entre tus piernas. He observado cómo te arqueas de placer, cómo aprietas la almohada entre tus manos y gimes toda tú en llamas.
Es delicioso que seas mía.
III.
Una noche sentí un leve mordisco en mi cuello, extrañamente placentero, pero no encontré nada cuando me miré en el espejo al despertar. El horror aumentó cuando tres días después soñé una hermosa casona de amplios ventanales y cortinas de encaje. Ajena a lo que iba a encontrar, recorría en el sueño las habitaciones, alfombradas con sedas persas y decoradas con jarrones japoneses.
En los rincones había mesillas de noche de madera de ébano, sillones forrados de terciopelo púrpura, y a mis oídos comenzó a llegar la música de voces femeninas que reían. De repente, las voces comenzaron a materializarse en rostros, peinados, presencias y suntuosos vestidos. Ninguna de ellas me miraba, excepto un rostro que sonreía al final de la estancia, en un rincón, sin mostrar los dientes.
La vi, sin poder apartar mi vista de ella. Era una joven de largo cabello negro y ojos brillantes, amarillentos. Me devolvía la mirada con intensidad hasta que despegó los labios y los humedeció con su lengua rosada, semejante a la de un reptil.
Era ella, la dueña de esa lengua lasciva y áspera que me había visitado en cada uno de los dedos de mis pies y sí, también entre mis piernas.
Abrí los ojos y comencé a llorar en silencio. Necesitaba asirme a la realidad lo antes posible para borrar esa imagen espantosa, pero me sentía aturdida y con un sentimiento de languidez terrible, como si se hubieran vaciado todas mis venas y me urgiera llenarlas de sangre.
Desde la calle me llegaba el sonido lejano de la campana del camión de la basura, así es que calculé que serían cerca de las seis de la mañana. Ni siquiera podía girar la cabeza para ver la tenue luz del alba por la ventana y me di cuenta de que no tenía la menor noción de mi cuerpo. Si me hubieran dicho que mi cerebro flotaba solitario en el éter en aquel momento, lo habría creído. Quise mover los dedos de mis manos, pero no pude, y al intentar decir algo, sentí como si hubiera tragado arena ardiente.
En un rincón de mi cuarto, el cadáver de un insecto colgaba de una telaraña, prisionero. Justamente así me sentía, acostada en mi cama. No sé cuánto tiempo duró esa sensación ni en qué momento caí bajo un letargo que me pareció eterno, pero cuando volví a despertar ya era de noche otra vez.
Mi cuerpo revivió, pude levantarme y para asegurarme de que mi voz no me había abandonado, grité con fuerza desde mi átomo más profundo. Me enjuagué la boca en el baño. Al mirarme al espejo descubrí que, en torno a la yugular, mi cuello estaba enrojecido e hinchado. Toqué la hinchazón y me contraje de dolor, pues quemaba, ardía. Mientras iba al refrigerador para ponerme un hielo, sentí una voraz urgencia por tomar algo, pero cuando bebí agua me sorprendió que no saciara mi sed.
Ese fue el principio el fin. Estoy decidida a lanzarme al vacío.
IV.
Qué delicioso fue escogerte. Caminé a la par de tu alma durante tus sueños, en aquellos caminos y laberintos que son tan reales, o quizá más, que los que transitas durante la vigilia. Fue tan fácil saber por qué has coqueteado con la muerte sin atreverte a asirla por completo, y cuando descubrí el motivo sentí que una cascada de risa me desbordaba. Desprecias la vida porque siendo tan hermosa te sientes sola, abrazaste la lujuria y el placer porque no sabes cómo fingir una máscara y correr con ella puesta por los prados del mundo. Sabes cómo incendiar corazones, pero no sabes cómo gritar con la garganta plena de existencia y, en cambio, te resulta más sencillo esconderte en tu propia compasión de mujer bella e incomprendida. Huyes, tienes miedo y arrojas la primera piedra, antes que salir lastimada, pues prefieres entregar el cuerpo antes que el alma. Cobarde, sí, cien veces cobarde.
Tu sangre huele a un horror primigenio e infantil a la soledad, al abandono, a saberte más débil que el resto de los hombres y no poder pelear porque te despedazarían: sabes que sin tu belleza no eres nada. Conozco el olor de ese miedo y no sabes cuánto me divierte. Espesa la sangre, tu alma se torna mucho más apetecible porque el miedo la transforma en una sanguijuela hinchada y torpe. Me alimentas más con tu debilidad.
Vasilisa necesita vivir, pero para que resulte más excitante mi cacería, fingiré que puedo darte lo que buscas.
V.
Comencé a soñar de día y de noche, las fuerzas me abandonaron. Intuí lo que estaba ocurriendo y me dediqué a planear mi propia muerte. No quise dejarme arrastrar por el miedo, sino que fui meticulosa hasta el último momento.
Esa noche, la última en que soñé, me hallé de pronto en un laberinto de pastizales dorados. Una brisa fresca y perfumada soplaba frente a mi rostro, sin que se agitara mi cabello, y escuché una voz femenina que me decía al oído: “No temas, Dios y sus ángeles te acompañan. Qué insensata has sido, débil criatura, al desear tu propia muerte. ¿Acaso no amas la belleza del mundo?”. Miré hacia arriba del laberinto y pasaron por un cielo azul, más bien violáceo y brillante, unas aves magníficas, de enormes alas desplegadas en vuelo, de colores anaranjados, verdes, amarillos, rojos. Me sobrecogí. Se me revelaba una belleza ignota pero, al mismo tiempo, ignoraba si era resultado de mi propia fantasía o de alguien o algo más. La voz volvió: “Yo te amo y te amaré siempre. Prometo ser tuya y a cambio tú también debes serlo para mí. ¿Verdad que lo harás y que no me traicionarás?”
La imagen de aquel hermoso laberinto desapareció, y tuve frente a mí a la joven lánguida y enfermiza de cabellera negra del sueño anterior, envuelta ahora en una bata púrpura, que me miraba desde sus ojos amarillentos. Alzó los brazos y las mangas de su amplia bata sedosa se desplegaron como un par de alas de penumbra. No sonreía, no dibujaba ninguna expresión en su cara rota, maltrecha. Se lamió los labios rojos con su lengua rosada, húmeda, puntiaguda, y con una mueca obscena, me mostró los dientes afilados.
Me estremecí, quise gritar, pero tenía la garganta paralizada, estéril. Abrí los ojos y vi frente a mí el capullo alargado que había vislumbrado en mi cerebro, aferrado a la pared de mi habitación, agazapado junto al balcón. Entre la oscuridad brillaron dos puntos amarillentos y supe, con total certeza, que ahí estaba la sombra transformada en la mujer de la lengua rosada, emergida de los sueños enfermizos sobre los que yo ya no tenía ningún control. Había usurpado mi mente, había devorado todo mi cuerpo con sus dientes y su lengua, hasta debajo de mis uñas, y consumía mi sangre a través de los orificios con que había perforado mi cuello.
Ahí estábamos, al fin, frente a frente.
Vasilisa Del Moral. 1852-1867. La asfixia del cuarto sin veladoras. Disparos, campanadas, los rezos de Justina. El crucifijo en astillas. Sálvanos, Señor. Dios te abandona. Ten piedad de nosotras, Señor. Dios te abandona. Te lo rogamos, Señor. Y llega otro Creador a salvarte con la promesa de la sangre.
Hablé con la voz rota de mi pensamiento: “Sé muy bien quién eres. Anhelo morirme más que ninguna otra cosa. Pero el cuándo, el dónde y el cómo lo decidiré yo. Nadie tendrá el privilegio de matarme, más que yo misma.”
Vasilisa me miró con furia desde sus ojos amarillos, lanzó sus pálidos brazos hacia mí y me apretó contra su cuerpo helado. Sentí sus manos agudas recorriendo mi espalda y luego reptaron hacia mi nuca, mi cuello, mi cabello, como tentáculos húmedos, pegajosos. Sus uñas acariciaron mis sienes hasta bajar de nuevo a mi cuello y entonces sentí un nuevo mordisco suave, punzante.
“¿En verdad deseas morir? No eres tan fuerte como supones. Yo soy la que decide quién vive y quién muere en este mundo. Y he decretado para ti la vida eterna”.
Quise zafarme y gritar, pero no pude, pues pronto me sumí en un estado de total abandono, como si una flor gigantesca y oscura acogiera mi cuerpo entre sus pétalos carnosos.
Miré sus labios pálidos. Sentí su lengua rosada y fría recorriendo mis dientes. La envoltura oscura que semejaba un capullo se transformó en aquella bata púrpura que le viera antes, y al desplegar de nuevo los brazos se reveló su cuerpo desnudo, putrefacto. Era toda ella un saco de carne fétida, pero firme y voluptuosa. Pude ver su ombligo, sus pechos, su pubis: su piel gris, amoratada, de cadáver.
Quise gritar que la muerte triunfaría siempre y sobre todas las cosas, pero mi garganta ya había sido devorada por la penumbra y no quedaba de ella más que el vacío. Las fuerzas me abandonaban y supe por fin que así se sentía la agonía. Acerqué a mi cuello mi mano temblorosa y me estremecí, pues la sangre salía por dos pequeños orificios, como un hilo incesante. “Quiero morirme, no seré uno de los tuyos”, balbuceé, pero Vasilisa reía, abriendo su boca fría, pestilente, con los dientes untados de sangre.
Era mía. Qué tortura más deliciosa para quien deseaba morir que vivir por siempre en la inmortalidad del cuerpo. El frío avanzaba por toda ella, perdía la lucidez de su conciencia. Se veía hermosa, lánguida, como un esqueleto agonizante. Pronto moriría y cuando despertase buscaría la sangre de los vivos para alimentarse, porque yo lo había decidido así.
Con las pocas fuerzas que le quedaban se arrastró por el suelo. Su sangre iba dejando un rastro carmesí, tibio y adolorido. Yo permanecí observando triunfante la creación de mi nueva víctima.
Me sentía mareada, perdía la consciencia y comenzaba a sentir frío en mis pies. Pero al borde de una transformación irreversible, tuve que tomar una decisión. Ignoraba si funcionaría. Debía arriesgarme.
Vasilisa avanzó hacia mí. Desplegó sus labios, como si sonriera, y me mostró los colmillos cuan blancos y largos eran. Su pestilencia a sangre fresca me dio náuseas, pero supe que tenía que reunir fuerzas. El frío se apoderaba de mi cuerpo. Debía lograrlo, aunque fuera en el último segundo. Me puse de pie, apoyándome en la pared. Me tambaleaba, pero con un enorme esfuerzo de voluntad miré hacia el balcón de mi recámara.
Aquella sería la última vez que respiraba, y con la fuerza de las últimas gotas de mi sangre, corrí sin detenerme hasta el balcón. Empujé la puerta. Las lámparas de la calle iluminaban la calle vacía. Me aferré del barandal y sentí la impetuosa fuerza del vacío llamándome, como cuando era niña y me asomaba por la ventana. Seis pisos me separaban de la tierra.
Cerré los ojos, y con mi último aliento, dejé que mi peso me venciera hacia abajo. Me solté del barandal y sentí cuando las plantas de mis pies se despidieron del piso.
Volé, caí por fin como el pequeño Satán que me había imaginado, y conocí la sensación de estrellar mi cabeza contra el suelo.
Georgina Mexía-Amador es escritora y tallerista de creación literaria. Originaria de la ciudad de México, actualmente vive en Tlaxcala. Ama subir montañas, comer tacos y quesadillas sin queso, bailar cumbia y tomar pulque. Ha publicado novela, cuento y poesía en distintos medios como Cuadrivio, Periódico de poesía de la UNAM, Revista Chile del Terror y Alas de cuervo.