Me enteré de la gloriosa existencia de Nacho Vidal hace más de diez años, durante una conversación “casual” con un exnovio, quien estaba fascinado por las habilidades de su compañera en algún video pornográfico, mismo que terminamos viendo. Yo quedé anonadada. Jamás he intentado olvidarlo.
La primavera anterior decidí ir a Barcelona. El primer lugar que visitaría sería la Sala Bagdad, famosa por su oferta llena de erotismo y por la posible concurrencia de leyendas de la industria porno. No soy muy dada a apelar a la suerte o al destino, pero deseaba intensamente encontrarme a Nacho Vidal por ahí para mojar mi ropa interior al imaginarme su enorme pito debajo de unas holgadas bermudas. Nacho es una estrella. Si llegaba a aparecerse, me iba a enterar.
Las luces eran tenues, rojizas, púrpuras y azules. Algunos asistentes conversaban, reían, se besaban, se tocaban, bebían algo o miraban sus celulares. Otros, como yo, esperábamos expectantes que “algo” sucediera.
El espectáculo comenzó y todo transcurría con normalidad. Sin embargo, la sensación que se experimenta cuando uno se encuentra en un lugar con carga sexual, como un hotel o un cine porno, esa palpitación en los genitales, esa salivación y ese impulso de chuparse o morderse los labios cuando te imaginas cosas “sucias”, estaba latente. Me preguntaba si a los demás asistentes les sucedía algo similar y si acaso eso importaba.
Al cabo de unas horas, me percaté de la presencia de un fornido hombre maduro que intentaba mantener un bajo perfil, aunque estaba rodeado de personas guapísimas, igual que él. De pronto se levantó al baño. Lo seguí atentamente con la mirada y, cuando distinguí que se trataba de Nacho, no pude creer mi suerte.
Me levanté discretamente y lo alcancé gracias a que le estaba dando un autógrafo a alguien que lo había reconocido, pero no era un autógrafo en una servilleta, sino en la caja del dildo que constituye una réplica de su miembro. Se despidieron cordialmente y Nacho continuó su trayecto hacia el sanitario.
La fortuna permitió que, al momento de meterse Nacho, salió el único chico que estaba dentro. Aproveché para seguirlo, entré lo más rápido y en silencio que pude, cerré la puerta tras de mí y puse el seguro. No quería que alguien más entrara ni que se interrumpiera el momento, tampoco me apetecía que alguien se sumara. Lo quería solo para mí, como cuando te irrita la idea de compartir lo que estás comiendo.
Esperé en la puerta y alcancé a mirar una parte de su glande. Nunca me había fijado, si es que lo había visto, en su pene flácido. Resultó extraño pero emocionante. Esta flacidez no duraría demasiado, igual. Vi y escuché el abundante chorro de su orina. Qué rico, pensé. Terminó y trabajosamente guardó su enorme verga en sus pantalones, aprisionándola. Quise evitar que eso sucediera, pero me contuve para continuar sin ser descubierta: el voyerismo.
Comenzó a voltearse. Pude apreciar su animalidad, parecíamos estar en un documental de vida salvaje. Su comportamiento era parte felina, parte canina. Elegante y brusca a la vez.
–Hola. –Le dije.
–Hola, ¿te conozco? –Inquirió.
–Todavía no. –Respondí como pude.
Dije esto mientras me acercaba a él, nerviosa por lo que estaba a punto de hacer e impresionada por mi manera de actuar.
Me acerqué sin una estrategia para hacerlo. Pensé que no iba a llegar de buenas a primeras a tocarle el pito, aunque de cierta forma le había mentido cuando me preguntó, pues bien nos conocíamos desde hacía mucho tiempo. Habíamos pasado innumerables mañanas, tardes y noches juntos. Ahora que lo pienso, no habría estado tan mal iniciar por ahí.
–¿Puedo tocarte? –Le pregunté.
–¿Qué quieres tocarme? –Me dijo desafiante.
–Pues lo que se toca. –Respondí con una sonrisa y cierta exasperación.
–A ver. –Accedió.
Me pegué inmediatamente a su pecho y comencé a acariciarlo con la punta de mis dedos: estaba tenso, inflamado y emanaba una especie de vapor caliente. Claro que estaba caliente. Cuando eres un actor porno estás todo el tiempo caliente, porque se coge tanto, que el cuerpo casi se dedica a ello.
Bajé lentamente mis manos y deslicé los dedos hacia su abdomen mientras él permanecía estático. Finalmente llegué al filo de su camisa, que estaba ligeramente húmeda y desprendía un magnético olor a sudor. Me detuve un poco, acaricié su piel por debajo de la tela. Con mis uñas, dibujé algunos trazos mientras comenzaba a besar su cuello y a pasar mi lengua por los lóbulos de sus orejas.
Deslicé mis manos un poco más abajo, hasta sentir el bulto en su entrepierna. Para este momento, su verga continuaba flácida, mientras yo estaba hirviendo, con la vulva dilatada y punzándome. Hacía falta estimulación, así que comencé a frotar lentamente su pene por encima de su ropa, apretándolo y sin dejar de mirar con atención esos ojos azules que tiene, por si se asomaba algún síntoma de incomodidad o falta de consentimiento que me indicara que debía detenerme, pero no encontré algo. Él continuaba inmutable y yo sabía que, más que nunca, debía ser paciente. No la vayas a cagar, me advertí.
Su pantalón continuaba sin estar abrochado del todo, así que aproveché para bajarle nuevamente la bragueta y redescubrir el intimidante tamaño de sus genitales. Nunca había visto algo similar, me pareció que eran más grandes e imponentes de lo que incluso lucían en la pantalla. Me quedé pasmada. Mis únicos reflejos fueron salivar y morder mi labio inferior.
Al notar que estaba paralizada, Nacho se sacó de un tirón el pito, mismo que como una masa que poco a poco se esponja, comenzó a expandirse al llenarse tanto de sangre hasta el grado en que parecía que palpitaba, como un grueso corazón cilíndrico. Por fin pude ver esa sutil e involuntaria gota de lubricante que segregan algunos varones cuando se excitan. Con la punta de mi dedo la recogí, la puse en mi labio inferior y la probé con la lengua. Tenía un sabor salado y una consistencia gelatinosa. Para mojarme más, me imaginé que el sabor de su semen sería parecido, aunque más intenso:
–¿Así sabe tu semen? Espero que sí y que me dejes probarlo. –Le dije.
Fue como si mis palabras lo hubieran despertado de un letargo. En ese momento me tomó de la cintura y metió una de sus grandes y raposas manos debajo de mi falda, comenzó a explorar mis nalgas, a delinearlas, palpándolas, abriéndolas de vez en vez, masajeándolas. Giró mi cuerpo para ponerme de espaldas y, decidido, me empujó hacia el lavabo mientras jalaba mi cabello. Para mi tranquilidad, aprovechó el momento para lavar sus manos.
Una vez pegados al lavabo, pude ver por el espejo esa cara y esos gestos con los que tantas veces había fantaseado, con los que me había masturbado ad nauseam. Pude apreciar su lenguaje no verbal: salvaje, frenético y desmedido. Ni siquiera le dio la gana de quitarme la ropa, simplemente movió hacia un lado mi tanga empapada y me penetró de una. Pude sentir su pito rigidísimo, abriéndose paso por mis nalgas y por mi vulva para finalmente detenerse en mi cérvix y así repetir una y otra vez el recorrido conocido:
– Tienes una frambuesita ahí adentro. – Me dijo muy bajito. Su voz grave y su acento español me provocaron escalofríos.
Al instante me imaginé abriendo una naranja, metiendo los dedos entre los gajos para poder chuparle el jugo dulcecito que les sale. Deseaba que me chupara y que conociera mi sabor, pero tampoco quería que se saliera. Así que tomé una de sus manos, puse sus dedos en mi boca y comencé a lamerlos, produciendo mucha saliva al pensar que era una criatura mitológica con tres falos a modo de tentáculos: el que estaba adentro de mi vagina, el que estaba en mi boca y el que me hubiera encantado que me ensartara por el culo.
Una vez que sentí sus dedos chorreando, los llevé hacia mi abdomen, a la altura de mi ombligo y él hizo el resto. Los bajó hacia mis muslos para estrujarlos. Me dolía cuando los apretaba, sabía que tendría moretones al otro día… pero me gustaba. Cuando notó que me quejé se puso más duro. Me dio la impresión de estar más largo y grueso ahora, si eso fuera posible.
No sé cuánto tiempo pasó. Por momentos yo flotaba. Figurativa y realmente hablando, pues en ocasiones mis pies no tocaban el piso porque me cargaba. Lo único que me unía a la tierra era su enorme pito como una estaca atravesando mis entrañas. Al no lograrlo, decidió salirse de mi vagina para hacerme sexo anal. No soy muy experta en esa práctica, pero claro que me atraía y llevaba años pensando en eso, así que me relajé y dejé que entrara. Ningún ano se iba a resistir a esa cosa. Por supuesto que el mío no sería la excepción, aunque dolía. Dolía rico. Los que me conocen saben que mi cuerpo es más bien pequeño. Nacho Vidal me quedaba grande en términos de talla, pero nuestros cuerpos se adaptaron perfectamente.
En eso estaba mi cabeza cuando fue momento de pagar la cuota para, por primera vez, ingresar a la famosa Sala Bagdad. Esa noche escribí esta fantasía, que espero que sea leída por el protagonista y algún día se haga realidad.
Melina Zavala. Originaria de la Ciudad de México, egresada de la carrera de Pedagogía, de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Apasionada de las sirenas y creadora de Sirendipia.