Cuando llegué a la costa la sal del aire empañó inmediatamente mi piel y me sentí pegajoso. La nostalgia pegó fuerte en mi pecho, como una ola de mercurio que no retrocede ante ningún barco. Consumí tantos veranos en esta playa cuando era un niño, que no puedo desmenuzar con claridad cuándo mi abuelo, con la vista estrellada lanzada al horizonte, me dijo esto:
«Un árbol en la playa nunca conocerá nada que no sea su costa. Nada que no sea arena, mar o espuma».
Así que de un momento otro y sin darle tantas vueltas al asunto, decidí abandonarlo todo y echar raíces aquí. Permití que de mí salieran unas largas (y no tan bellas) hojas; pues al plantarme en este lugar, necesitaría toda la energía de la que pudiera disponer.
Por supuesto que lo hice pensando que al estar aquí no te volvería a ver jamás, y te puedo asegurar que desde ese entonces —y todavía—, es todo lo que deseo, aunque pregones lo contrario.
La primera noche manché la arena con mis suspiros y tu recuerdo aún tiritaba a lo lejos. Debí entender la primera señal, pero lejos de alarmarme, me hizo sentir feliz. Creí por un momento de injusta inocencia, que te alejabas, como un cometa que abandona la tierra.
Pero fueron pasando los meses como desfile de conchas marinas que se fueron calcificando en años. Devoré los días viendo al horizonte, con la paciencia de un ciego que cuenta la sal del mar. Disfrutaba el juego inocente del viento entre mis rugosas y cada vez más largas hojas. Además, confieso que nunca creí encontrar tanto cariño y sosiego en las invisibles, pero firmes caricias que daba el mar a través de su brisa.
Y como si eso no fuera suficiente para mí; una cruel tarde de marzo, bajo la tenue luz naranja de un sol resignado a dormir, presté atención a una nube solitaria que surcaba la delgada línea entre el cielo y el mar. Distinguí, entre todos sus suaves bordes, uno que me recordó al perfil de una nariz que conocía muy bien. Era una vulgar imitación de tu cara y mi imaginación te completó sin mi consentimiento. Recuerdo también haber visto tus pestañas en la línea violeta que flotaba bajo el sol. Eran quizás tus relieves, quizá tu lunar, quizá ya eran tantos quizases que ya no me dejarían vivir en paz.
Estaba desesperado, inquieto como un toro enjaulado. Tu imagen quedó fijada en mí. Me atormentaba en cada instante, de noche o de día, con sol o tormenta. Resolví alejarme, dar media vuelta y abortarlo todo. ¿Qué no hubiera dado por hacer crecer pies y salir corriendo de aquí? Pero era muy tarde. Estaba suscrito de por vida a ti y mis raíces eran mi contrato.
Huyendo de un nosotros, me vine a anclar al frente eterno recuerdo de tu rostro. Comprobé que el mar es el espejo favorito de demonios. Imaginaba que en el horizonte flotaban efímeros vapores que exhalabas de tu boca, repasaba cada tarde aquella imperfecta imitación de tu cara y en mi recuerdo: eras cada día más bella, dibujada entre un marco de nostalgia y arena.
Ahora estoy atorado aquí, con la esperanza de que alguno de esos barbudos turistas que vienen esta playa a contemplar el majestuoso sol del verano cargue un hacha.

Alejandro Valdovinos Escalera. Nací el 18 de agosto de 1990 y no creo en los horóscopos. En lo que sí creo es en la fuerza sonora y mental de la palabra. En la fragilidad destructora de los gerundios. En la fascinante estupidez del humano. En la comicidad de quien se lamenta por los moretones que le saldrán en las rodillas tras tropezarse camino a la horca. Aunque parido en Ciudad Guzmán, Jalisco, me criaron y maleducaron en Michoacán (un hombre afortunado). Receto paracetamol, lavados nasales y buscar las perlas que dejaron los cerdos en el lodo para disfrutar de los bellos y breves momentos que tiene la vida. Me gustan la música, las hamacas y las conversaciones interesantes