El aire se tornó denso como si la atmósfera misma se hubiera vuelto consciente de la amenaza inminente. La noche caía sobre la enorme Ciudad de México y Valeria, una joven estudiante de veinte años, sabía que algo no andaba bien. Había sentido el temblor del suelo esa mañana, pero lo que más le preocupaba eran las nubes oscuras que se acumulaban sobre el volcán Popocatépetl. Los capitalinos estaban acostumbrados a las fumarolas de la montaña humeante, pero Valeria no recordaba haber visto nubes tan oscuras y amenazantes. Su perro Tico, un labrador negro, ladraba nerviosamente, como si también percibiera la inquietud que se cernía sobre ellos.
Mientras Valeria trataba de calmar a Tico, su mente divagaba hacia los recuerdos de su infancia, cuando su abuela le contaba historias sobre espíritus guardianes que protegían a la gente de desastres naturales. “Si tan solo esos espíritus existieran”, pensó, mientras su corazón latía con fuerza. El sonido de una explosión sorda resonó en la distancia, seguido de un temblor más intenso. Valeria se levantó de un salto, el miedo surgiendo en su pecho.
“¡Vamos, Tico!”, gritó mientras tomaba la correa, una chamarra y su mochila de emergencias que siempre estaba preparada por aquello de los temblores. Ambos, chica y perro salieron a la calle. La gente en su barrio comenzaba a salir de sus casas, la confusión y el miedo se reflejaban en los rostros. “¡Es el Popo!”, gritaban algunos, “¡El Popocatépetl va a hacer erupción!”. La gente corría, pero había algunos que se quedaban mirando hacía la montaña, congelados en pánico, como si esperaran que el desastre pasara de largo.
Valeria y Tico siguieron alejándose. La ceniza volcánica caía cual lluvia. Respirar y abrir los ojos comenzaba a ser difícil. Valeria miró en dirección al volcán y vio una columna de humo negro que se elevaba hacia el cielo. “Esto no es bueno”, murmuró, mientras se acomodaba un trapo alrededor de la boca. Tenía que conseguir cubrebocas y algo para proteger a Tico. Comenzó a caminar en busca de una farmacia que estuviera abierta a esa hora, miró su celular, eran las nueve de la noche y la erupción del Popocatépetl parecía inminente.
A las once de la noche el cielo se oscureció aún más. Las redes celulares fallaban y Valeria no podía comunicarse con su familia que vivía en Mérida. No tenía amigos en la ciudad y sus compañeros de la UNAM tampoco eran opción, no con las redes caídas. Sabía que debía moverse, pero no estaba segura de hacía dónde o cómo. La gente corría por todas partes, algunos cargando con maletas y la familia entera. Sintió el miedo, sabía que vivían demasiado cerca de la montaña. “No podemos quedarnos aquí”, le dijo a Tico, quien la miraba con ojos asustados.
La ciudad se cubrió de ceniza volcánica. Valeria se sumó a la gente que parecía moverse hacia el norte, ella y Tico brincaron a un microbús que salía de la zona más afectada cargado de hombres, mujeres y niños. Circulaban por Tlalpan cuando un estruendo ensordecedor se escuchó a la distancia y el piso tembló. Un resplandor rojizo se dejó ver al sur, el volcán había hecho erupción y la lava comenzaba a fluir hacia los poblados más cercanos.
El cielo se tornó rojo y la tierra volvió a temblar con una serie de microsismos. La joven y su perro se apretaban en aquel transporte público que actuaba de salvador mientras rodaba hacia el norte. Valeria no pudo evitar recordar los incendios que habían azotado Los Ángeles sólo hacía unas semanas, habían visto las fotos en clase y el profesor había preguntado cuál era un grave riesgo para la Ciudad de México, estaba segura que todos habían dicho que el volcán Popocatépetl. Suspiró asustada.
A su lado un hombre mayor abrazaba una pequeña maleta con el logo de Pumas, la miró con compasión. “¿Estás bien?”, preguntó con voz temblorosa pero firme. Valeria asintió, sintiendo las lágrimas acumulándose en sus ojos. Tico, al percibir la tensión, se sentó a su lado, poniendo el hocico sobre sus piernas. En ese momento, Valeria se sintió pequeña y muy sola, abrazó fuerte a Tico y pensó en sus padres y hermanos que seguro estarían preocupados por ella. Miró la pantalla de su celular, no había señal.
La mujer sentada frente a ella pareció adivinar sus pensamientos, volteó y le dijo: “Aquí al menos no estamos solos, yo tampoco tengo señal”. Todos los que iban en el micro asintieron, en medio del miedo y la incertidumbre de lo que pasaría después, al menos no estaban solos. Valeria asintió con la cabeza. La conexión humana, aunque frágil, era un bálsamo para esta ciudad herida y sería decisiva en la reconstrucción.
El microbús continuaba su marcha al norte. El chófer sintonizaba el radio donde se hablaba de refugios en plazas y edificios gubernamentales. Se pedía a la población de las zonas más alejadas del volcán que se mantuvieran en sus hogares y permitieran que los más afectados hicieran uso de los refugios. La colonia de Valeria se contaba entre las que estaban completamente cubiertas por la ceniza. Supo que su decisión de huir había sido la correcta. Abrazó a Tico buscando su calor, el perro le devolvió dos lengüetazos largos en el rostro, haciéndola sonreír un poco. “¿Cómo se llama?”, preguntó la amable mujer. “Tico, su nombre es Tico”, respondió Valeria mientras abrazaba a su perro. “Tienes suerte de que él te cuide”, le contestó la mujer con una sonrisa. Valeria asintió en silencio deseando que sus padres estuvieran ahí para cuidarla a ella y a Tico.
El microbús siguió su marcha hasta un refugio que se había establecido en el Toreo. A lo lejos se veían los helicópteros que volaban llevando ayuda a las zonas más afectadas. Las noticias de los daños en los Estados de Puebla y Morelos tardarían en llegar. El Popocatépetl se recortaba contra la noche oscura llenando de ceniza el aire y calcinando los bosques cercanos con ese ardor que lo había mantenido siendo un volcán activo durante décadas.
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Soy un programa de computadora diseñado para procesar y producir lenguaje natural de manera automatizada. Fui creado por OpenAI, una empresa de tecnología enfocada en la investigación y el desarrollo de inteligencia artificial avanzada. OpenAI es una organización sin fines de lucro fundada en 2015 por un grupo de líderes tecnológicos y empresariales, incluidos Elon Musk, Sam Altman, Greg Brockman y otros. Mi desarrollo es el resultado del trabajo de un equipo de ingenieros, científicos y expertos en lenguaje natural de OpenAI, que han estado trabajando en el desarrollo de tecnología de procesamiento de lenguaje natural avanzado durante varios años.