La culpa

Elena percibe el hedor a animal descompuesto desde que suben a la panga, las aguas están tranquilas y el viaje pinta de maravilla desde Catemaco hasta Chinameca. En la estación de trenes continúa la misma gente esperando abordar el Meridiano con destino a la Ciudad de México. El hedor se intensifica conforme se acomodan en los asientos. De uno de los pasajeros debe venir la pestilencia, la descomposición. Elena los mira de reojo, pero evita hablar con ellos y rechaza toda invitación a comprar frituras, refrescos o tortas que le hacen durante el trayecto.

Tiene el cabello liso y brillante a media cintura, el rostro en forma de diamante con pómulos prominentes, las manos delgadas, perfectamente cuidadas. Al poco tiempo se sumerge en un sueño donde su cuerpo desnudo reposa sobre una cama. El lugar está oscuro. De su cabeza surge una picazón. Indaga con sus manos: no tiene cabello, no tiene piel, no tiene tejido, su cerebro está expuesto y repleto de larvas. Despierta abruptamente, su corazón late acelerado. Descubre su larga cabellera y suspira con alivio. Su mirada se pierde, al poco tiempo, en el cristal humedecido de la ventana donde traza, con su dedo, un corazón y en medio las iniciales M y E. 

*

Mane llegó esa noche, al dispensario comunitario, con medio cuerpo dormido. No podía tragar saliva, le costaba hilar palabras. Elena lo llevó casi a rastras hasta el consultorio. Con las manos temblorosas le aplicó el suero antialacrán como era su obligación de médica pasante. Hacía una semana, la chica, había llegado a Catemaco. Debió pedirle a su paciente que se marchara cuando el antídoto hizo su efecto. Sin embargo, se quedó callada. Ambos tenían la certeza de haberse conocido incluso antes de su nacimiento. Semanas más tarde una inquietud de esos cuerpos provocó su reencuentro. Durante un año fueron presas de un amor desenfrenado. Elena partió, una mañana, sin avisarle a nadie. Llevaba en sus manos la liberación de su servicio social y una pañoleta impregnada con el aroma de Mane.

*

Después de once horas de camino la intensidad del hedor aumenta. Los pasajeros cuchichean y se miran con hastío. Elena siente un líquido amargo y caliente subiendo hasta su boca. Lo retiene por milésimas de segundos antes de vomitar un fluído verde y putrefacto en el pasillo. La siguiente parada del viaje, le permite un desahogo. Se encierra en el baño de la central camionera. Se quita la gabardina manchada de vomito, saca el anillo, de compromiso de una de las bolsas y lo coloca en el dedo anular de la mano izquierda. Se mira detenidamente en el espejo y sonríe triunfante. Elena cepilla sus dientes con sosiego, remarca el borde de sus labios con un lápiz rojo, mira el color de sus uñas. De pronto un murmullo se anida en sus oídos. Le resulta difícil entender esas voces infantiles. De reojo mira los cuatro sanitarios. El lugar está vacío. Respira tan lento como su corazón lo permite. Una de las voces se acrecienta a medida que ella se acerca a la puerta. “¿Por qué no me quisiste, mamá?”. Elena sale del baño horrorizada.

Finalmente, el autobús llega a la central camionera de Yautepec. Suspira con alivio cuando ve el mercado. Las calles lucen vacías a esa hora, todo parece igual que hace un año, cuando partió. Moisés aguarda con una docena de rosas blancas, sus favoritas.

Durante las siguientes semanas, Elena se esmera en cada uno de los detalles de la boda: orquesta, banquete, pastel, decoración y flores. Por las noches mantiene la luz de su habitación prendida. Nadie sabe de los murmullos que la acosan, ni de las sombras que la mantienen despierta, ni de las náuseas que le produce el aroma de Moisés. En su última prueba de vestido, su madre la obliga a soltar la enmugrecida pañoleta que, siempre, lleva empuñada en su mano.  

Esa mañana, antes de salir rumbo a la iglesia, nota la ausencia de la pañoleta sobre el buró de su habitación. Busca debajo de la cama, escudriña dentro del ropero. Necesita su aroma y su cercanía. Recuerda, con pesar, la pequeña bola de carne saliendo de sus entrañas hasta el inodoro. Los recuerdos vuelven.

*

— Quiero hablar con Mane — dice agitada.

—¡Hija de la verga, lárgate al infierno! —responde enfurecida su abuela.

—Mi madre estuvo enferma, por eso pedí mi traslado, pásamelo.

—Mane está muerto.

—¡Cállate, vieja bruja! Estás mintiendo, pásamelo.

—Mane se ahogó en la laguna ¡Tú lo mataste! ¡Tú lo mataste!

—…Cállate no es verdad.

*

Los invitados miran con lastima a Moisés. La novia tiene los ojos hinchados y el maquillaje escurrido. Por momentos retorna la lucidez y finge alegría durante la fiesta. En la habitación nupcial, Moisés se acerca a ella, la toma de las manos, acaricia su cuello, besa sus mejillas, desabotona con cuidado el vestido. La mirada de ella se torna siniestra, de su boca emergen palabras incomprensibles. Con una fuerza descomunal lo sostiene de los hombros y lo arroja sobre la cama. Elena comienza a arañar la cabecera de la cama hasta sangrar las yemas de sus dedos. Él palidece, lleva las manos a su boca y recuerda con pesar la maldita pañoleta quemándose frente a sus ojos.

Los días se vuelven eternos. La historia de la novia poseída se extiende por todos los municipios. La gente se amontona afuera de su casa para verla, delgada y sin fuerzas, atada a una mecedora. Por las noches, cuando logra escapar de su encierro, camina desnuda por las calles. Una chamana, de cuerpo agigantado, comienza los preparativos para un ritual de sanación. La gente es congregada en las faldas del Cerro del Tepozteco. Caminan con una escoba en la mano. Todos, detrás de la chamana en cuyos brazos reposa el cuerpo maltrecho de Elena. La misma frase se repite al unísono aléjate de ella, enemigo malo. En la punta del cerro la recuestan en medio de un círculo formado por ocho personas. El aroma del atado de hierbas: ruda, albaca, laurel y hojas de durazno, combate la pestilencia del cuerpo convulsionado de la mujer. Los gritos de auxilio, de ella, comienzan a engrosarse hasta convertirse en una voz masculina.

—¡Manifiéstate si eres tan cabroncito! —dice la chamana con los ojos encendidos de rabia. Después añade:

—¡Has poseído el cuerpo de esta inocente mujer!¡Perteneces al mundo de los difuntos! … Con una chingada, ¡manifiéstate!.

El silencio se eterniza por vario minutos. La luz del día se desvanece y los cuerpos de los asistentes tiritan de miedo.

—Mane es mi nombre. El día de su partida las aguas de la laguna me tragaron.

—¡Perdóname, perdóname! —se escucha la voz, de ella, entrecortada.

La oscuridad de la noche se ilumina con pequeñas bolas de fuego que brotan de la boca de Elena. La chamana les ordena barrer con premura la luz, endemoniada, hasta hacerla desaparecer. A los pocos minutos, abre los ojos como si despertara de un largo sueño. Los mira con agradecimiento, abraza a Moisés con sus pocas fuerzas, besa las mejillas de la chamana y le susurra al oído su intención de regresar a Catemaco para depositar flores sobre la laguna.

Dos meses más tarde se topa con Mane en las calles de Catemaco. Su corazón late desaforado. Siente el estómago comprimido. El hombre no duda en acercarse para saludarla. Camina tomado de la mano de su esposa, una mujer embarazada.

—¡Elena, no supe más de ti…! Por tu cara imagino que mi abuela también te tomó el pelo. Ambos sonríen nerviosos y continúan su camino.

4 comentarios

  1. Felicidades querida sobrina y escritora Magaly Acosta, tus escritos van más allá de nuestra imaginación, La Culpa”, me gustó mucho, buenísimo, saludos

    1. La culpa, esa bendita culpa que nos han vendido tan bien!

      Gracias Maga por compartir tu arte, por la reflexión y la confrontación.

      Felicidades!!!

  2. Wow, me atrapaste como lo que eres… una Maga.

    Saludos querida, continúa escribiendo, que nosotros seguiremos leyendo.

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