La combi lleva pocos pasajeros después de las 9 de la mañana.
Cuando subí sólo había dos mujeres, una al fondo del lado derecho y otra al fondo del lado izquierdo. Subí, pagué mi pasaje al conductor y vi a otro pasajero que ocupaba el asiento del copiloto. Me senté en una banca lateral. El chofer estaba a mi costado izquierdo, es mi lugar preferido, pocas personas me piden que yo entregue el monto de sus pasajes al chofer.
La mujer que iba el fondo, en el mismo extremo que yo, ni la recuerdo. La que iba en la esquina contraria era una joven, de blusa blanca, audífonos, pantalones de mezclilla desgastados y tenis blanco; viajaba casi recostada en el asiento, con las piernas cerradas.
El transporte colectivo avanzó despacio.
Miré a la joven de frente y le calculé unos dieciocho años, morena clara, pelo corto, negro, ojos redondos, con un tapabocas celeste. Llevaba un celular que sostenía con las dos manos, texteaba. También llevaba puestos unos audífonos. El pantalón le quedaba apretado y se le veía muy bien.
Se dio cuenta que la miraba y abrió las piernas despacio, sin dejar de verme. Yo la seguí observando fijamente, pero me venció el temor de que me reclamara: basta con que diga: “¿Qué me ves?”, para que ahí mismo quede yo como un pendejo.
Saqué mi celular de la bolsa y revisé mis mensajes, no había nada. Ella puso una pierna sobre la otra y arrojó su tronco hacia adelante mostrando que tenía nalgas firmes y redondas.
Me seguía viendo, sin soltar el celular, con los audífonos puestos: me hubiera gustado ver qué estaba escribiendo, saber qué escuchaba. Con el cubrebocas puesto no es posible observar más que los ojos, y los ojos sin los gestos del rostro y del cuerpo son analfabetos.
Yo la volví a mirar y dirigí la vista a sus senos firmes, ella se recostó de nuevo y abrió las piernas. Fijé mi vista en sus pezones y bajé por su blusa hasta sus ingles. Luego me detuve dónde debía estar la vagina: ¿qué color de pantaletas traía?, ¿tendría bello, de qué color, de qué grosor?
La combi continuaba avanzando y de repente se detuvo. Se subió un muchacho y se sentó adelante, atrás del conductor. La combi continuó su camino. El muchacho pagó. Sacó su celular y se puso a consultarlo.
Desde mi lugar podía ver todo lo que pasaba enfrente y no tuve distracción. La mujer que iba al fondo había desaparecido, aunque estuviera ahí.
La chica me seguía viendo, acercó su celular a la cara y se frotó los senos con la parte interna de los brazos, mientras abría y cerraba las piernas levemente.
En este punto del viaje entendí que no me diría nada, no me reclamaría. Para mi desgracia no podría yo seguirla cuando bajara y menos llevarla a un motel. Ella estaba jugando conmigo, solamente midiendo su poder.
Cinco minutos más adelante pidió la bajada, la combi hizo alto total.
Ella se incorporó y caminó encorvada hacia mí, sacó un billete y se lo dio al conductor, esperó su cambio.
El muchacho que había subido unos minutos antes estaba clavado en su celular, yo era una estatua de sal a menos veinte centímetros de la chica, hipnotizado por el olor de su cuerpo, por su culo: redondo, firme, apretado.
Ella bajó, buscó mi mirada por última vez desde afuera y cerró los ojos. Se quedó parada en la banqueta. Desde la ventanilla la miré hacerse pequeña, escurrirse como un recuerdo.

Nacido en Chilpancingo, Guerrero en 1988
Estudió Ciencias Políticas en la UNAM y es profesor de literatura en la Universidad Intercontinental de Chilpancingo. Ofrece talleres literarios en su comunidad y es precursor de los movimientos de rescate de las narrativas orales en Guerrero.
