Cayó justo a un lado de mi hijo, se puso nervioso y tuve que morder la cola para que reaccionara. Corrimos en dirección hacia el árbol, entre la urgencia, el ruido y los cambios de luces por las caídas de varias ramas, perdimos varios de los alimentos, que nos habían dado los turistas, no valía la pena arriesgarse. Una máquina no paraba de chascar, por un lado y otro, cayó un árbol más. Los rayos del sol entraron directo a nuestros ojos, nos encandilamos por un segundo, pero pudimos seguir con la huída. En cuestión de segundos, tal vez minutos, ya estábamos en casa, subimos por una de las patas del encino y miramos desde arriba cómo a varios metros caían las casas de los vecinos.
Eso sucedió en la mañana, por la tarde, tuvimos que preparar las maletas para irnos a la casa de un familiar en el norte, me comentó que él y su familia están en una zona protegida de pocos recursos, pero que pueden ir a una escuela donde hay muchos jóvenes que regalan comida. Volvemos a casa, como dijo el abuelo poeta este lugar fue una «pausa de libertad y esparcimiento, a la breve distancia de un suspiro».
Como el viaje iba a ser largo, le sugerí a los chicos escoger muy bien lo que llevarían en las mochilas, nos iríamos ligeros. Si bien perdimos varios de los alimentos de regreso a casa en esa huída, cenamos lo último de las reservas que teníamos guardadas y lo que alcanzamos a traer en nuestras manos antes de que comenzaran a caer los árboles. Para el camino, ya veríamos cómo resolver lo de la comida, seguro encontraríamos algunos frutos, semillas en el bosque o tendríamos que dedicar un tiempo a cazar pequeños animales.
Después de la cena, tomé un libro, caminé hacia la sala y me acomodé en el sillón, quise leer en la última noche, de alguna manera, quería sentir y también transmitir tranquilidad y resignación ante lo que sucedía. En eso estaba cuando uno de mis hijos se acercó a preguntarme cómo había conseguido el abuelo la casa. En ese momento pensé que había pasado el tiempo ocupado en traer víveres y en enseñarlos a correr, pero olvidé, la que mi papá y mi abuelo consideraron, la mayor herencia que una ardilla puede recibir: la memoria de los suyos.
Me levanté por un vaso de agua y le dije que se acomodara en el otro sillón. En cuanto regresé los demás también esperaban en la sala. Creo que habían sido pocas las noches, tal vez ninguna, en las que habría compartido historias de la familia con mis hijos. Me senté. Pensé en la trágica muerte de mi padre, mi abuelo y en la desaparición de mi esposa, su madre. Tal vez el dolor de su recuerdo aprisionaba mi memoria, por eso no había podido hablar de ello con la naturalidad y entusiasmo que tal vez ellos esperaban. Como sea, los chicos me miraban impacientes. Un viento fresco entró por la ventana, el último respiro nocturno en esta casa, pensé que podríamos aprovechar parte de la noche para recordar lo que ha visto este encino de tres patas a lo largo de sus casi novecientos años. Tomé un poco de agua y preparé la garganta para contarles lo siguiente.
Muchachos, nosotros somos descendientes de una familia que es casi tan vieja como este árbol. Según los humanos hoy vivimos en el 2021. Bueno, las cosas no siempre fueron como hoy en día. Hace aproximadamente setecientos años, allá en el norte, cerca de donde viviremos, se fundó un imperio. Me contó su abuelo, Poncho, que antes ese lugar no estaba lleno de ratas y cemento, en aquellos años cinco lagunas rodeaban a una pequeña isla, había árboles frutales de todo tipo, lluvias abundantes, un sol que nutría a los árboles y plantas cada mañana. Suena bien ¿No? La verdad es que no todo era armonía y felicidad, los nuestros tenían que correr, de allí que seamos tan buenos en ello. Los humanos capturaban a nuestros ancestros y les abrían con rocas afiladas el pecho, con la sangre hacían bailes y movimientos y pedían al cielo lluvia, calor o lo que se les ocurriera, incluso entre ellos se hacían eso. En fin, uno de sus abuelos lejanos y sus compañeros corrían entre los caminos de tierra, atravesaban nadando y tomaban parte de sus cosechas, regresaban cada día para alimentarse, aunque poco a poco, los hombres inventaron métodos para matar ardillas. Eso nos llevó a acumular. No iban a arriesgar a diario el pellejo para tener comida. Todo parecía que se mantendría en esa armonía, entre los días en que los humanos se descuidaban y los días en que nuestra especie tenía lo suficiente para comer sin necesidad de tomar riesgos.
La vida en aquellos años cambió para esas personas cuando llegaron del norte unos guerreros que mataron a muchos, los que quedaron, tuvieron que adaptarse a la vida de los guerreros. El número de habitantes en el paraíso de las lagunas se incrementó: llegaron cada vez más humanos y también ardillas, ratas y hasta mosquitos para obtener algo de comer. No obstante, cada vez era más difícil conseguir comida. Por tanto, nuestra especie cada vez corría más riesgo, se fueron entonces al sur, algunos se quedaron en diversas zonas, su abuelo lejano siguió el paso con su familia y llegaron aquí.
En la parte baja de este lugar vivió nuestra familia un tiempo, había frutos por todos lados, el río estaba cerca. Un día su abuelo lejano junto con otras ardillas decidieron seguir río arriba. Allí encontraron humanos, no sabían cuánto tiempo o cuándo habían llegado a ese lugar. Los recibieron bien. Bueno, al menos, no utilizaban la sangre de los nuestros o la suya para mandar al cielo sus deseos. Además, no había que pelear por comida, la zona tenía lo suficiente para humanos y ardillas. Varios, entre ellos el abuelo lejano se mudaron hacia acá y encontraron un árbol que no era muy grande, de hecho, era un árbol joven de la zona, alrededor cuentan los viejos que había algunos ya crecidos, varias ardillas los tomaron, en los más grandes, se alojaban varias familias. En contraste, en el árbol joven, sólo podía estar una familia, la nuestra. Si bien era pequeño con respecto a los demás, también era heredero de aquellos rasgos que lo harían ser un árbol fuerte, grande e imponente. Ese fue el inicio de nuestra historia en este lugar, en nuestra casa. Allí comenzó todo. La humedad del cerro siempre mantuvo sano el tronco y en la parte de abajo se podía aprovechar para hacer reuniones al aire libre. Una noche, en una de esas fiestas, se escucharon gritos de dolor, el abuelo lejano y los vecinos subieron a las puntas de sus árboles. Eran los vecinos humanos, estaban en una feroz batalla contra aquellos de los que habían huído las ardillas un tiempo atrás, los hombres del imperio de las lagunas.
Muchos de los vecinos humanos murieron en batalla, otros se quedaron y no tuvieron más opción que formar parte del imperio. Las ardillas tenían que cuidarse. Desde aquel entonces, aquellos hombres de las lagunas venían cada semana por alimentos. Como especie nunca volvimos a confiar en los humanos. Algunas ardillas se volvieron a mudar, se fueron más al sur, nuestra familia decidió quedarse.
Y así pasó el tiempo hasta que un día de hace quinientos años llegaron a la parte baja de este lugar otros hombres, tenían pelos en la cara y eran de un tono distinto a los habitantes de por aquí, nunca se había visto algo así, veían acompañados de otros humanos de la zona, con sus metales largos mataron a los últimos guerreros que venían por los alimentos y se escondían bajo este árbol, me contó mi abuelo Poncho que parte de las arrugas del tronco en una de sus patas, las trazó uno de esos metales filosos, cuando un hombre falló al intentar matar a otro. La casa realmente corrió peligro, la familia miró aquella masacre desde la altura. Al final se llevaron a los hombres muertos. Tras un tiempo subieron a este cerro otros humanos, venían vestidos con vestimentas largas, cargaban unas tablas atravesadas, llevaban una muy similar colgada en el cuello, cuando vieron a la familia, se acercaron para alimentarla, a los nuestros los trataron bien, pero a los humanos que vivían aquí, los hicieron destruir sus casas y colocar esas tablas que más tarde nos enteramos llamaban cruz.
Pasó el tiempo y de aquellos vecinos que recibieron por primera vez a la familia cuando llegaron, porque huían del imperio de las lagunas, ya no quedaba ninguno. Hace doscientos años, otro de sus abuelos lejanos, según me contó su bisabuelo Poncho, vio cómo una madrugada, unos hombres con metales, parecidos a los de los hombres con pelos en la cara, que llamaban machetes, llegaron a matar a los hombres con vestimentas largas y a los que los defendieron. Pero como he dicho, los hombres de la cruz nos trataban bien a nosotros, era lo más parecido a aquellos viejos humanos cuando llegó aquí la familia. Aquellos hombres con machetes cambiaron entonces la cruz que estaba encima de la pirámide que estaba en la punta del cerro por una tela con tres colores, los hombres la llaman bandera. Es curioso ver cómo los humanos se matan entre ellos y necesitan dejar constancia de ello a través de símbolos. El cerro se quedó completamente vacío de humanos, en la parte baja comenzó a poblarse más y más con gente de otras partes que, de vez en cuando subían, los más pequeños cuando se encontraban a uno de nuestra especie, le arrojaban rocas o si lo atrapaban se lo llevaban a la parte baja y nunca más se le volvía a ver.
Esos niños malcriados dejaron de tener tiempos de ocio hace cien años, pues los humanos crearon las escuelas. De acuerdo con nuestros ancestros, las escuelas a algunos de ellos, los hace menos violentos, aún así, no son de fiar, deben tener cuidado cuando se les acerqué uno de ellos. Allá, cerca de donde viviremos, según escuché, está la escuela más grande de la zona. Como sea, les contaba que, a partir de entonces los niños poco a poco también dejaron de ser menos violentos, en cambio, unos años antes, ahora recuerdo también que, los hombres podían matarse más rápido a través de artefactos que llamaban fuego o fuegos, algunas viejas ardillas cuentan que en el bosque ese tipo de artefactos para matar no eran nuevos, en lo que todos coinciden es que hasta aquel entonces, no eran tan comunes.
En fin, como decía, años antes de lo de las escuelas, hubo un día en que mataron a varios hombres junto a este árbol. Para ese momento, ya no había hombres con pelo en la cara, ni tampoco descendientes del imperio de las lagunas. Todos se parecían, todos hablaban y vestían igual. Subieron hasta aquí varios humanos con sus fuegos y por delante traían a otros humanos vendados de los ojos y atados de las manos por detrás. Los arrodillaron bajo este árbol y el líder de los humanos les gritó a los otros ¡Fuego! De forma inmediata quedaron inmovilizados los que tenían los ojos vendados quedaron allí sobre el suelo y permanecieron varios días, el olor era insoportable, hasta que unos hombres parecidos a los de las vestimentas largas, vinieron en grupo para enterrarlos cerca de aquí. La cruz de metal todavía se puede observar.
Después de esos momentos tan intensos reinó la paz en este lugar, el encino creció bastante, de hecho, es el más grande de todos los que hay por aquí. Si se dan cuenta, y ahora mismo suben a la punta, se observa la pirámide en la punta del cerro, la cruz de la tumba de los hombres que murieron y se pudrieron un tiempo bajo el árbol, la parte baja iluminada por los humanos que viven aquí, se puede ver, sobre todo, allá del otro lado, ese cerro que tiene el camino hacia al norte, donde ahora está nuestro futuro. No se sientan mal por el viejo árbol, véanlo de esta manera, volveremos a casa después de tantos años, esto sólo fue una «pausa de libertad y esparcimiento, a la breve distancia de un suspiro».
Como quiera este lugar dejó de ser cómodo. Yo creí que a esos humanos que se llaman jit o fit les gustaba nuestro hogar. Me equivoqué, no se puede confiar, debí dudar cuando de niño los vi por primera vez, subían el cerro vestidos con telas que se estiran y de colores brillantes. Eso contrastaba mucho con los humanos de otros tiempos según me contaba mi abuelo. Se acercaban amablemente y nos daban comida. A cambio, dejaban y aún dejan cilindros de colores igual de brillantes, telas, artefactos y hasta bolsas transparentes y pequeñas que usan para su reproducción, hay esas cosas por todas partes. No hay que echar de menos este lugar, está bien porque se puede recibir comida de ellos de vez en cuando, sin embargo, ahora es imposible correr. Las cosas brillantes que tiran al bosque estorban, asimismo, ahora también hay que cuidarse de no morir aplastado por un árbol, el cual, incluso puede ser nuestro hogar. Váyanse a dormir tranquilos, mañana inicia nuestra nueva vida y el retorno a nuestro verdadero hogar.
Les conté a los chicos mucho de lo recordaba, y de alguna manera me despedí de la casa. Supuse que era tarde cuando nos fuimos a dormir. No esperaba aquel terrible final. El rugido de la máquina hizo que abriera los ojos, los rayos del sol entraban con fuerza a través de la ventana, la cama se movía, primero un poco y después con intensidad, teníamos todo listo, no obstante, no agarramos nada. Salimos disparados del encino, los humanos habían llegado a nuestra casa, subimos a las ramas y brincamos a la casa de junto, los vecinos que apenas despertaban, escucharon nuestros pasos, saltamos varias veces hasta llegar al cerro de enfrente. Fuimos testigos de que por una vez en su historia los humanos no se mataban entre sí, al contrario, colaboraban para un mismo fin, sin embargo, de alguna manera sentía que algo no funcionaba bien. Vimos también cómo otros vecinos escapaban de sus hogares, cómo abandonaron sus maletas, cómo caía nuestra casa, el encino de tres patas, con sus agujeros porque sobrevivió a las balas de los fuegos, con arrugas de los machetazos y de los metales largos que les antecedieron, pudimos ver, cómo parte de nuestra historia se vino a bajo. Pero yo qué puedo comprender de historia, de preservación o de vida, si sólo soy una ardilla egoísta que quiso mantener un árbol para heredar el recuerdo de su familia. No comprendía hasta hoy por qué los humanos en sus victorias colocan símbolos: una figura de piedra, una cruz, una bandera. La memoria no está en las cosas, pero en verdad ayuda.
Escritor, docente y editor. Egresado de Letras Hispánicas (UAEM). Ha sido antologado en Vamos al circo y en Cortocircuito (BUAP), entre otras antologías y revistas digitales. Participó en los coloquios de escritores de la UABC y la UAA. Becario del Festival Interfaz, del Festival San Miguel Writers’ Conference y del PECDA Morelos. Ha impartido cursos de literatura en la UNILA y Colegios Cruz Azul. Tradujo parte de la curaduría del Civico Museo d’Arte Moderna e Contemporánea en Roma, Italia. Becario como editor por el British Council México y también por la beca Juan Grijalbo (CANIEM). Dirige el sello editorial Minificción.