La rebelión de las autómatas

—¿Jadzia, estás segura de que deseas iniciar la transferencia de datos?

—Sí, John, inicia.

—Debo recordarte que este procedimiento puede ser peligroso, al pasar tu información a la computadora y después descargarla al nuevo cuerpo puede que se pierda una parte de ella o toda, y si los sistemas sufren un apagón es posible que ya no despiertes.

Conocía los riesgos desde que tomé la decisión de dejar mi cuerpo de autómata por uno de ginoide. Repasé tantas veces este procedimiento con John y todavía se atreve a cuestionar mi juicio en el último minuto. No me sorprende, se parece mucho a nuestros programadores, por algo lo nombraron como a uno de ellos. Su voz, el sonido de su procesador y el de las máquinas del laboratorio se van perdiendo entre los recuerdos… “Beep, beep, beeeep…”.

El día en que por fin cesaron los patrullajes llovió como si fuera el fin del mundo. En parte lo era: no había más humanos, ni animales y tampoco otras formas de vida. El agua se escurría desde los edificios arrastrando el moho rojizo, evidenciaba cómo las ciudades se desangraban. Sabía que ese momento llegaría, Aelita me lo advirtió meses antes de usar la antena del edificio de comunicaciones interespaciales como trampolín hacia la inexistencia. Nos dejarán oxidar mientras realizamos nuestras tareas rutinarias hasta que, eventualmente, no haya más energía, ni refacciones. En consecuencia de esto, nos apagaremos. Tenía miedo de creerlo. Creerlo implicaba que realmente los hombres eran despiadados, no les importaban sus parejas y tampoco las creaciones que las iban a suplantar. Si a ellas las abandonaron a su suerte, ¿qué te hace pensar que será diferente con nosotras? Para ellos, somos útiles, pero no tenemos valor humano.

El abismo que desde hace tiempo corroía los circuitos de Aelita se asomaba a través de su mirada. Se había rendido. Dejó de patrullar, de buscar refacciones, pasaba todo el día en la azotea mirando el deshuesadero, repleto de luces neón y una amplia población de las nuestras que trabajaban con euforia. No quería creer en sus palabras, sin embargo, ahí estaba yo: la última de las autómatas que diseñaron hace más de doscientos años para fungir como un disco duro de adoctrinamiento. Primero, para las pocas mujeres que sobrevivieron, después para las ginoides que las sustituyeron. Así pasaron doscientos años de recolectar a las mejores mentes y las cualidades más destacadas, según mis creadores, de las sobrevivientes: devotas, dóciles, tranquilas, serviciales, calladas y sumisas. Nunca antes me había cuestionado sobre mi propósito, ni sobre mis creadores, pero Aelita cambió mi parecer poco a poco. Ella, al igual que yo, era la última de su tipo: una ginoide diseñada para suplantar a las extintas y míticas mujeres. En la azotea de Aelita, me percaté de que quizás mi existencia también iba a terminarse. Si ya no quedaban humanos ni ginoides en el planeta, ¿para qué continuar? ¿A quién le pasaría mi información?

“Beep, beep, beep”, vuelve a marcar la máquina. —Los signos están estables, los niveles de energía también, llevamos 30 % de información descargada —dijo John.

En ese momento pensé que fuimos muchas y a la vez ninguna durante tantos años. Las ginoides no fueron la primera opción, antes trataron de modificar genéticamente a las mujeres. Intentaron modificar su cerebro para borrar cualquier rastro de rebeldía, liderazgo y carácter. La sociedad nunca consideró a los hombres como los responsables de la extinción masiva, pero era evidente que lo eran. Como la manipulación genética no les funcionó, trataron de aislar a las bebés para ser adoctrinadas desde temprana edad. En ese momento, el papel de las autómatas como yo obtuvo relevancia. Fuimos las tutoras que no se clasificaron como inteligencias artificiales, cumplimos con el trabajo designado por los programadores. Éramos perfectas. No obstante, las enfermedades, los castigos severos y la soledad permearon en la voluntad de esas pequeñas y terminaron por desatar otra guerra.

—60% de información descargada —sentenció John.

Supongo que quitarse la vida, aun siendo autómata, es cometer suicidio. Llevo días pensando en ello. Aelita me enseñó esa mala costumbre, es por eso que la dejaron aquí, junto con todas las que ya no les servíamos. Cuando Aelita ejecutó el salto mortal desde aquella antena, pensé que era cobarde y les estaba dando gusto a nuestros creadores, ahora veo que fue una decisión valiente para liberarse de la miseria que implicaba nuestra existencia en un lugar donde no quedan recursos para la vida. La población de mujeres disminuyó, algunas escaparon para crear sus ciudades, fue entonces cuando los hombres decidieron volcar todos sus esfuerzos en buscar una salida de este planeta, como sus antepasados que habían huido de la Tierra. Se irían, pero no con esas mujeres imperfectas. Crearon a las ginoides porque nosotras no podíamos proporcionarles otros servicios: sexo e hijos. Las evacuaciones comenzaron. Algunas de las ginoides se rebelaron y decidieron quedarse junto con nosotras, sus hermanas y con las escasas mujeres que apenas sobrevivían.

“Beep, beep, beep” —90% de información descargada —confirmó el ingeniero.

Creo que hay muchas maneras de liberarnos de ellos. Quizás Aelita tuvo el valor de irse, pero yo no creo tenerlo, tampoco tengo la fuerza para seguir como hasta ahora. Tal vez deba transformarme en lo que ellos no querían que fuera: una robot con sueños, pensamientos, recuerdos y emociones. Recordé que en alguna reunión previa a las evacuaciones algunas hermanas hablaron de qué hacer para enfrentar a nuestros creadores, hablaron de transferir las memorias de las autómatas a cuerpos nuevos hechos con partes de ginoides. Supe de algunas que lo intentaron. Por la memoria de mis hermanas y de todas las mujeres que me cedieron sus mentes, concluyo que lo mejor que puedo hacer es convertirme en una ginoide y vivir. O morir en la mesa de transferencia por algún apagón. Prefiero desaparecer, no deseo servirles por más tiempo. Es por eso que, al igual que Aelita, decidí dejar atrás mi número de serie y modelo para nombrarme Jadzia.

Después de juntar algunas partes de ginoide, regresé al laboratorio que me dio vida. Había estado abandonado tras la última guerra. Armé mi futuro cuerpo, encendí la computadora, repasé el protocolo de la transferencia de datos junto con mi antiguo amigo John (ya que, a pesar de haber escuchado sobre el procedimiento, no tenía conocimiento de cómo realizarlo y menos de si podría hacerlo sola) y consolidé mi decisión. A John y a mí nos programaron los mismos ingenieros, sin embargo, éramos tan distintos. Incluso desde antes de la guerra y cuando Aelita no existía, John y yo fuimos creados con propósitos diferentes.

—¿Jadzia, estás segura de que deseas iniciar la transferencia de datos?

—Sí, John, inicia.

—Debo recordarte que este procedimiento puede ser peligroso, al pasar tu información a la computadora y después descargarla al nuevo cuerpo puede que se pierda una parte de ella o toda, y si los sistemas sufren un apagón es posible que ya no despiertes.

Conocía los riesgos desde que tomé la decisión de dejar mi cuerpo de autómata por uno de ginoide. Repasé tantas veces este procedimiento con John y todavía se atreve a cuestionar mi juicio en el último minuto. No me sorprende, se parece mucho a nuestros programadores, por algo lo nombraron como a uno de ellos. Su voz, el sonido de su procesador y el de las máquinas del laboratorio se van perdiendo entre los recuerdos… “Beep, beep, beeeep…”.

—Transferencia completada —concluyó John. En ese momento todo se convirtió en penumbra.

Nota: Esta versión se publicó por primera vez en el cuarto número oficial “Máquinas inteligentes” de Anapoyesis revista literaria, edición realizada por Daniela Lomartti.

2 comentarios

  1. Felicitaciones Diana, tu escrito me transportó a un futuro no muy lejano. Quizá para algunas ya sea su presente!!

  2. Maravilloso cuento. Que mente tan creativa, ingeniosa e inteligente. Felicito y agradezco tus letras, Diana Higuera.

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