Jaguar

La oscuridad fue violentamente interrumpida por una débil y parpadeante luz amarilla que se filtró en la grieta formada entre los bloques de piedra. El ruido del metal que nacía del pico impactándose contra la roca producía un eco en lo más recóndito del silencio. Una de las piedras que dejaba entrar la exigua luminosidad se deslizó desde lo que fue una pared y de aquel espacio vacío surgió del exterior una mano temblorosa que, a puño cerrado, sostenía un quinqué de petróleo.                      

“El olor a raíces podridas debe ser el olor del tiempo cuando es confinado en un espacio como este” fue en lo primero que pensó Edward Herbert Thompson cuando ya había ingresado completamente a la cámara, percatándose de que la luz no se extendía a más de dos metros en aquella oscuridad.

“Solo a mí se me ocurre excavar de noche”, se reprochó a sí mismo. Caminó lentamente dando pasos suaves como si anduviera sobre un piso de cristal, como si intentara no despertar a alguien o a algo.  Desde algún lugar brotaron voces que parecían llegar de todas las direcciones. “Seguramente son las últimas conversaciones que se quedaron atrapadas, antes que clausuraran este espacio”. Tras esta reflexión sintió que su pie derecho se topaba con algo quebradizo, con esa fragilidad que solo los siglos pueden otorgar.  Los sonidos se extinguieron devorados por las tinieblas, Edward miró hacia todos lados solo para ver sombras que, a igual de los ruidos callados, resultaban difíciles de asignarles un origen.

Bajó el quinqué hasta la altura de sus rodillas y se inclinó poco a poco para explorar el objeto que tenía bajo sus pies. La débil llama amarilla iluminó el sudor enlodado, a causa de la tierra de la excavación, que cubría la piel blanca de su rostro. Una gota oscura se deslizó desde su frente hasta sus labios secos y pálidos, que habían sido presos de un fino pero incesante temblor desde el momento que se introdujo a la cámara. Su mirada se topó con unos huesos que eran parcialmente cubiertos por lo que parecía el peto de una armadura metálica, con sus partes devoradas por el óxido y la humedad. Edward dirigió su mirada a la parte superior de lo que alguna vez fue un cuerpo y se topó con el cráneo, que aún portaba un casco con el ala metálica propia del imperio español. 

Edward depositó la lámpara en el piso de piedra plana y, de manera casi inconsciente, retiró el casco de los huesos para tomar el artefacto con ambas manos. Lo alzó a la altura de sus ojos y a pocos centímetros de su rostro lamentándose de no ser el primero en pisar esa cámara después que la ciudad fue abandonada: aquel infortunado soldado español lo había hecho siglos atrás. Pensó en las historias que había oído sobre los conquistadores que eran devorados por las selvas inhóspitas durante los primeros años que le siguieron al descubrimiento del Nuevo Continente, pero nunca había escuchado sobre ciudades muertas que arrebataran vidas. Nuevamente miró a su alrededor: las tinieblas seguían siendo una defensa infranqueable de aquel sitio. Edward se figuró que el lugar donde se encontraba debía ser similar al de las entrañas de un gran animal por la espesa oscuridad de su aire y la presencia de despojos de sus presas. Sí así fuera también él mismo se volvería parte de su alimento. Pero aquélla no era una idea ingenua: él sabía que se encontraba en las entrañas de una civilización milenaria. Contempló de nuevo el casco, depositándolo lentamente sobre la cabeza, como un homenaje a su predecesor que, por alguna circunstancia extraña, se había entregado a la muerte en aquel sitio.

El explorador observó que, cerca de la osamenta, fluía la zigzagueante línea de un líquido de aspecto espeso, viscoso y oscuro que no recordaba haber visto minutos atrás; acercó la mano para cerciorarse si aquel surco era la sombra del tiempo redimido pero su dedo medio palpó la calidez de un fluido vivo: se llevó la mano a pocos centímetros de la nariz y pudo apreciar el color rojo oscuro que se escurría por sus dedos y sintió olor a sangre. Tomó la lámpara que se encontraba en el piso, con la mano derecha, poniéndose de pie y extendiendo el brazo para abrirse camino entre la oscuridad: dio unos cuatro pasos y las tinieblas fueron cediendo ante la luz del quinqué.

El lugar se comenzó a iluminar y vio, delante de él, a un jaguar sentado sobre un bloque de piedra rectangular que, en su parte superior, tenía un relieve de lo que parecía un animal. La sangre con la que se había topado parecía emanar de una de las fisuras de aquella plataforma de piedra sobre la que el felino daba la impresión de cumplir una tarea de custodio. Un fuerte ruido parecido al trueno cubrió cada espacio del interior de la cámara y Edward alzó la cabeza en un vano intento por atrapar con la vista aquel estruendo y, al devolver la mirada al frente se topó con las fauces abiertas del jaguar que, con un rugido, se acercaba rápidamente a su rostro. El quinqué, antes de caer al piso, iluminó las garras del felino impulsándose en un brinco repentino.

Edward dio un agudo grito que acompañó al fuerte trueno que lo levantó, sudoroso y jadeante, del suelo lodoso, el felino había pasado sobre él de un par de brincos y se adentró a un agujero en la pared. Notó que de aquel sitio provenían los murmullos de las voces y las sombras. Era como una ventana que conectaba dos presentes congelados en el mismo espacio. 

El explorador tomó el quinqué y salió de la excavación. Ya al interior de su campamento respiró profundamente, escuchando el retumbo de las gotas de agua arrojadas violentamente contra el suelo y recordó la fuerte lluvia que inició horas antes. Cerró los ojos unos instantes y se preguntó cuál sería el origen del jaguar anterior de las cámaras subterráneas.    

De una pequeña mesa de madera, ubicada a un costado de su camastro, donde se encontraba el quinqué que iluminaba el lugar, tomó una botella de whisky, dándole un largo trago. El calor del alcohol invadió su cuerpo, haciéndolo reaccionar de los residuos de aquel incómodo susto. El explorador se dirigió a la entrada de su improvisada vivienda de madera y paja que le servía de campamento y donde resguardaba y clasificaba las piezas que sustraía del pozo sagrado de los mayas. Con sus dos manos apartó la áspera y húmeda tela que colgaba de la parte superior de la entrada y que servía como puerta. En ese momento sus ojos fueron cegados por la luz blanca de un rayo que, por un instante, iluminó toda la noche, resplandeciendo el imponente cerro de piedras medio devorado por la exuberante vegetación de la selva.  

Edward se apartó de la improvisada puerta y se dirigió a la mesa que utilizaba como escritorio: sobre ésta se encontraban varias hojas sueltas con dibujos que representaban edificios de forma piramidal ceñidos por las raíces de los árboles que sobre ellos crecían. Entre los papeles también se encontraban fragmentos de cerámica y seis cráneos humanos sin quijada: todo ello provenía de las exploraciones que realizaba desde hacía más de un año en el pozo. Se sentó en la silla y, tras acomodar los papeles, sujetó uno de los cráneos. Lo observó detalladamente: no parecía de una persona adulta y la frente se inclinaba ligeramente, aplanando el cráneo. Pensó que, sin duda, debió de pertenecer a una joven mujer concedida en sacrificio para que los dioses se saciaran de su sangre, de su cuerpo y que poseyeran su alma. Luego de asentar los restos de la mujer inmolada se levantó para dirigirse unos pasos hacia el fondo de la habitación y se detuvo ante una lona extendida sobre el piso, inclinándose para sujetar cada una de las puntas con las manos. Después de ponerse de pie fue atrayendo la tela lentamente hasta quedar al descubierto el objeto que cubría mientras observaba cada detalle de una placa de piedra de unos veinte centímetros de espesor, metro y medio de largo y alrededor de un metro de ancho: en su parte superior se encontraba en relieve la representación de un animal que asemejaba a un tapir: el tallado cubría casi toda la superficie de bloque que se encontraba en perfecto estado y notó que aquella piedra era parecida a la que había visto en la excavación, la misma que servía de aposento al jaguar y de la que manaba sangre. En ese momento escuchó rugidos y gruñidos del exterior, la tormenta continuaba. La pieza la había descubierto en las excavaciones que realizó a escasos metros de la parte sur del pozo. Dedujo que fue un altar de sacrificios: el portal de encuentro entre el hombre y los dioses. El cielo negro que envolvía la antigua ciudad de los Itzáes liberó el estruendo de un fuerte trueno que hizo enmudecer el rugido de los depredadores en la selva. El viento arrasó un trozo de paja que cubría el campamento, las luces se extinguieron, el explorador escuchó ruidos sobre la mesa donde se encontraban las reliquias del pozo sagrado. Un trueno iluminó el lugar, por todos lados aparecieron sombras de jaguares rondando alrededor del campamento. En la oscuridad los gruñidos se fueron acercando al explorador. Nuevamente la luz del cielo apartó las tinieblas. Los relámpagos sólo ofrecían luz poco menos de un instante, lo suficiente para que Edward viera cómo la piedra de los sacrificios se salpicaba con su propia sangre.

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