Ideales inflamados

 La relación de un escritor con sus libros es similar a la de un padre con sus hijos. Se sienten del mismo modo. Se aman del mismo modo. Al igual que los hijos, las historias son una idea, un proyecto. Nacen primero en el corazón: una cosa pequeñita y tímida, que apenas y se siente dentro, pero están ahí, vivos y más temprano que tarde comienzan a luchar por salir a la luz. Nace entonces el deseo. Se siente en las manos el peso del libro, se percibe en el aire el olor de la tinta fresca, se escucha el sonido del aplauso. El deseo se convierte en un sueño y en ese sueño las ideas encuentran cobijo y un hogar seguro donde se desarrollarse, alimentadas por las fantasías y los esfuerzos de su autor.

Toma tiempo y mucho trabajo escribir un libro. Las ideas deben madurar antes de ver la luz, se deben criar, guiar por el camino correcto. Por eso, el autor pasa sus noches en vela, mimándolas, alimentándolas con sus conocimientos y su experiencia. Pone todo de sí en su obra, nutriéndola con trozos de su alma y meciéndola en la cuna de sus fantasías. Las ideas crecen en su interior y lo ocupan por dentro, lo llenan y finalmente estallan sobre el papel, dando vida a una nueva historia. En el caso de Roberto, sus historias se alimentaban de la inflamada pasión que sentía por la justicia. El joven creció en un ambiente miserable, en el que las personas eran humilladas y vilipendiadas, maltratadas y vejadas por aquellos que ostentan el poder. El niño conoció el hambre y el frío, la violencia y los abusos y las heridas que dejó la injusticia en su alma lo llevaron a convertirse en un hombre dispuesto a luchar por la liberación de los oprimidos, por la dignidad que debiera ser inherente a la condición de ser humano.

La pluma se convirtió en su arma y sus poemas e historias hablaban de una realidad incómoda para el común de las personas, pero que, para él, representaban la reivindicación que merecía su pueblo. Necesitaba dar a conocer la realidad, mostrarle al mundo que un paraíso puede convertirse en el infierno en las manos equivocadas y que aquellos que juraron defender a los más débiles son los primeros dispuestos a abusar de ellos. Roberto no quería que la historia de lucha de su gente se perdiera en los vericuetos de la historia y por eso, escribía furiosamente, publicando a una velocidad sorprendente. Sus libros se vendían con rapidez y la gente lo conocía y lo respetaba, pese a su juventud. Sus palabras corrieron como la pólvora entre el pueblo y pronto, aires de libertad comenzaron a respirarse en el país.

La chispa iniciada por Roberto llevó a una revolución que echó por tierra las viejas costumbres a sangre y fuego y esos que un día gobernaron el país huyeron como perros apaleados, con la cola entre las piernas, humillados y derrotados. Se trasladaron a países más “civilizados” (quizás corruptos fuera una palabra mejor) a lamer sus heridas en mansiones de lujo y a exponerse ante el mundo como las pobres víctimas de la violencia política. Sus puestos fueron ocupados por otros: jóvenes incendiarios decididos a hacer florecer su nación y a posicionarla en el mundo. Pero, su inexperiencia y falta de preparación les jugó una mala pasada. Aquellos que no están preparados para manejar el poder suelen ser corrompidos con facilidad; ya lo dijo Lord Acton: “El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Los sueños que sustentaron a la revolución se hicieron añicos y una nueva opresión se cernió sobre el pueblo como un ave de caza, dispuesta a acabar con los opositores del nuevo régimen.

Roberto, sintiéndose traicionado por aquellos en los que depositó su confianza, se lanzó a escribir de nuevo, denunciando en sus libros y panfletos los crímenes del régimen actual. Los que un día se declararon sus amigos incondicionales y palmearon su espalda, jurando que compartían sus ideales y que querían hacer suyos sus sueños, se lanzaron en picada contra él. Fue declarado enemigo del Estado y Roberto no tuvo más opción que huir, escondiéndose por temporadas en casa de otros detractores como él. Intentaron organizar una resistencia, pero, pronto se dieron cuenta de lo inútil del ejercicio. Ellos eran más, estaban bien armados y no les fallaba el pulso cuando se trataba de hacer “justicia”. La persecución política fue brutal y las ejecuciones estaban a la orden del día. Por un tiempo, él y su familia lograron escapar, pero, por su seguridad, debieron separarse. Ana, su esposa lo despidió con un beso con sabor a muerte y Roberto se apartó de ella con renuencia, volteando a verla una última vez antes que el monte la escondiera de su vista para siempre. Por un momento, se permitió tener esperanzas. Seguro estaría a salvo, lejos de él, escondida en la jungla hasta que las cosas se calmaran. Después de todo, ella no era culpable de nada. Ana solo lo siguió y lo apoyó, como haría cualquier esposa amorosa, ella no era la culpable… pero, eso no les importó cuando la apresaron y la colgaron en la plaza pública luego de días de torturas y vejaciones. Las noticias corrieron como la pólvora y cuando alguien las susurró en su oído, Roberto se supo derrotado.

Su corazón se rompió en mil pedazos y todas sus ideas se marchitaron, anegadas por la tristeza. Movido solo por el instinto de supervivencia, vagó por los campos y los montes, siempre mirando por sobre su hombro, perennemente asustado y paranoico. Era solo la carcasa del hombre que un día fue y nada más que la inercia lo obligaba a mover un pie después del otro, en un viaje que parecía no tener razón de ser. O eso creyó, hasta que se encontró de frente con la más atroz de las imágenes. La pequeña aldea ardía en llamas mientras los soldados arrastraban a las mujeres por el cabello en dirección a la espesura del bosque. Los hombres yacían en el suelo acribillados y convertidos en una masa informe difícil de reconocer como personas. Cuerpos de niños flotaban en el río, mientras que los gritos de los escasos sobrevivientes y las risotadas de los soldados llenaban el aire de la noche.

Ver el terror pintado en el rostro de los pobres campesinos fue la gota que rebalsó el vaso. Roberto dio media vuelta y emprendió el camino de retorno, contando en cada aldea y caserío a su paso lo que vio. El rumor de su regreso se extendió con rapidez entre la gente y el gobierno entró en pánico. Era increíble que la voz de un escritor tuviera tanto poder e hiciera tambalear las bases mismas de la nueva administración, pero, no podían olvidar que fue esa voz la que los movilizó a ellos, la que inflamó las llamas de la libertad en sus corazones y los hizo rebelarse contra el sistema. Y ahora la historia se repetía. De inmediato, ordenaron requisar todos sus libros y prohibieron, so pena de muerte, almacenar, distribuir y vender las obras del revolucionario.

La censura se volvió brutal, pero Roberto decidió usarla a su favor. El día que anunciaron la quema de sus obras en la plaza principal frente al edificio de gobierno, supo que era su oportunidad. Se dejó apresar por la policía en la carretera que llevaba a la capital y tras soportar estoicamente dos días de torturas y vejaciones, lo llevaron al edificio de gobierno. Roberto, con los pies destrozados por los golpes, era incapaz de mantenerse en pie por más de un minutos y los soldados debieron acarrearlo como un saco para lanzarlo a los pies del nuevo y flamante Jefe Supremo de la nación. Gabriel Vallejos, con el pecho cubierto de condecoraciones y medallas, se acercó a paso lento y lo observó desde su altura, sonriendo con sorna.

– Pensé que eras más inteligente, querido Roberto… ¿cómo fue que te dejaste atrapar así, hombre? ¿Tanto tiempo huyendo para caer como un pendejo? – preguntó con voz dulce, girando el rostro con curiosidad. El escritor los evadió por tanto tiempo, ¿por qué de pronto dejó de luchar? Roberto, con un quejido, se movió hasta queda arrodillado y alzó su rostro deformado por los golpes hacia él.  

– Tenía ganas de verte– respondió con voz pastosa, arrastrando las palabras. Era difícil hablar con la boca hinchada y varios dientes menos. Gabriel sonrió más amplio y se inclinó hacia él, apretando su hombro cariñosamente.

–Eres un buen hombre, Roberto. Veo que no olvidaste nuestra amistad– dijo, sonriente. Sus ojos se encontraron y el fuego en la mirada de Roberto lo intimidó por un momento. Se irguió de inmediato, repentinamente nervioso y carraspeó para alejar la molesta sensación. –Debo reconocer que llegaste en el mejor momento. Tengo un regalo para ti –afirmó, antes de girarse a sus hombres. –Cierren la puerta, no quiero que nadie entre…– ordenó. Los soldados se cuadraron y abandonaron la estancia, dejándolos a solas. –Ven, querido amigo. Te mostraré como se quema toda tu inmundicia…

Gabriel se acercó al balcón y Roberto lo siguió a duras penas, quejándose quedito a cada paso. Los soldados apilaron los libros en el centro del zócalo y rociaron la enorme pila con gasolina y otros acelerantes. El joven escritor sintió sus ojos llenarse de lágrimas al ver el fruto de su trabajo a punto de convertirse en ceniza. Ahí estaban sus mejores recuerdos: sus noches en vela, sus días sin sol, la voz de su mujer recordándole que debía comer algo. Empapados en gasolina yacían sus primeros logros, la sonrisa de su madre cuando puso su primera novela en sus manos, los aplausos de la gente que se reunía para escucharlo. Sus sueños, sus ilusiones, sus sonrisas y sus lágrimas… todo estaba a punto de desaparecer para siempre. Dolía, diablos, como dolía. Pero, pronto pasaría. Todo estaba a punto de terminar. Intentó retroceder, pero Gabriel lo cogió por el cabello, obligándolo a mirar mientras los soldados encendían la pira funeraria de los sueños del joven escritor. Un dolor agudo y atroz atravesó su pecho al ver la terrible escena. La unión entre un autor y su obra es como la de un padre con sus hijos: absoluta, eterna, incondicional. Ellos forman parte de él y él de ellos y por eso, cuando sus libros se convirtieron en una pira incandescente, su cuerpo se encendió como una tea.

La rabia hormigueó en la punta de sus dedos y un dolor intenso lo sacudió mientras el fuego lo consumía de dentro hacia afuera. Sus huesos se incendiaron, su carne se incendió, su piel se incendió y entonces, en apenas unos momentos estaba convertido en una antorcha brillante. Gritó, pero no de miedo, ni de dolor. Su grito fue un desafío: un rugido de victoria que se transformó en un río de fuego que envolvió todo a su alrededor en llamas. Gabriel se apartó de él, chillando como un cerdo, horrorizado. La mano que sostenía el cabello del escritor se cubrió de llamas y el fuego, ardiente y voraz, consumió con gula la preciosa tela de su uniforme. El orgulloso jefe supremo se convirtió en un cerillo y se consumió con la misma premura. Su cuerpo, inerte y convertido en carbón, cayó sobre la alfombra abrasada por el fuego y se deshizo en nada. Cenizas.

El fuego se extendió con rapidez por las elegantes cortinas de terciopelo y el papel mural, propagándose en la oficina con la velocidad de un rayo. Roberto se dirigió a la salida y los soldados huyeron al verlo, corriendo por sus vidas. Fue demasiado tarde, sin embargo. El escritor posó su mano en la pared y todo el pasillo ardió en llamas, consumiendo rápidamente a todos quienes se encontraban cerca. Mientras la hoguera ardía afuera, Roberto siguió avanzando, esparciendo la llama de su ira por todas las superficies y convirtiendo el viejo edificio en una pira funeraria de la que nadie pudo escapar. El fuego se extendió por la plaza y los alrededores, por los cuarteles, los tribunales y todos los edificios de gobierno, grandes y pequeños, de cada pueblo y ciudad del país. En cosa de minutos, todo el aparato administrativo, judicial y militar del país se convirtió en cenizas.

La pira infame en la que se quemaban sus libros se extinguió lentamente y las cenizas fueron arrastradas por el viento y Roberto suspiró mientras su piel se tornaba grisácea y dura como una brasa moribunda. Estaba muriendo, sí. Pero, el suyo no fue un sacrificio en vano. Finalmente, todo el fuego que llevaba por dentro cumplió con su misión y le dio una nueva oportunidad al país para comenzar desde cero, para renacer de las cenizas, como un ave fénix. Roberto cerró los ojos y sintió el aroma de su mujer en la amable brisa que barrió con las cenizas, llevándoselas lejos. Cuando las personas se acercaron al edificio, solo encontraron cadáveres calcinados y brasas a medio apagar y ahí, en medio de todo, el último libro de Roberto, abierto en el primer capítulo: Ideales inflamados.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *