Humo de Adviento

Quieran la noche, el día, la tarde reverdecer como océanos de cloruros de magnesio, destelladas sus consciencias en arsénico y apariciones de cadenas de marfil. Ellos edifican al ente que corona, a tu oleaje de dunas, con aroma a oro cenizo.
Tuve muestras de los besos de sus besos sobre mis ojos ciegos, y allí, a la intempérie, y allí, ante la nada celeste, creces con tus miembros pendidos desde lo alto, desde los céfiros con hilos de colores.
Ah, el taladro que arremete sus cráneos de arquitectos, sus rizos de metal herido, succiona la simiente de los árboles, la espuma que modulan las muñecas. Someten a sus circos cósmicos, al todo, a la nada, a los recién nacidos a enaltecer su preñada historia.
Reaparecidos en tus vientres, aparecidos en tus estelas, en el poder y en la destreza, y, con las margaritas tiernas de los sueños que sostuvieron sus pupilas, proyectas las sirenas tatuadas de tus brazos. Reescribes todo.
Tienen los remos entre tus garras de arlequín, payaso coronado, esas melodías potentes y risueñas, a lobeznos de cristal. Magnánimos, repletos de coloridas serpertinas, lamen las heridas de sus montes, en el más gélido olvido.
Ahí y sólo ahí, encuentras la paz, allí sometes al decoro tu atuendo de monarca renuente a sus deseos. Y yo, en este adviento de tu macizo destierro, te rezo entre canciones, y dentro de ti, con prudencia renazco.

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