Quieres escribir, pero el entorno es hostil, incluso este espacio que fuiste creando para ti, primero como oficina alterna, luego como refugio y finalmente como guarida de animal herido, de artista tonto. La casita siempre te pareció muy confortable y fresca casi trepada en el cerro, apenas lejos de todo, breve y anónima. Hoy sin embargo, se siente arrugada y gris, oscura y malhumorada. Inútil para trabajar, dormir, o vivir siquiera. ¿Qué harás? ¿Quejarte como hacen todos? ¿Jugar al héroe y sobreponerte a la hostilidad escribiendo pese a todo a riesgo de hacer las cosas mal? O dejarás de escribir como protesta a tan insensata, manifiesta hostilidad, porque de todas esas formas ellos ganan. ¿Y qué importan ellos al final de cuentas, ni siquiera sabes quiénes son.
Si sabes, pero no te gusta saber que están ahí. Son los que critican, a los que siempre evitaste, los que te borraron de todos los mapas. Desde entonces nadie te llama, excepto las personas que te ayudan con los menesteres domésticos, claro. Y los pocos que aún te dan trabajo. Y tú quedas como alguien sin capacidad, como alguien que sí quería, pero poquito. Como alguien que no pudo, o vamos como alguien que al final no quiso esforzarse por conseguir su meta, como todos esos otros que arriban al llamado éxito solos, destruidos, agrios, deleznables pero respetados y publicitados aunque bien vista y bien leída, su obra sea común, corriente, sosa y plana, ni siquiera decadente o perturbadora.
Así que sales a la calle a perseguir la calma, no te hayas, como dice tu gente, hoy hasta tu persona te es hostil, tu mente iguial, y eso que siempre fuiste tu propio refugio, tu propia casa. Pero ya estás caminando calle abajo para encontrarte con el disparador, a patear la cotidianidad hasta que te devuelva de rebote un severo chispazo. Pero luego de varias calles todo sigue igual.Las musas no están por ningún lado, nadie te susurra al oído una respuesta y entre tu camino y tú, hay una especie de niebla que se alza.
No sabes cómo, pero has entrado a Sandía café, ese local moderno y luminoso lleno de intesos colores y de hombres y mujeres jovencísimos que te miran como quien ha visto un ser de ultratumba. Es un error claro, siempre has aborrecido las franquicias y sus ambientes de hospital, piensas en correr pero te verías más loco aún. Para disimular tu error, te acercas a la barra, pero no reconoces el café arcoiris, ni ese late “trans” que está de promoción, o el cafhelado velvet que todos en la fila antes de ti, pidieron. Así que ordenas un café al que ellos llaman “tradicional”, con la esperanza de recibir un expreso o al menos un americano, mientras recuerdas que ese lugar antes era el penumbroso Café Tartaria, en el que solías trabajar durante horas sin que los dueños, una pareja de apasionados “conspiranoicos”, te molestaran. Lástima que se hayan ido y hayan vendido el local. Parece mentira que el mismo espacio pueda verse tan distinto.
Por supuesto todo es diferente. Busca la mesa más alejada y oscura, si es que eso se puede en un sitio diseñado para que la luz lo inunde, y que además tiene las luces prendidas todo el día. Ya estarás contento ¿no? este lugar es más hostil que tu solitario estudio, al menos allá tienes un desorden a tu gusto. Aquí ni siquiera cabe tu computadora, y para colmo desentona; los chicos y chicas que llegan a este puerto traen consigo esas tabletas plegables cuya capacidad es superior al vejestorio que traes contigo lleno de calcomanías al que llamas Lorelei.
Sentado, olfateas el lugar. Más que a café huele a chicle, a algodón de azúcar, a perfumes femeninos. Los miras, aunque en general han dejado de mirarte. Algunos te observan de cuando en cuando. Los oyes que charlan de intrascendencias que ni siquiera comprendes. No es raro, vives aislado. Hace mucho que no persigues noticias, y no sales. Quizá ya llevas algunos años dedicado a leer, escribir, a corregir, dictaminar, traducir para una o dos editoriales, todo lo olvidas, no guardas archivos más que de tu obra. Sólo la claridad del día y el hambre te indican lo que toca hacer.
Decides ignorar la nueva hostilidad e intentarlo de nuevo. Comienzas a escribir justo donde te quedcaste. No funciona. ¿Y si? Cierras el archivo, llamas una hoja nueva y recomienzas, lo que sea, salga como salga, piensas. Poco a poco le tomas de nuevo sabor a tu narración y alrededor el mundo se evapora. El café se enfría, y decides que se quedará así pues al primer sorbo, su sabor a cartón endulzado no pudo convencerte. Avanzas, tus personajes no están aletargados, tus escenarios se han vuelto sólidos y las acciones fluyen como si lo único que debías hacer era venir a sentarte en este cafecito antinatural poblado de niñas y niños que toman lo que sea en sus vasos, menos un café.
Aporreas el teclado tratando de matar a Joel, el infame perseguidor, o te mueves rápido y silencioso, oprimiendo apenas las teclas, si acompañas en su escape a Brianda, la involuntaria heroína de esa pesadilla que se ha estado cocinando en tu cabeza. Casi lloras mientras describes el dolor de Juanaluz, quien lo ha perdido todo, pero no sabe que ello le dará la libertad para transformarse en lo que siempre soñó. Hablas solo mientras tecleas. Ellos te miran y ni siquiera te das cuenta. Amenazas en voz alta a Dirmiham, el jefe siniestro detrás de toda la historia. Algunos ríen pero no te importa, ni siquiera existen, ignoras los aparatos que te graban y te llevan a las redes con burlas múltiples: #LoquitoenSandíaCafé.
No importa lo que hay alrededor. Has encontrado un filón que no puedes perder. Escribes, corriges, borras páginas enteras y retomas tus pasos, sacas libros de la mochila y los consultas ¡Libros de papel! Ahora sí eres todo un espectáculo, pero no lo sabes. Regresas a tu narración. Sin proponértelo, casi sin quererlo (¿Quién ama un lugar así? ¿Quién pensaría en escribir en semejante tugurio chillón?) tú, que has vencido a la hostilidad.
De pronto, tus ojos transitan desde el desvencijado vecindario situado en ese otro mundo donde eres Dios, hacia una mano delgada y suave que se cuela en tu campo de visión en este otro mundo donde la tarde se hace noche. La mano deja un papel junto a tu última taza vacía, en la inisnuación de que si no vas a consumir nada más, es hora de que te retires. Mientras tu cabeza se muda de ese universo privado de tus letras a este otro para entender qué pasa, tus ojos, aún algo desenfocados, suben por aquel brazo y se detienen en el joven y sonriente rostro de una chica que te mira divertida.
Lo que no sabes, y a lo mejor sabrás o no en algún otro momento, es que tu imagen y un video de tu delirio creativo, recorren la telaraña digital, algunos medios especializados escriben que el ermitaño ha salido de su caverna, otros celebran la “reaparición en público” del poco conocido “escritor de culto” que no sabes que eres, te describen como un mito contemporáneo, cascarrabias, reacio a entrevistas, entregado por completo a leer y escribir que sobrevive apenas en medio del bosque gracias a la generosidad de unos pocos amigos.
Miras alrededor y un fragor de voces y de risas aparece poco a poco en tus oídos. Hay muchos pequeñajos más que antes. Pagas, y te retiras a una noche casi roja. Afuera hay una larga fila que espera por un lugar dentro del café. Caminas un poco a ciegas hacia el centro, aunque querías ir al otro lado para encerrarte de nuevo en tu madriguera, seguramente ya no tan hostil a estas horas. Sientes otra vez los dolores de cabeza, el leve mareo, la hostilidad de las luces en un pueblo que pronto recibirá el título de ciudad.
Ha llovido, hay charcos. Caminas sin evitarlos y sigues de frente hasta la plaza principal, casi vacía. El estómago te recuerda que no probaste bocado, y piensas que debes repostar en alguna parte o regresar a tu guarida a prepararte algo de comer mientras lees alguna cosa. Te quedas parado todo cabello largo y canas, lentes que empiezan a mojarse por la llovizna que regresa. No atinas a decidir, te sientes perdido pensando con lentitud pasmosa qué deberías comer, o dónde o qué deberías hacer, ya sin pensarlo, te sientas precipitadamente en medio de la plaza a menos de diez pasos de un banco. La cosa esa que te brinca a veces en el pecho duele, y sientes que es momento de dormir. Aquí, ahora.
Juan Pablo Picazo. Cuernavaca 1967. Es escritor y periodista. Actualmente es director de Comunicación del Museo Morelense de Arte Contemporáneo Juan Soriano. Ha impartido talleres literarios en diversas instituciones públicas y privadas, y su obra literaria se compone hasta ahora de tres libros individuales, y al menos tres antologías.
Su libro más recientemente publicado es Fraknos y la bruja editado por el sello independiente Lengua de Diablo. Ha sido reportero, corrector de estilo, guionista, productor de radio, articulista, fotógrafo, locutor, y editorialista en diversos periódicos locales. Fue productor del programa Morelos en La Hora Nacional, que se produce desde el Instituto Morelense de Radio y Televisión, y conductor de la revista de difusión cultural y divulgación científica El ojo de la mosca. Trabajó para instancias culturales federales y estatales, y también se ha dedicado a la docencia en universidades privadas, particularmente en temas de comunicación.
Que grata narración, capaz de transportarte hasta el bosque, a Sandía Café y a la plaza principal. Te lleva a compartir olores, sabores, imágenes y murmullos y aún ante la hostilidad concluye con un final feliz.
Felicidades a Juan Pablo Picazón y a Letras Insomnes