La hacienda que dejó mi abuela ya era codiciada por toda la familia desde meses antes de su muerte. Su deterioro era el mayor placer de los buitres de quienes se rodeaba: sus hijas y sus demás nietos, principalmente, aunque por ahí se colaban primos y sobrinos distantes. Sólo había dos personas a quienes mi abuela quería con su corazón: a mi tío I_ y a mí, por supuesto. A diferencia de I_, que era el yerno de mi abuela, esposo de su hija M_, y el resto de la demás basura familiar, yo no deseaba nada de mi abuela. Nunca me llamaron la atención sus riquezas ni nada de lo que tuviera que ofrecerme. La visitaba cada que podía y sabia que mis visitas eran genuinas.
Era un misterio para mí qué era lo que veía mi abuela en I_. No eran un secreto sus múltiples infidelidades, sus ataques hacia mi tía M_ o hacia sus hijos. Durante una de mis espaciadas visitas, caminando por el jardín, le pregunté sin temor:
-Abuela, ¿por qué tienes a I_ en alta estima?
-Ay, hijo… Es el único que me saca.
-Ni que fueras perro, abuela.
Únicamente me dirigió una mirada penetrante. Entendió lo que quise decir con mi último comentario. Su mecanismo de defensa natural fue la ofensa, pero la realidad era que mi abuela no necesitaba a nadie para salir de su casa y disfrutar la vida. A su vez, comprendí que las atenciones de I_ eran algo que nadie le brindaba, ni siquiera yo. Por otro lado, mi abuela me valoraba porque podíamos tener ese tipo de intercambios sinceros, sin ningún tipo de hipocrecías de por medio. Eso no se lo podía ofrecer nadie más.
Éramos vecinos distantes, vivíamos a dos pueblos el uno del otro. Eso se dio por decisión propia, quise alejarme lo antes posible de ese nido de ratas que alguna vez llamé hogar. En cuanto cumplí la edad legal para valerme por mis propios medios, no dudé ni un segundo en alejarme. Mi abuela, siendo mi tutora legal, me ofreció un apoyo inicial para mi nueva vida lejos de ella. Lo rechacé, naturalmente. Sabía con determinación que yo podría mantenerme y continuar con mis estudios. Así fue. Años más tarde pude ver crecido mi patrimonio y vivir una vida campirana llena de paz. Sin quererlo, gané la admiración de mi abuela, ya que logré lo que nadie de su estirpe parásita había hecho sin su ayuda: ser autosuficiente.
Implementé ciertas mejoras progresivas en mis campos, desde la rotación de cultivos y cultivos asociados, hasta innovaciones técnicas como el uso de la fotografía infrarroja o la instalación de sistemas de riego sustentables. Lo más importante, condiciones dignas y cómodas para mis trabajadores. La vida había sido buena conmigo. Las ciento y pico de hectáreas que tengo producen más de lo que me llegué a imaginar. Exportamos a Estados Unidos y Canadá. Hubo una época en que los chinos y hasta unos suecos querían hacer negocios conmigo, pero las condiciones no eran las mejores. Si la tierra se trabaja con amor, los resultados siempre son buenos.
Mientras tanto, las hijas parásito de mi abuela se dedicaron a desfalcar lo que ésta con tantos años de empeño consiguió. Cuando creía que era posible dejarles la administración de sus tierras, optó por salir del retiro y echarse todo al hombro de nueva cuenta. Le hizo bien, por lo menos estaba ocupada en algo. Siempre mantuvo a varias familias, me da coraje hacer el recuento exacto de cuántas, pero así lo quiso ella. Tras varios periodos en los que a los terratenientes de la zona les fue mal, mi abuela pudo prosperar y volver a números verdes en cuestión de pocos años.
Mis primos eran igual de inútiles que sus madres. Con ellos me llevaba bien. De repente hablábamos para cotorrear. Sin embargo, evité cada que podía las convivencias familiares. A pesar de que siempre rechacé las invitaciones, mi abuela nunca dejó de insistir. Era su gran ilusión que me integrara con ella y con su familia basura, algo que no pasó. Ella tenía su carácter y yo el mío. Nunca cedí ante sus dádivas y mucho menos ante sus chantajes. Aún así la iba a ver por lo menos una vez al mes.
Era el mismo cuento cada que iba, que E_ era una pinche huevona, que C_ una buena para nada, que M_ una mezquina miserable. En defensa de ellas, mi abuela siempre fue misógina y recuerdo que día a día se los repetía. En algún momento se la llegaron a creer. Fueron la creación que mi abuela moldeó con sus palabras. A pesar de que quiso más hijos varones, no tenía el corazón para echar a sus hijas de su propiedad. Las amaba, a su manera cruel y retorcida. Los nietos varones tuvimos una suerte distinta. El trato de mi abuela era totalmente opuesto. Y conmigo que fui el único hijo de su único hijo, fue todavía más especial. En fin, había siempre algún tipo de drama anodino con sus hijas.
Yo era niño todavía cuando mi abuela forzó el matrimonio de su hija M_ con I_. Todo a cuenta de un embarazo no deseado. Fue la mayor vergüenza de mi abuela haber visto a su hija en vestido blanco y embarazada. Sus palabras. Vino mi primo D_ y luego otro primo, O_, luego una niña, A_. Pese a la vergüenza interna y a su mente retrógrada, mi abuela encontró lugar en su corazón para todos ellos. Me constaba que los protegía como una verdadera madre. Mi abuela no mantenía propiamente a I_, pero hicieron negocios entre ellos que resultaron en buenos resultados para ambos. Venta de animales hasta donde tengo entendido. Esto continuó varios años hasta la desaparición de I_.
La primera indiscresión de la que me enteré fue que I_ se había metido con una jovencita. Nunca supe si menor o mayor de edad, pero daba igual, el daño estaba hecho y el escándalo llegó hasta oídos del presidente municipal. M_ quiso divorciarse, pero mi abuela no lo permitió. En esa ocasión amenazó con desheredarla si se divorciaba de I_. M_ no tuvo de otra más que aguantar esa infidelidad y otras que le seguían. A veces M_ iba a quedarse a casa de mi abuela por unos días. Mi abuela le llamaba a I_ para que arreglara las cosas con M_, le traía serenta con mariachis, arreglos florales y se la llevaba de vuelta a casa con sus hijos. El ciclo se repetía al cabo de unos meses. Yo no era consciente de la escala de sus trifulcas, hasta el día que vi a una persona que no reconocí merodeando en casa de mi abuela. Parecía Joseph Merrick por las enormes protuberancias faciales que presentaba. Después de echar un buen vistazo, supe que era M_, sólo que con estragos de violencia física y obviamente sin la sensibilidad, el encanto y el gran corazón que tenía Merrick. Aún así, mi abuela nunca dio el visto bueno para la disolución del matrimonio.
En parte, ese avistamiento fue la confirmación para irme de casa de mi abuela cuanto antes. A pesar de que su casa era lo suficientemente grande como para no encontrarnos nunca, sabía que tenía que irme. Yo ocupaba buena parte del ala oeste y vivía soñando con el día en que pudiera trabajar mis propias tierras. A unos meses de cumplir la mayoría de edad, mi abuela me encomendó la administración de un par de sus hectáreas. Al término del ciclo cultivable, hubo un excedente significativo de cosecha. Supe que tenía la preparación suficiente para echarme al ruedo. Nunca compartí mis intenciones con nadie, ni con mi abuela. Mientras se acercaba el fin de la preparatoria me propuso múltiples sociedades. Todas las rechacé.
Con el tiempo se le pasó la amargura por haberme ido de su casa sin previo aviso. Sabía que habría organizado una comida o una despedida formal. Era justo lo que no quería. A mi abuela le agradecí el tiempo que dedicó a mi crianza, pero con sus hijas no quería nada que ver. No teníamos los mismos valores.
Mi abuela tuve que sustituir el tiempo que convivíamos y fue ahí cuando I_ vio una oportunidad de hacerse su nuevo favorito. Le resultó bien a ambas partes. Se forraron de lana y construyeron un vínculo sólido. No era secreto que mi abuela detestaba la compañía femenina, así que le venía bien que I_ la “sacara” a pasear. Yo lo veía como la legitimación de la violencia ejercida contra su hija. Al parecer, M_ lo leyó igual, así que decidió combatir fuego con fuego. Sólo supe de dos hombres con los que se metió, de los que me contó mi abuela. Reaccionó muy tarde, pero luego supe que fue un cálculo teniendo en cuenta la edad y la condición de salud de mi abuela. En efecto, ya estaba muy desmejorada cuando su hija comenzó a manchar de nueva cuenta su honor familiar. A mi abuela le dio igual, ahora lo que cobraba mayor relevancia era su salud.
Cuando se supo que estaba enferma, salieron familiares de todos lados. A mi abuela le gustaba la atención, a pesar de que era mala compañía. Les daba un trato indigno y penoso, pero les prometía una parte de la herencia a cualquiera que la fuera a visitar.
Recibí una llamada en la madrugada. Pensé que era la noticia sobre la muerte de mi abuela. Era mi abuela llamando, así que eso me alivió. Sin embargo, sí hubo una muerte. Encontraron el cadáver de M_ pudriéndose en un río cercano e I_ estaba desaparecido. Mi abuela me rogó que fuera a verla, así que lo hice.
Estaba en su cama cuando llegué. Me pidió que encontrara a I_ y lo trajera al pueblo. Me negué inmediatamente, ése no era problema. No sabía qué más ofrecerme, no sólo que los gastos irían por su cuenta, incluso un salario vitalicio, sus tierras más preciadas. A todo me negué. En ese momento, lloró discretamente. Claramente era un dolor del alma que no podía sanar y tenía que expiarlo. Nunca la había visto así. Le recomendé que fuera a confesarse y que lo haría por ella, con la única condición de que me consiguiera una camioneta nueva. Estaba aliviada y pudo contener el llanto.
Mis primos D_ y O_ decidieron acompañarme, ellos tenían ya rastreado el celular de su papá. Mi pensamiento inicial fue que serían más un estorbo, finalmente, eran los hijos de su madre, no podían negar la cruz de su parroquia. Sus habilidades eran limitadas, por decir lo menos. De eso yo responsabilizo a mi abuela, que siempre les estuvo resolviendo la vida a todos ellos.
Nos encaminamos al norte. Salimos un viernes.
D_ me contó en el camino que su papá tenía una novia canadiense que le instaló quién sabe cuántas aplicaciones de geolocalización y es así como podían saber dónde se encontraba con exactitud. Estaban en un poblado de Texas llamado Edinburg. Nadie objetaba su culpabilidad como el asesino de M_, todos lo dimos por sentado. Guardé silencio por respeto a mis primos. Ellos tampoco dijeron nada al respecto todo el camino. Todos teníamos papeles en regla. Si me preguntaban en la frontera, bien podía decir que iba a ver a un socio comercial que tengo por allá.
Además no había mucho de qué hablar con mis primos, estaban pegados al celular el noventa por ciento del tiempo. Entre la aridez del paisaje y el silencio pensé que me iba a volver loco.
-No traen chofer, cabrones. Cuenten algo.
-Ponte a Peso Pluma, primo.
Sáquense a la chingada. Pobres pendejos. Ahí tomé la determinación de manejar de noche, entré más rápido llegáramos por I_, más rápido me zafaba de este par de ineptos. Pensé que el asesinato de su madre les haría bien. En el sentido de que serían más activos y hacendosos. No porque celebrara o me alegrara de la muerte de su madre rata. Nada de eso.
Cayó la noche y me estaba arrepintiendo de mi decisión. En eso, D_ habló.
-¿Sabías que mi papá violó a O_?
Se me quitó el sueño y se me revolvió el estómago. Vi por el retrovisor. O_ ya estaba dormido.
-No sabía. ¿Y a ti?
-No, a mí no.
No sabía qué decirle a mi primo. Tan sólo ofrecerle la seguridad de que hallaríamos a I_.
-Mi abuela sabía. Nunca dijo nada.
Ahora el que quería guardar silencio era yo. D_ me contó todo. No me atrevo a ponerlo en papel. El terror de lo que escuché me invadió de pies a cabeza. Si bien aquellos familiares nunca fueron santos de mi devoción, tampoco les deseé nunca el tormento que vivieron a lado de I_. En algún punto de la historia, vi por el retrovisor que O_ ya estaba despierto. No dijo nada, sólo se mantuvo atento.
Supe que mi abuela usó a su hija como una ficha para seguir haciendo dinero. Estos pobres diablos no supieron cómo liberarse de I_, ni de mi abuela. Finalmente, también vivían en la comodidad de no hacer nada. Me compadecí de ellos, sin talentos, sin dones, sin carisma, sin gracia, sin voluntad. No tenían nada que aportar al mundo, ni siquiera a ellos mismos. Lo único que podía hacer era hacerlos llegar hasta su padre. Para este momento, I_ se encontraba más al norte, en las afueras de San Antonio. Pensar que todavía tendríamos que atravesar un buen tramo de camino me llenó de una fatiga inmensa. Salimos a estirar las patas y pasar al baño. La frontera estaba cerca.
Tuvimos que comprar un permiso para manejar más allá de 40 km, 6 dólares por cabeza. A pesar de haber ido en los mejores colegios privados, ni siquiera hablaba inglés este par. Tantas limitaciones comenzaban a irritarme, tampoco eran buena compañía de viaje. En fin, el cruce fue rápido. Pasamos una noche en McAllen.
Ya me había olvidado de mi abuela. La historia de mis primos despertó una repulsión que jamás había sentido hacia ella. Nunca me dio la impresión de que fuera de aquellas personas sedientas por dinero. Mientras pensaba en todos los eventos pasados que dieron lugar al momento presente, recibí una llamada. Era el abogado de mi abuela. Había fallecido hace unas horas. El homenaje iba a ser en el pueblo, confirmé que no asistiría. Dejó todo a mi nombre. A sus hijas y a sus nietos no les dejó ni un quinto. Ahora más que nunca, no quería nada de ella. Ni siquiera quería continuar este viaje. Sin embargo, me sentía responsable por mis primos.
Texas es como lo pintan las películas. De repente hay una casa en medio de la nada y el próximo vecino está a cientos de kilómetros. No tener carro aquí es una sentencia de muerte. Lo que no aparece en las películas es el tufo raro a petróleo en el aire. Llega en olas. No tengo idea si sea tóxico, pero no logré acostumbrarme. Nadie de nosotros. Ya en camino les avisé a mis primos sobre la muerte de nuestra abuela.
-Qué bueno», fue lo único que dijo O.
Me sentía igual. No les dije que los dejó en la calle. Algo tendría que hacer por ellos. Todo el papeleo que esperaría al regreso me abrumaba. Sus hijas restantes seguramente algo estarían tramando para quedarse con algo. No me imaginaba su reacción al saber que no les correspondía nada. Francamente no me importaba.
I_ avanzaba más y más al norte. Por más que quería quedarme a recorrer y conocer San Antonio, Austin o Dallas, no quería perder más tiempo. Quería terminar con esto lo más pronto posible. Nos acercábamos cada vez más, pero ya estábamos cansados. Nadie quería parar, ni yo, ni mis primos. Con D_ me turné los últimos tramos, mis piernas me pedían reposo. En Texas todos hablan español, afortunadamente. Cuando tocaba llenar el tanque, D_ y O_ lo hacían sin problemas. Entré en un sueño profundo. Mis primos se detuvieron en una ferretería. Sólo vi que metieron cosas a la cajuela. Cuando desperté, me dijo D_ que estábamos llegando a París, Texas. Como la película. Tenía curiosidad, pero ya sabía la respuesta.
¿Vieron esa película?
-¿Cuál?, dijeron ambos.
Ni sé para qué me molesté. Obviamente no la habían visto. I_ estaba cerca. Nos hospedamos en un motel. Dormí más de 16 horas. Cuando desperté, mis primos no estaban en su cuarto y tampoco la camioneta. Me imaginé que irían a buscar a su padre por su cuenta. Me merecía un buen desayuno, aunque ya pasaba del mediodía.
Extrañaba mis tierras, a mis trabajadores. En México uno no se siente solo nunca a pesar de que esté uno solo. No sé cómo explicarlo. La soledad en esta parte del mundo es muy latente. Definitivamente no extrañaba a mis primos. Me dio gusto que por fin hicieran una cosa por su cuenta. Después de desayunar les llamé, pero no contestaron. O_ me mandó su ubicación. Estaban a unos minutos caminando del diner, como dicen los gringos.
Caminé hasta llegar a su ubicación. Una gasolinería abandonada. Vi la camioneta estacionada, pero no los vi a ellos. Eché un vistazo afuera y nada. Tendrían que estar adentro. No estaban en la construcción principal. Di la vuelta hasta la parte de atrás. Estaban en el baño, dejaron la puerta abierta.
Esta parte es borrosa, porque sólo estuve unos segundos ahí. I_ estaba desnudo y amordazado, atado a una silla. D_ sostenía unas pinzas con lo que parecían ser uñas. O_ tenía un soplete en mano. Había una batería de carro y herramientas desperdigadas. El hedor de la sangre lo impregnaba todo. Fue lo último que vi.
Salí de ahí, sintiéndome mareado y con una sensación de vértigo. Las náuseas y el pavor me invadieron por completo. Tomé aire y me fui al motel. Hice check out y pedí un taxi a Dallas. Compré el primer boleto de avión a México y me olvidé de mis primos, de I_, de mi abuela, de todo. Durante todo el viaje una paranoia me acompañó. ¿La camioneta estaba a mi nombre? No, de mi abuela. Entendía la rabia y el odio de mis primos. No quería interponerme entre ellos y su padre. Como yo veía las cosas, tenían derecho a su venganza. Por otro lado, fue demasiado para mí. Estaba equivocado respecto a ellos, tenían talento para la violencia. ¿Le habrían hecho lo mismo a mi abuela de haber seguido viva? Nunca lo sabré.
Al aterrizar en México, la paranoia desapareció. Me sentía aliviado. No del todo. Había una tormenta en mí que no sabía cómo aplacar. Era mi prima A_, que todavía era muy joven, sin padre, madre, hogar. No podía creer que mi abuela no le haya dejado nada aunque sea a ella. La protegí mediante un fideicomiso. Cuando fuera mayor de edad, podría vivir sin ninguna restricción, con la única condición de que continue sus estudios. El resto de los bienes de mi abuela los liquidé, sus empresas las disolví y las convertí en cooperativas. A mis tías no les di nada.
D_ y O_ nunca salieron de París, Texas. Nadie sabe qué fue de ellos.
En un momento de perfecta lucidez, fui hasta la casa de mi abuela y le prendí fuego. Ver los muros derribarse y el humo ascendiendo apaciguó esta tormenta interna. Con un poco de suerte, el fuego purificaría esa tierra maldita. Mientras mi abuela veía desde el infierno, yo le sonreía a las llamas.

Luis Eugenio Caballero Nava (Ciudad de México, 1992) es guionista, narrador y escritor de ficción breve. Su obra explora la violencia familiar, las heridas emocionales y la belleza oscura que surge de las relaciones humanas marcadas por el rencor y la memoria. Actualmente prepara su primera antología de cuentos.