Gato

Observas a la mosca que está posada en la tostada que dejaste sobre la mesa. Ella se acicala mientras tú estás impávida. Mantienes la mente en blanco y los ojos fijos en su accionar. La mosca, intimidada por tu presencia, se va. Sigues con la mirada su recorrido por el aire. Deberías levantarte de la silla a botar los restos de tu desayuno. El televisor está prendido, pero no tomas atención al programa mañanero. Las noticias son las mismas, solo cambian de personaje y de lugares. Robos y asesinatos. Decadencia y terror.

El pocillo del gato tiene poca comida, él te conoce bien y ya no te insiste para que lo llenes. Sale a cazar pericotes, pero tú no lo sabes. Cuando besas el lugar donde nacen sus bigotes sin querer pruebas del manjar que ha cenado: otro animalito con bigotes.

La mosca regresa. Con movimientos torpes la espantas, sin embargo, ella se burla de ti zumbando cerca de tu nariz. Dudas en comerte la tostada que estuvo bajo sus delicadas patitas negras. Sientes que nada ni nadie te sacará de ese estado de letargo.

Cuentas hasta tres y no te levantas. Tu gato maúlla bajito desperezándose. Bostezas y lo miras. La mosca, por fin, se va. Tomas la tostada y la acercas a tus ojos. Comer o no comer: ese es el dilema. Prefieres evitar el dolor de estómago y la regresas al plato. Estiras los brazos mientras el gato, a duras penas, sube a la silla vacía de al lado. Intentas descifrar el color de sus ojos. A contraluz el arcoíris de su mirada te causa envidia. Pasas la mano por su cabeza. Vas al sofá. Cambias de canal al tiempo que te rascas el mentón. Es tu tercer día de vacaciones y aún faltan doce días más. En tu celular se amontan las llamadas perdidas de tu papá. Quiere verte, salir contigo, saber cómo estás. Lo ignoras siempre.

En la tele no hay nada para ver, aun así, la mantienes prendida. No logras concentrarte en las líneas de tu revista favorita. Esa que compraste el año pasado porque tenía un chisme caliente que a estas alturas ya no importa. No has leído nada desde que entraste a trabajar. Prometiste que lo harías en tus vacaciones. No entiendes de dónde salen esas ganas de no vivir. No es que te quieras matar, sino que nada te parece lo suficientemente bueno para disfrutarlo. Ninguna actividad te da plenitud ni alegría.

El sofá se torna incómodo. El gato sube a tu regazo. Fija sus ojos en ti. Acariciarlo no te da placer como cuando era un cachorrito indefenso. Te levantas. Al gato no le queda de otra que saltar. No tuviste la gentileza de tomarlo en tus manos para bajarlo al suelo o ponerlo a un costado.

Vas a la cocina. Llenas su cuenco y cambias su agua. Viene el peludo tras de ti y espera a que termines. Bebe y maúlla, un maullido triste, tristísimo. Lo miras y tratas de sonreírle, pero no puedes. Llevas la taza a la cocina y la tostada directo a la basura. Buscas el matamoscas y el control remoto. Nada, no quieres hacer nada.

Caminas hacia tu cuarto. La cama está desarreglada y recapacitas si se quedará así. El gato sube y no intentas sacarlo. No te decides si echarte sobre las frazadas desordenadas. Podrías quedarte ahí por horas, eso pasó los dos primeros días de tus grandiosas vacaciones. El celular suena. Debe ser, nuevamente, tu padre. No quieres verlo ni conversar con él. A veces se preocupa demasiado por ti. Eres adulta, no lo necesitas.

Piensas en ducharte. El televisor en la sala sigue prendido. La mosca está escondida en un pliegue de la cortina. El gato empieza a toser sobre la cama. Alzas la voz mencionando su nombre. Piensas que es una bola de pelos que debe expulsar. Se va asustado por tu vozarrón. Buscas una bolsa para recoger lo que vomitará. Tose, tose. El gato tiene sus fauces abiertas. No logra expulsar lo que supones que es. No cierra su mandíbula. Cae. Sus patas se contraen y estiran. Su tórax también se contrae. Estás asustada y te arrodillas. El gato te mira. Sus pupilas se dilatan. Tiembla. Deja de moverse. Lo tomas del pescuezo. Le das palmaditas. El frío de su cuerpo te perturba. Quieres llorar. En la sala retumban los comerciales de productos para bajar de peso. La mosca aguarda y empiezas a llorar desconsoladamente. Levantas al gato que permanece tieso. No sabes qué hacer. Te tomas unos segundos para pensar mientras las lágrimas no dejan de salir. Piensas en tu padre, él podría ayudarte a llevar al gato a emergencias, tal vez no está muerto, tal vez es solo una pesadilla. Buscas tu celular, tus dedos se crispan. Llamas. Suena, suena, suena. Ocupado.

Maldices. Abrazas al gato. Lloras mientras recuerdas que tu padre te regaló el gato cuando eras una niña. Suena el celular. «Papá, se murió Felipe». La cálida voz del hombre te calma.

Vendrá y te abrazará y hará un hoyo en el jardín para Felipe, el gato. Lo sabes muy bien.  Aunque Felipe murió, la depresión no se quedará a vacacionar contigo esta vez.

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