Una de las versiones del Circo Ataide que rondaban por el país, estaba dando funciones en el pueblo por aquellas semanas de abril. Por supuesto, los más interesados eran los niños. Mandaban el carrito del circo por todas las calles con el objetivo de vender la mayor cantidad de boletos. Anunciaban a las jirafas, los tigres de Bengala; los enormes elefantes africanos, la pantera, los monos aulladores y demás espectáculos. Yo compré tres boletos. Uno para mí y otro para mi hermana y mi mamá. Cuando de pronto llegó la noticia… El carrito volvió para anunciar la cancelación de las funciones de esa noche, pues en el Congreso del Estado habían prohibido el uso de animales en el circo. La ley se publicó ese mismo día, después de ser discutida por varios meses. Las ilusiones de niños y las niñas quedaron entumidas repentinamente. Los dueños del Ataide jamás hablaron de un rembolso, por tal motivo, todas las familias que habían adquirido los boletos fueron a quejarse al día siguiente.
La estructura del circo estaba colocada sobre un paraje que conocíamos como La loma, entre la iglesia de San Lucas, patrono del pueblo, y la del Señor del Calvario. Ahí arribamos todos. De pronto, un sujeto vestido con un short rojo, una playera azul sin mangas y un sombrero amarillo, nos dio la noticia. No habría reembolso, pero si una función especial.
Todo el mundo regresó a casa ilusionado. Al menos tendrían una noche más de circo. La función empezaba a las 8:30 pm, era la única programada. Se dieron las cuatro de la tarde y yo ya estaba más que listo. Escuché el carrito de nuevo y salí a la calle, éste iba patrullando una larga caravana que conducía a los animales prohibidos fuera del pueblo. Partían con todas nuestras ganas de verlos actuar, pero mi ánimo no decidió irse con ellos porque la función especial nos esperaba. Después de ver pasar a los animales, oí un grito al fondo de la calle. Era la señora Santillán, al parecer uno de sus hijos había desaparecido. Fue el hijo más pequeño, a veces yo juagaba con él a la pelota, se llamaba Julio y de cariño le decíamos Julito. Tenía el labio leporino y unos ojos claros, como de pescado. No puse demasiada atención en tal circunstancia; pues los adultos se encargaban de las desgracias, los niños de lo demás, como del circo. Uno no podía ayudar en estos casos. Algunas personas se unieron a la policía para buscar a la criatura.
Llegó la hora. Fui con mi madre y mi hermana. Llegamos temprano, éramos los segundos en la fila, nos tocó un buen asiento. El Ataide no era tan grande. Unas butacas de madera incómodas y unas sillas viejas de la cervecería Corona. A nosotros nos tocó en las sillas. Todo comenzó después de llenarse el espacio en su totalidad. Apagaron casi todas las luces, anunciando el inicio próximo. No había querido pensarlo antes, ni un poco, ni por un segundo; pero lo hice. La única luz que se quedó prendida apuntaba hacia nosotros. Un resplandor gigantesco sobre mi cara, vi como alumbraba al frente hasta el polvo de la loma. Pequeñas partículas de tierra flotando y entonces pensé cómo era la vida en un circo, pensé en la inmortalidad … las luces volvieron. Desde la punta más alta de la estructura, a través de un andamio, bajó el tipo de la otra vez. Esta vez con un pantalón y saco negros con una camisa roja y el mismo sombrero y se lo quitó. Yo no podía pensar más que en la inmortalidad, pero no en la de ellos, sino en la que podría otorgarte su propio mundo: donde la muerte construyó el verdadero purgatorio, se enteró de la prohibición y fácilmente al final habría elegido esta carpa. No lo sabía en realidad. Me despreocupé y le robé palomitas a mi hermana.
Aquel hombre se alistó para sacar algo de su sombrero, como el clásico acto. Sin embargo, no sacó un conejo, sino la cabeza decapitada de Julito, la sangre se escurría manchando el famoso sobrero amarillo. Ahí estaba el labio leporino y los ojos claros que resonaban brillantes por la huida de la vida. La gente se levantó del asiento. Todos gritamos ante el ritual inesperado. A un costado mío, apareció un mono aullador, tras de mí, uno igual pero más grande, después, unos cinco tigres de Bengala; un par de leonas por el otro lado, tres jirafas, dos niñas convertidas en elefantes africanos y entonces vi el rostro de un señor al que le salían bigotes, unos profundos ojos amarillos y unos dientes enormes: éste se convirtió en pantera.
El acto final durante la función especial fui yo. El pelo me creció rápidamente sobre todo el cuerpo, me salió una cola larga y peluda, los ojos, las manos: ahora éramos la familia de monos de aulladores. Así, de esta forma, pensé por última vez sobre la inmortalidad que el circo nos dio, posterior al sacrificio. Me di cuenta de que no podías volver a la normalidad, ni mucho menos morir, pues nadie lo hace dentro del purgatorio.
José Arturo Tapia Tamayo nació el 6 de agosto de 1997 en Mazatepec, Morelos, México. Estudió la carrera de Letras Hispánicas en la UAEM, ex alumno de la escuela de Escritores Ricardo Garibay. Publicó una antología llamada “La tierra cuarteada” y otros textos en Colombia, Miami y Nueva York.
El circo me recuerda a mi infancia, pero el final es inesperado. Da un giro muy sorpresivo.