Flat white

El café es un tipo de magia que puedes tomar
Katherynne M. Valente

Llegué a la estación del metro al filo de las 4 p.m., abordé, por fortuna me tocó un asiento vacío. Saqué de mi mochila el Necronomicón, libro de Lovecraft que había comenzado a leer y que pensaba avanzar durante el viaje pero era complicado, distraía mi atención con cada vendedor que abordaba el vagón. Cubrebocas Kn95, los éxitos de Los Tigres del Norte en formato MP3, vendas elásticas reutilizables y hasta un poeta que declamaba a Amado Nervo se interponían entre mi vista y las letras del profeta del horror cósmico. Salí del metro en la estación Allende, caminé por la calle Tacuba con dirección al Museo de la tortura.

Compré mi boleto y aguardé el acceso. Mientras esperaba formado en la fila noté un sugerente olor a rosas. El aroma era agradable, busqué su origen y ahí la vi. Una mujer delgada, tenía puesto un abrigo color café claro y se abrazaba con ambas extremidades; ella es muy friolenta, pensé. Parecía extranjera, en su cara había ausencia de maquillaje, su cabellera lacia y clara le llegaba a los hombros. Nuestras miradas se encontraron un par de veces durante la espera y ambos sonreímos en cada oportunidad.

Nuestro guía se presentó como Éder Robles, profundizaba en las descripciones con interés que por momentos resultaban morbosas. Repetía, una y otra vez, que su especialidad era la Edad Media. La chica de aspecto europeo hizo algunas preguntas sobre ciertos aparatos utilizados por el Vaticano. Nuestro guía, el señor Robles, contestaba con exceso de emoción, me pareció demasiado apasionado por los temas ocultistas. Al final todos agradecimos el recorrido y ella le dejó una generosa propina.

Afuera del museo me atreví a preguntarle su nombre, ella respondió, Patrizia, haciendo un especial énfasis en la penúltima sílaba. Le pregunté su origen y me contó que era italiana, había llegado a México hace un par de semanas para encontrarse con su novio. Aunque hablaba muy bien español, se podía distinguir el acento extranjero en su pronunciación. Le pregunté si conocía el Templo Mayor y me respondió que no, inmediatamente la invité a conocerlo argumentando que era interesante, estaba cerca y que podríamos ir caminando. Ella accedió.

Mientras más platicábamos sobre México y su historia, más cercana sentía a Patricia de mí y de nuestra cultura. Por fortuna el día estuvo nublado y el paseo por el Templo Mayor fue cómodo, salimos de ahí buscando un sitio para seguir conversando. Durante todo el paseo me propuse no preguntarle sobre su novio, aunque tenía muchas ganas de saber si yo podría tener alguna oportunidad. Era una chica increíble, inteligente, guapa y con un auténtico interés por nuestra historia y cultura.

Mientras tomábamos, yo una cerveza y ella un té en la terraza de una librería junto al Templo Mayor me confesó que estudiaba náhuatl. Inició los cursos de la macrolengua precolombina en el año 2020. A través de Facebook se enteró de un curso vía Zoom y fue ahí donde conoció a su novio, me dijo que se llamaba Roberto. No dio muchos detalles y yo tampoco insistí, no quería revelar tan rápido el entusiasmo que me provocaba; aproveché para preguntarle cómo podría encontrarla en la red social. Me contó que se estaba quedando cerca del metro Nativitas en la calle Justina en un AirBnB muy bonito que estaba sobre una cafetería. Supe otras cosas que ahora me resultan irrelevantes, como que a pesar de ser italiana no le gustaba la pizza; la cerveza la prefiere oscura y sólo en verano; es muy friolenta; no toma refresco; no le gusta el sushi ni las ensaladas y nació en una pequeña población llamada San Calogero perteneciente a Calabria, Italia.

Durante todo el paseo ella mantuvo puesto su abrigo, decía sentirse mejor así, yo ya me había quitado la sudadera, el clima era fresco pero la caminata me había hecho entrar en calor, comimos algo y pagamos la cuenta entre los dos. Me ofrecí a acompañarla, ella accedió. Llegamos a la calle de Justina, a un lado de la puerta a su departamento alquilado había una cafetería del mismo nombre que la calle, ella me dijo que el café de ahí era muy bueno, el mejor que había probado en México y mejor que muchos de Europa. Esto lo interpreté como un indirecta para prolongar nuestra charla. Así fue, nos sentamos en una mesa en aquél acogedor sitio, ella pidió un flat white y yo un capuchino, ella no lo endulzó, yo sí. Terminamos la bebida y ella solicitó un expreso, me aconsejó pedir uno, “te dará energía y la vas a necesitar” noté una sutil picardía en su frase.

Bebimos el café. El sol comenzaba a marcharse, su luz naranja acariciaba la cabellera de Patricia como una ola de mar tibia que se resiste a regresar. Seguimos hablando de muchas cosas, entre esas, le conté de mi trabajo como diseñador gráfico, le hablé de mis pasiones: el fútbol y la lectura. Ella me preguntó sobre el libro que tenía en la mochila y le comenté que estaba comenzando el tema del horror cósmico, me alentó a seguirlo, me habló maravillas de H.P. Lovecraft, me apenó un poco no estar a su altura intelectual y eso me cautivó más. El último trago de café resbaló por mi garganta, sentí los granos de azúcar mascabado deslizarse por mi traquea, qué buen café, pensé. Ella me explicó que el azúcar no se debe disolver en la bebida, de hecho me dijo que era mejor no usarla. Mientras me explicaba aproveché una distracción y me atreví a robarle un beso. Sus mejillas se colorearon y su perfume floral se expandió inundando todo co su exquisito aroma. Me invitó a subir al departamento y accedí. Pagué la cuenta y caminamos un par de metros, abrió la puerta de herrería con una llave peculiar de apariencia anticuada. Subimos unas escaleras, en la estancia principal había una mesa con una cafetera y pegada a la pared una estufa y un refrigerador pequeño. La decoración era minimalista y moderna, la temperatura era cálida, de todos lados emanaba un aroma a flores, rosas, por supuesto.

A la izquierda y al fondo se encontraba la cama perfectamente tendida, matrimonial con dos pequeñas mesas de herrería a cada lado. Sobre ambas mesitas una delgada lampara de escritorio. Ella caminó hasta lo que parecía la entrada al baño, se despojó del abrigo y lo colgó en un perchero, entró en el  espacio. Ponte cómodo me dijo. A los pocos minutos salió, se quitó el suéter y en el acto pude ver la turgencia en su blusa. Senos que se oponían a la prisión de la ropa, convencido me lancé a sus labios. Ella rió, decía algunas cosas en italiano, de las que sólo recuerdo: bambino y ragazzo, nos besamos apasionadamente en una nube de aromas florales exquisitos, mis manos desabrocharon su blusa y liberaron de la prisión del sostén a sus frutos rebosantes de vida, los besé mientras ella hundía sus manos en mi cabello, caímos en la cama, nos seguimos besando. Intenté quitarle la falda pero no lo aceptó, me dijo, “es mi turno”, desabrochó mi pantalón y tiró con fuerza sosteniendo con ambas manos los jeans y los calzones, sobra decir que le ayudé un poco, los pantalones cedieron y cayeron al piso. “¿Estás listo?” preguntó. No, no lo estaba, no lo dije, sólo lo pensé. Me sentía en un sueño, su rostro pícaro y curioso, alegre y perverso se aproximó a mi ingle, sentí como fui introducido al calor de su boca, crecí. Sus labios me recorrían de arriba a abajo, con un ritmo similar a la partitura de un antiguo vals, “sei delizioso” dijo. Yo no entendí, de sus labios escurría saliva tibia, ella succionaba con un apetito morboso mezcla de lujuria y pasión, su lengua y labios trabajaban en una coordinación precisa, el ritmo incluía inmersiones profundas que activaban un oculto mecanismo retráctil en mis manos.

Contracciones y espasmos recorrían mi cuerpo, mis párpados se cerraron, nada podría distraerme del elixir del placer, sus manos en mis testículos eran la frontera que terminaba con mis temores y cosquillas, sentí que no podía más. Estaba listo para vaciarme, mi cuerpo comenzaba a reunir fuerzas para el tsunami final. Ella parecía notarlo, balbuceaba palabras distorsionadas, deformadas e incomprensibles, por la presencia extrema de saliva. Creo que decía, espera, resiste, pero yo no pude más, abrí las compuertas de mi esencia salada. En su rostro, mientras se tragaba la espesa concentración de mis raíces, pude ver una sonrisa, me guiñó un ojo. Sacó mi miembro de su boca con dulzura. “Voy a lavarme”, me dijo, yo permanecí fundido con el cosmos en una relajación nunca antes experimentada. Me di cuenta cuando regresó a la cama porque volví a olfatear su aroma a rosas. Me cubrió con una manta, se acostó junto a mí y me perdí en la complicidad de la noche.

Cuando desperté, ella seguía a mi lado. Por la ventana la luz comenzaba a iluminar el departamento. Miré su rostro apacible, hermoso, me sentía enamorado. Despertó, me dijo, “buongiorno”, le di un beso en la frente. Recordé que tenía una junta por Zoom y debía volver a casa por mi computadora. Nos besamos, me pidió que le mandara un inbox cuando estuviera en casa. Me vestí, tomé la mochila y salí del departamento. El frío callejero contrastaba con el cálido y acogedor interior. Sonreí como un estúpido y me fui aprisa. Esa mañana saludé a todas las personas que se atravesaron en mi camino, entré a casa y abrí el computador. La busqué como me dijo en la red social pero no la encontré.

La junta terminó después de dos horas, todos los lunes era lo mismo, revisamos las metas de la semana y los asuntos pendientes. Tomé un vaso con agua y pensé en ducharme. En mi mente y cuerpo conservaba el aroma de su perfume.

El agua caliente cayó por mi piel, el vapor se expandía por cada centímetro del baño, búnker protector del frío de la ciudad. Lavé mi cabello y comencé a pasar el jabón por el resto del cuerpo. El ardor en el pene me hizo encorvarme, se me cayó el jabón, cerré la llave del agua y me inspeccioné el sexo. Noté que diminutas cortadas recorrían el tronco, parecían hechas con una navaja muy fina, simétricas, una tras otra.

Por suerte el glande permanecía intacto. Quise orinar y fue una tortura intentarlo, expulsé con dolor y lágrimas dos o tres chorros diminutos, con cada micción sentí que se me escapaba la vida. Después de unos minutos logré salir del baño.

Me vestí rápidamente, cerré el computador y salí a prisa con dirección a Justina. Por suerte, las heridas en el pene no me lastimaban al caminar. Llegué al café, vi la puerta del departamento cerrada. Daba la impresión de un abandono prolongado. Entré al café y pregunté por Patrizia, la barista me dijo que no la conocía, ante su actitud desinteresada intenté describirla con lujo de detalles, pero fue inútil. Pensé en retirarme de ahí, la confusión y miedo que sentía se manifestaba en mi cuerpo de forma extraña, me atacó un mareo repentino, tomé asiento en una mesa cercana. ¿Le ofrezco un vaso con agua? – dijo la barista. Sí, respondí.

Con permiso, una voz me pedía dejar libre el paso para que su silla de ruedas pudiera pasar. Giré la cabeza, nos vimos de frente, mi rostro debió perturbarlo.

– ¿Así que conociste a Patrizia? – me espetó.
Un nuevo escalofrío recorrió mi cuerpo, no contesté nada.En unos meses te van a diagnosticar carcinoma escamoso y terminarás como yo, orinando en una bolsa – tosió.

– ¡Qué le pasa, viejo loco! ¡váyase a la verga!

– Justo eso – tosió nuevamente.

Me levanté, contuve las ganas de darle un madrazo, pinche viejo metiche, pero ¿cómo sabe de Patrizia? – pensé.Lo que necesito es a un doctor, ¡qué carcinoma ni qué la chingada! – Mientras salía de la cafetería, el viejo me gritó.

Si la vuelves a ver dile que ya conociste a Roberto – tosió.


Foto de EYAD Tariq
https://www.pexels.com/es-es/foto/capuchino-en-taza-de-ceramica-3879495/


1 comentario

  1. Un gusto leerte, amigo. Muy buena historia; juegas con la psicología del lector mientras muestras a un personaje con el que se empatiza desde el principio. Pude sentirme al lado del él, y también pude sentir el cielo al que lo llevas y el luego el infierno al que lo encaminas. Excelente relato.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *