Febrero

Pavel R. Ocampo

En febrero lloran las ratas
su murmullo en los límites del suelo
en los recovecos de la casa
—y chillan, chillan—
entre los arbustos del parque
bajo la coladera y su preso hierro.
Una locura in Crescendo
            que no es plaga.
Lloran y gimen porque recuerdan
Saben del lunes de otra década y aquel llanto primigenio
            la nueva vida de un insensato
amaga la tristeza estas entrañas
que tañen y tañen los días
los monzones anuales de febrero.
Y punza la aguja matutina de sus días,
para recordar las horas vividas
y en consecuencia las que quedan
y se agotan como una nota
            tenida.
Aún después el llanto clama,
los momentos suspensos de la tarde, de la noche y el sueño que despliega de la mente y se distiende. Incierto, falto de límite.
Esta es otra clase de rata.
No hay sonido más triste que el llanto de una rata. Y cuando escuchas la compañía de dos, que se consuelan y luego lloran,
            sólo ahí el sentido.
Y la verdad, no santa, no perpetua, jamás deseada, de que hay más tristeza que la medible, más tristeza que la que cabe en las palabras, más tristezas de las que ya la Tierra. Porque no hay sustantivo tan allegro para llamar a dos ratas que lloran. No hay duda.
Febrero trae lágrimas a ojos de las ratas.
Y gimen.
Y lloran.
Y se consuelan pero siempre lloran.
Y luego es marzo.

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