FCI-67, entre durmientes y decapitados

Una cabeza estalló de improviso a mi lado. Varios de los que corríamos caían de forma repentina. Unos gritaban y otros simplemente se azotaban con las rocas y la tierra levantando más polvo impidiendo que viéramos hacia donde teníamos que llegar. Las balas atravesaban el aire sin piedad. Algunas daban en el blanco. Cientos de cuerpos perforados yacían en el piso, aunque lo peor, no eran las balas de los artilleros, ni tampoco las balas de cañones que desmembraban de tajo hasta siete revolucionarios. No, eso no era lo peor, por eso corríamos, para resguardarnos de lo más atroz de esta guerra. No se dejen atrapar, decían.

Pensamos que todo iba a acabar cuando Diaz fue derrocado, si bien se tranquilizó un poco, el poder todavía seguía corrompiendo las mentes de los más adinerados. Me di cuenta de esto cuando tuve que llevar cargamento y provisiones a Sonora. Ya habíamos oído hablar acerca de los atracos hacia el ferrocarril por parte de los maderistas y otros revolucionarios por lo que, algunos vagones iban ataviados de elementos del ejército, listo para luchar y activar sus cañones contra, se decía, los agresores de la nación. Realmente no sé quienes eran los agresores de la nación, los que peleaban por su tierra o los que defendían su tierra, pero todos se mataban por igual. Me parece que la gente de Diaz se quedó con el pensamiento de superioridad después de haber derrotado a los franceses y utilizaron esa autoridad para masacrar a los obreros en Cananea y Río Blanco por allá de 1906 o 1907, no lo recuerdo bien, pero mi papá era obrero y temíamos por su vida. Este terror se mantuvo durante cuatro años más, hasta que lo atraparon y lo fusilaron en uno de los vagones del tren cerca de Durango. Pero no fue la gente de Diaz quien asesinó a mi padre, no, fue la gente de Madero, Huerta.

Así como mi padre, varios obreros y campesinos fueron asesinados en un periodo de diez días, se realizó una caza de personas dirigida por un tal Victoriano, quesque el general Maderista. Vivimos huyendo y escondiendonos en madrigueras y trincheras donde nos encontrábamos con restos humanos provocados por los enfrentamientos y que solo eran aventados ahí sin ninguna sepultura. Estoy seguro que en las noches veía sus siluetas deambulando, unos corriendo y otros arrastrándose por la arena con los miembros mutilados, los vi estallar en pedazos y otros con los intestinos de fuera tratando de meterlos nuevamente a su panza y, lo que más me asustaba, era el zumbido de las balas, así como  escuchaba sus lamentos y sus gritos de dolor conjugados con los coyotes del desierto.

Fue ahí cuando decidimos levantarnos también, no unirnos a los revolucionarios sino más bien, a vengar la muerte de nuestros familiares. Después de varios días, nuestro grupo ya había crecido a por lo menos sesenta personas. Todos ya teníamos armas las cuales habíamos encontrado entre los restos humanos de ambos bandos. También encontramos dinamita, pólvora, carretas y balas de cañón; equipados, estábamos… ¿comida?… Bueno, comíamos lo mismo que los coyotes y los zopilotes y, alcanzaba para todos.

Fue cerca de La Laguna cuando decidimos atacar las vías del tren, nuestro plan era derribar el puente para dejar a la máquina varada y poder tener el control de esa bestia. Sin embargo, cuando estábamos colocando la dinamita en los soportes del puente un grupo de rebeldes interrumpió nuestro ataque y nos tomaron presos. Teníamos dos opciones, unirnos a estos llamados villistas o terminar fusilados.

No volamos el puente, el otro plan era mejor. Parar el tren y  ocuparlo para la causa. Repartir provisiones y movilizar municiones y alimento a nuestro pueblo. Pero existía un pequeño inconveniente… Había que matar a todos los ocupantes… y hablo de todos.

Te digo que el poder transforma al ser humano, y más si le sumas avaricia, codicia, envidia y esa sed de venganza. En esa ocasión el convoy del tren llevaba un vagón de pasajeros, primera clase, no hubo piedad. Obreros y campesinos arrancaron en carne viva dientes de oro, plata y platino, cadenas, relojes, pulseras, anillos y aretes. Manos, dedos y cabezas mutiladas adornaban el vagón. Todos fueron despojados de su ropa, aun los más pequeños. En mí nació el horror, el asco y el miedo a mis semejantes. Esto no era luchar por la causa. Salí corriendo de ese vagón antes de que me contagiara de más odio.

Fui hacia la locomotora y encañoné al maquinista y los otros dos que alimentaban la caldera con leña para calentar el vapor. En sus ojos pude ver el terror y el miedo a la muerte cercana. Solo les hice un ademán para que salieran del lugar. Obedecieron sin titubear, yo les dí la espalda y el maquinista aprovechó para abalanzarme hacia mí con violencia. Ese día maté al primer hombre en mi vida. Vomité.

Apilamos casi treinta cuerpos de federales y les prendimos fuego cerca de la estación La Loma, los otros trescientos cuarenta y cinco los fuimos tirando durante el trayecto hacia Tamaulipas.

Ese día me convertí en el maquinista oficial del FCI-67. No era algo de lo que me sintiera orgulloso, pero sí me daba un cierto toque de poder. A través de esa máquina ejercí terror a mis enemigos, amigos, a mí mismo. Esa cosa es como el odio, es lento, pesado y parece que no tiene ningún propósito pero, una vez que arranca te das cuenta de todo el poder que puede alcanzar, conjuga más sentimientos como los vagones y los arrastra con él aumentando la velocidad y sin nada que lo pueda detener.

Muchas veces trataron de descarrilarlo, colocando los pesados durmientes sobre las mismas vías. Todo era en vano, nada detenía a esta bestia. Nos atacaron con artillería y caballería, nosotros simplemente seguimos avanzando y disparando desde los vagones observando como los uniformes federales se llenaban de agujeros o se rompían acompañados de un brazo, una pierna o de la mitad del cuerpo. Vimos cuerpos seguir corriendo sin cabeza. A los prisioneros se les despojaba de sus pertenencias y eran fusilados en los vagones finales. Existían vagones que adaptamos para poder exhibir a los federales de mayor rango colgados de altas vigas para que el pueblo pudiera verlos y seguir disparandoles hasta vaciar los cargadores de sus pistolas y escopetas. Los que no portaban arma de fuego, cuando tenían la oportunidad, se subían y arremetían con sus machetes los cuerpos como si fueran piñatas, retando al mismo tiempo a los hacendados, burgueses y la misma iglesia. Otros prisioneros eran utilizados para adornar el faro, el enganche o simplemente el deflector frente de la locomotora, se les amarraba en grupos de dos o los que cupieran y eran los primeros que gozaban del espectáculo cuando arrollamos a sus malditos compañeros federales. Los más fuertes se encargaban de alimentar con carbón a la bestia y, cuando se negaban a realizar el trabajo o simplemente se veían débiles, eran descuartizados en la carbonera y sus cuerpos utilizados para avivar el fuego. ¿has visto como la carne fresca y la grasa provoca un flamazo violento? Nada detiene a la bestia y mucho menos a mí, ¿¡Quién se atreve a derribarme y sacarme de mi camino?¡Nadie!…

Los Federales sabían muy bien que no podían atacar la infraestructura ferroviaria, atrasaría entregas, la movilización de tropas y el abastecimiento de alimentos para su gente. Esa era la órden de Madero. Éramos intocables… pero un día, sucedió… la mano derecha de Madero mordió la misma mano que le daba de comer y probó el sabor de otro tipo de poder.

Tres días después de que nos enteramos que Huerta había mandado a asesinar a Madero, sucedió lo impensable.

Un retén de Federales cerca del cruce de Chihuahua, no parecía peligroso. La locomotora pasó lento junto con la carbonera y otros dos vagones más. La dinamita hizo su función en los vagones de nuestra artillería y la infantería, con eso nos debilitaron de inmediato y los gritos no paraban de escucharse. La segunda explosión nos sacó del riel y volcamos hacia una pequeña barranca. En el aire, solo había una frase…”No se dejen atrapar”.

Salimos despavoridos de la locomotora y ví una cabeza estallar a mi lado. Mi poder se convirtió en miedo y terror. Ya sabía lo que iba a pasar pero no pensé que fuera de esta forma. Nos atraparon.

No sé cuánto tiempo pasó desde mi captura pero sí sé que estoy amarrado sobre las vías del tren. Soy el último de ciento cincuenta y veo como otra locomotora va avanzando lentamente con el silbato a todo lo que da. El sonido estremece mis oídos y la vibración de suelo hace que implore piedad a todos los santos y demonios que conozco mientras las ruedas giran y los durmientes van recibiendo con alegría la sangre de los decapitados.

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