Si te escribo esta carta, es porque es la única forma que tengo de
desahogar mis penas. Sé que nunca la leerás y por obvias razones,
tampoco a nadie se la mostraré. A pesar de todo, siento un gran
dolor de haberte perdido, me quedé sola, sin apoyo para terminar
de criar a nuestros hijos, sin recursos y con un terrible
resentimiento.
Es mejor que te hayas muerto, así puedo fantasear que mi
vida contigo me dejó un recuerdo maravilloso: ahí, tendido en tu
ataúd, cubierto con la Bandera Nacional. Todo un personaje ante
tus amigos y familiares, quienes conmovidos me daban el pésame,
me abrazaban y ofrecían consuelo.
Cuando consigo dormir, sueño que la forma en que me
tratabas era sensacional; aunque sólo sea la ilusión de lo que me
hubiera gustado. Con base en esos sueños, ahora puedo contarles
a todos lo lindo que eras, sin temor a que un día descubrieran la
verdad. No me canso de repetirle a todo el que quiera escuchar, la
forma tan amorosa en que me llamabas, todo lo que me regalabas,
las atenciones que tenías conmigo.
Queda atrás la realidad, las golpizas que me dabas, los malos
tratos, las humillaciones. He olvidado la forma tan soez de dirigirte a mí, y la forma en que ante la gente me tratabas como una princesa,
para después, en la soledad de nuestra casa —porque nunca fue
hogar—, me restregabas el gran favor de “aceptar” a mis amigos y
familiares.
El recuerdo del odio que sentías ante mis padres y hermanos
queda superado por la falsa personalidad que siempre creé para ti.
Para ellos serás siempre un héroe, un marido ejemplar.
¿Y qué decir de los niños? Nuestros pobres hijos que tanto
sufrieron y a quienes siempre me esforcé en convencer que eras un
buen padre, que tu forma de tratarlos a gritos y golpes, como si
también ellos estuvieran a tus órdenes en el ejército, solamente
eran nervios, estrés por el trabajo tan “importante” que tenías, por la responsabilidad, por lo malos que eran todos tus compañeros y el
injusto trato que te daba tu jefe, al no reconocer tus “valiosas”
sugerencias.
Nadie en mi familia podría haber imaginado nunca, que tan
sólo eras un burócrata gris, sin importancia y frustrado por no haber
podido destacar nunca, ni como amigo ni como compañero, mucho
menos como soldado, “salvador de la Patria”.
Pobres de nuestros hijos, vivieron siempre en el terror, con
carencias de lo más elemental y pensando, gracias a mis repetidas
lecciones, que su padre era un genio incomprendido a quien nunca
hizo justicia la revolución; pero ¿cuál revolución? Si tu patriotismo,
que tanto pregonabas, ni siquiera te alcanzó para hacer el servicio
militar. Secreto que no me explico cómo pudiste guardar. Y que
ahora ya no importa, gracias a tu estúpida forma de manejar las
armas y a tu gran descuido para manipularlas.
Ma. Guadalupe Rangel Dávalos.
Nací hace 70 años en la Ciudad de México.
Profesión: Psicóloga y Lic. en Derecho.
Jubilada del DIF Nacional.
Trabajos de Escritura: CUENTOS 1996; UNA HISTORIA COMO TANTAS; ICONOCLASIA; MINIFICCIONES,
CUENTOS Y SORPRESAS
Finalista en el concurso “LA HISTORIA QUE SOÑÉ” convocada por la estación de radio XEW en el año 1976.