Estrellas rojas

Audrey cerró tras de sí con un portazo y dejó la casa a paso rápido en dirección a su auto, decidida a largarse muy lejos. La relación con su esposo llegó a un punto de no retorno y ya estaba cansada. Las promesas de amor que se hicieron el día que dieron el sí frente al altar, parecieron ser arrastradas por el viento; él no las recuerda, tampoco ella. Por mucho que lo intenta, no puede recordar cómo o por qué decidió casarse con Mark: no recuerda qué fue lo que los unió en primer lugar, qué fue lo que vio en él, qué fue lo que la atrajo y eso es aún más doloroso que las discusiones sin sentido y la rutina agobiante. Su vida se ha vuelto un pozo de desesperación y ya no quiere pasar sus días entre gritos y lágrimas. Arrastra tras de sí sus maletas y las puertas del vehículo se abren en forma automática, como siempre. No sin dificultad carga las maletas al compartimiento trasero y rodea el vehículo para abordarlo con un suspiro. Las lágrimas pican tras sus párpados y su garganta se aprieta en un nudo tenso mientras el motor se pone en marcha y la aleja lentamente del que fue su hogar por más de diez años.

Audrey se recuesta en el asiento y cierra los ojos mientras el auto se desliza suavemente por sobre el pavimento imantado, llevándola a su destino sin necesidad de conducir ni dar una orden. Es increíble, piensa, la manera en la que la tecnología evolucionó hasta un punto en el que los automóviles son tan inteligentes que pueden adivinar el rumbo del pasajero solo con leer sus ondas cerebrales, pero no ha encontrado solución para los problemas emocionales que la humanidad ha arrastrado por siglos… ¿Cómo es posible que hayan inventado una maravilla como esa, pero no un método efectivo para curar un corazón roto? El vehículo parece intuir su estado de ánimo y la radio del vehículo se enciende, llenando el espacio con la suave voz de Karen Carpenter. Las lágrimas corren al fin libremente por su rostro y la mujer solloza en el asiento trasero mientras el vehículo avanza sin contratiempos, sumándose a la larga fila del tráfico.

Sus ojos cansados miran sin ver el gris panorama a su alrededor. La crisis climática de los siglos pasados dejó una huella indeleble en el planeta: el cielo es permanentemente gris y nada crece como antes. No hay color en el mundo, solo un gris mustio que ensombrecería el ánimo a cualquiera. Tres siglos antes, los gobiernos se organizaron y destinaron todos los recursos disponibles a la innovación e investigación orientada a asegurar la supervivencia de la raza humana. Los científicos intentaron revertir del todo los niveles de contaminación del aire sin éxito, pero, al menos lograron estabilizar la temperatura de la atmósfera y frenar el derretimiento de los polos. Con eso, compraron el tiempo suficiente para desarrollar herramientas que permitieran la vida humana en el nuevo y deprimente escenario: la gruesa capa de contaminación ambiental evitaba que los rayos del sol hicieran posible la fotosíntesis de las plantas, condenando a las plantas y, por ende, a todas las criaturas vivientes.

Con el fin de evitar el ineludible final, diseñaron y construyeron cientos y cientos de biodomos que simulaban el calor y la luz del sol, posibilitando el cultivo de plantas, la domesticación de animales y la producción de alimentos de forma artificial. Sellaron también las ciudades principales en el interior de las cúpulas, únicos lugares en los que el aire era respirable y la vida sustentable. Se trataba de una solución desesperada, pero, servía y la esperanza retornó a los corazones. Sin embargo, los recursos eran escasos y los espacios reducidos, así que millones de personas fueron condenadas a permanecer fuera de los biodomos, condenándolos a morir de frío y hambre. Los gobiernos se comprometieron a realizar un sorteo para elegir a quienes habitarían las cúpulas, pero, al final, aquellos que tenían el dinero suficiente para invertir en tecnología e investigación fueron los elegidos para los nuevos hábitats. Finalmente, fue la élite (como siempre) la que sobrevivió. Y de aquellos pobres desgraciados, nunca más se supo.

 Los biodomos estaban conectados por carreteras imantadas que permitían el paso de los nuevos automóviles inteligentes. Su mecanismo funcionaba de forma similar al de los trenes de levitación magnética del pasado y la IA integrada en cada vehículo los volvía rápidos, seguros e intuitivos. El pasajero no tenía necesidad de indicar su destino; el auto lo sabía de antemano. En ocasiones, sin embargo, los vehículos terminaban trasladando a sus pasajeros a destinos diferentes a los planeados: se escuchaban historias de personas que terminaron en lugares insospechados, en lugar de la dirección deseada. Pero, en cada ocasión, la impredecibilidad del viaje resultó ser en función del bienestar del pasajero. Muchos conocieron así al amor de su vida, se descubrieron en el lugar y momento indicado para evitar una muerte o ver por última vez a un familiar enfermo.

Por eso, Audrey no se extrañó demasiado cuando el vehículo se desvió de la ruta a la ciudad para internarse por un camino lateral, desconocido para ella. Lo que sí pareció raro fue la enorme cantidad de autos que, como el suyo, se desplazaban raudos por esa olvidada carretera. La mujer se enderezó en el asiento, buscando en las notificaciones de su reloj inteligente las coordenadas a las que se dirigían, pero, no encontró nada. El reloj parecía estar fallando también y solo mostraba una pantalla negra con una frase de fondo en letras verde brillante: “El momento ha llegado”. Pronto se sumaron más y más vehículos y la caravana avanzó por entre las rocas, sin que nadie pudiera detenerla. El auto se sacudió por la accidentada geografía y el miedo comenzó a colarse bajo su piel. Audrey, inquieta y alarmada, se movió al asiento del conductor y se aferró al volante, intentando retomar el control de la máquina.

Los autos tenían integrado un mecanismo de seguridad manual que permitía a los usuarios recuperar el control ante una emergencia. Pero, ni el volante ni los pedales respondían a sus intentos por recuperar el mando y la sensación de miedo e inquietud se hizo más intensa, reptando lentamente por sus venas como una serpiente venenosa. Agitada, se volvió a ambos costados encontrándose con los rostros de los ocupantes de los otros vehículos que demostraban el mismo temor. El pánico sustituyó al miedo y el ritmo de su corazón se aceleró a tal punto que el aire comenzó a hacerse escaso y las paredes del auto se cerraron sobre ella, ahogándola. Audrey, en plena crisis de pánico, intentó abrir la puerta, jalando la palanca y empujando la hoja sin éxito. No sabía qué pasaba, adonde la llevaban o por qué el auto parecía haber cobrado vida propia.

Lo que sí sabía era que quería salir de ahí. Pasaron los minutos y luego las horas y ellos seguían moviéndose invariablemente hacia la nada. La caravana se internaba cada vez más en el desierto que alguna vez ocupó la ciudad de Nueva York, un sitio tenebroso y prohibido para los sobrevivientes. Se contaban historias truculentas sobre los últimos reductos humanos de la ciudad; grupos caníbales que acosaban los domos y que incluso lograron entrar a uno, acabando con todos sus habitantes. La noche cayó y la oscuridad los envolvió, volviendo el ambiente aún más tenso, claustrofóbico y desesperante. Audrey se abrazó a sí misma, intentando entrar en calor. Su ropa estaba empapada por el sudor frío que cubría sus sienes y empapaba su blusa, pegándola a su piel. Con cada minuto que pasaba la sensación que un peligro inminente se cernía sobre ella, sin que pudiera precisar qué era o de donde provenía, se hacía más intensa y los pensamientos catastróficos no la dejaban razonar con claridad.

De pronto, su reloj, su teléfono y el panel de control del auto comenzaron a emitir un agudo pitido que estuvo a punto de romper sus tímpanos. La mujer se cubrió los oídos con las manos y apretó los párpados, pidiendo a gritos que se detuvieran. El sonido se extendió por lo que pareció una eternidad y luego, terminó tan abruptamente como empezó. Cuando abrió los ojos de nuevo, se encontró con un montón de ojos rojos y luminosos como estrellas que se asomaban por las ventanas, mirándola con fijeza. Su corazón saltó un latido, mientras su cerebro intentaba descifrar quiénes o qué eran esas cosas. Sus rostros alargados, pálidos y cenicientos, sin nariz ni boca parecían sacados de una pesadilla o de la imaginación de un loco. Audrey gritó y retrocedió, dejándose caer sobre el piso del auto, intentando alejarse de esas miradas vacías que calaban hasta lo más profundo de su alma. 

Temblando, se abrazó a sí misma, intentando hacerse muy pequeña, volverse invisible de algún modo. Pero, era imposible. Los ojos la seguían, la estudiaban, la medían. La mujer sollozó, soltando un nuevo grito cuando una decena de manos pálidas y de dedos largos se apoyaron sobre los cristales, dejando marcas de humedad y mostrando las muescas semejantes a bocas que cubrían sus palmas. Las bocas se abrían y se cerraban, mostrando una lengua negra como la noche que se deslizaba por los cristales, como si quisieran probarla. Y Audrey estaba segura que eso era lo que buscaban. En ese momento, el pitido volvió a sonar y una luz potente y apareció en el cielo, lastimando sus ojos. Una figura tan grotesca y espantosa como las demás, apareció en medio de las dunas que cubrían la ciudad muerta y la mirada de las criaturas se desvió hacia la misteriosa figura que alzó las manos al cielo, atrayendo también la atención de los miles que observaban la escena, confundidos y horrorizados.  

– El momento ha llegado, hermanos y hermanas– exclamó una potente voz, sonando dentro de su cerebro– Ellos nos condenaron por generaciones a vivir en la oscuridad y la miseria, a comer sus desperdicios, a vivir a la sombra de su prosperidad, ignorados y humillados. Pero, ya no más.

¡Ya no más! – respondió un coro de voces en su cabeza.

– Ha llegado el momento de recuperar lo que es nuestro. Ya no más ocultarnos en la oscuridad– exclamó y las voces volvieron a corear.

¡Ya no más! – volvieron a gritar, cada vez más exaltadas, como si estuviesen entrando en una especie de trance.

– Ya no más dolor– gritó y las criaturas patearon el suelo, golpeando la carrocería de los autos con sus puños.

¡Ya no más! – gritaron en su mente, enviando un ramalazo de dolor por todo su cuerpo.  

–Ya no volverán a humillarnos con su tecnología superior y sus inventos maravillosos. Por fin hemos logrado que su preciosa tecnología se vuelva en su contra y ha llegado el momento de mostrarnos a la luz y demostrarles que nosotros heredaremos la tierra…– sentenció, mirando con alegre malicia en dirección a los vehículos que parecían esperar pacientemente.

¡Nosotros heredaremos la tierra! – respondieron y entonces, la mujer notó la pequeña cruz de plata colgando del cuello de una de las criaturas, la pulsera de cuentas que llevaba otra y los restos de una camiseta con un desvaído I love New York cubriendo la desnudez de la que se encontraba más cerca de su auto. Sus ojos se abrieron con horror al comprender que esas “cosas” no eran más que los humanos abandonados fuera de los domos por sus antepasados.

– Ya no más hambre…– afirmó de nuevo la voz y un montón de ojos rojos, brillantes como estrellas cayeron sobre ella. Audrey tembló. Era la hora de la cena.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *