Este eterno y frío invierno

un cœur gelé est tre fragile…

A través de la ventana de doble vidrio se alcanza a ver esa blancura sin fin, solo interrumpida por los oscuros y delgados troncos de árboles, que como agujas atraviesan la nieve. Más allá, se alcanzan a ver algunas casas semisumergidas y cubiertas por la nieve, botes de basura y otros objetos enterrados. Hace mucho frio, quizá menos 21 grados Celsius. Al interior eso no se percibe, pues el clima acondicionado mantiene la habitación como a 20 grados centígrados, día y noche.

El invierno es largo y pasmoso, se extiende desde finales de octubre hasta ya bien avanzado marzo, cuando empieza el proceso de descongelación en Canadá, particularmente aquí, en la zona de Quebec. El frio puede ser vigorizante, pero también me deprime. Hace falta comer mucho para mantener la temperatura corporal y aún un exceso para la gula que causa este encierro artificial. A ratos se sueltan vientos que ululando recorren las calles, tirando nieve que en días pasados se había acumulado en árboles y construcciones. Miro al exterior y me pierdo en el blanco. Como en esos nuevos pizarrones que no necesitan gises pues en ellos se escribe sobre una superficie plástica blanca con plumones de colores.

Cuando era pequeña los pizarrones eran verdes y estaban un poco despellejados y agrietados. En las primarias pobres como la mía, los pizarrones los improvisaban comprando una pintura especial y pintando las paredes. Los maestros escribían o dibujaban en ellos, hasta llenarlos por completo y entonces, al acabar la clase, pedían a alguien borrarlos, para dejarlos limpios para el día siguiente. A mí me encantaba hacerlo. Teníamos dos borradores oscuros y viejos, por lo que yo borraba el pizarrón a dos manos, haciendo movimientos circulares y contrarios. Al final, había que salir, al pasillo a golpearlos contra la pared o entre ellos mismos, para eliminar el exceso de tiza. Me encantaba ese proceso, aunque aspiraba un poco del polvo y me hacía toser. Regresaba feliz al salón para decirle a la maestra: “Ya están limpios” y ver su cara de aprobación. Siempre necesité de la aprobación de todos, desde niña.

       Regreso a lo mío, que es seguir escribiendo esta tesis que parece no tener fin. En la computadora tengo abierto un documento que aún está en blanco, a excepción de un título que dice: “Resultados y discusión”, y nada más. ¿Qué hay más difícil que romper esa blancura de la página? Hacer la introducción, los antecedentes y la metodología del trabajo no fue tan difícil, pues mucho de lo que se escribí lo extraje de artículos, de otras tesis y de la libreta de notas, donde previamente redacté todas las técnicas analíticas y experimentales que usé en el proyecto. Todo me distrae del mi cometido y debería aprovechar que es domingo para avanzar mucho.

Tengo frio, así que voy a checar el control de la temperatura en la pared y decido aumentar dos grados centígrados. Regreso a escribir, hago unas líneas, pero no me convencen, salvo el documento y me vuelvo a parar de la mesa. Decido leer un poco más. Soy rápida leyendo. Cuando estaba en tercer o cuarto grado, nos enseñaron técnicas para leer eficientemente. Lectura rápida se llamaba, todos los días nos ejercitábamos leyendo un texto que la maestra seleccionaba. Pasábamos cada tanto, uno a uno a leer frente a ella, en un texto al que había puesto pequeños numeritos cada 10 palabras. Así, nos hacía leer doscientas palabras y calculaba rápidamente la velocidad de lectura. Yo era buena, el promedio del grupo era 75 palabras por minuto, aunque algunos estaban por debajo de ese nivel. Yo leía 120 palabras en ese tiempo.

        Así se pasan los días, escribo un poco, leo y suspendo. No puedo salir mucho a la calle, por las temperaturas. Es todo un proceso, vestirse y desvestirse al llegar a la universidad o a un restaurant o cualquier sitio climatizado. Hay que desvestirse de esas ropas y dejarlas por ahí, colgadas. Al acabar el día de trabajo o la comida o reunión, hay que vestirse de nuevo para salir.

Llegué a Quebec a principios de septiembre, cuando ya hacía mucho frío, pero aún no empezaban las nevadas, los bosques y parques eran una mezcla de ocres, verdes y rojos. Así empecé la maestría en recursos naturales, en la universidad local. Ya han pasado dos años y, por ende, dos inviernos tremendos. Acabe los créditos y ahora solo me falta concluir la tesis y presentar el examen de grado. Así de fácil lo digo: “solo eso”. Debo concentrarme y acabar esto. Debo volver a México y buscar trabajo, aunque sé que está muy difícil la cosa allá.

Cuando niña, todo era tan fácil. Mi única preocupación era sacar buenas notas y portarme bien. Mi papa ya no estaba en casa, pero le daba dinero a mamá para ambas. Ella me cuidaba y me alentaba mucho. Me dijo más de una vez: “Como mujeres la cosa es más difícil, a menos que quieras solo casarte y depender de un hombre. La otra opción es que estudies, tengas tu independencia económica y entonces decidas si quieres estar sola o acompañada”. Nunca lo olvidaré y toda mi vida esa ha sido mi guía. Fui una niña un poco sola, porque no me importaba tanto jugar o hacer amigos, solo ser la mejor y que me quisieran por ello.

Llegué a Quebec llena de esperanzas, después de un difícil proceso de aceptación en la Universidad, y sobre todo de mi tutor, quien no recibe alumnos que no tengan excelentes calificaciones previas y haga una buena carta de motivos para hacer la maestría en su grupo.  Aquí hay mucha competencia, chicos de muchos países vienen aquí intentando sacar un grado y publicar lo más posible antes de regresar a sus países. Si participé un poco de las actividades del grupo, porque no es posible aislarse totalmente. Ir a las reuniones académicas y a algunas comidas y salidas en grupo, es lo mínimo que se puede hacer acá, si no quieres ser amonestada. Hice solo una amiga, que es química igual que yo y viene de Venezuela, se llama Gabriela.

Con Gabriela he salido un poco, sobre todo al principio cuando cualquier salida era novedad, al centro, al Chateau Frontenac, al Paseo Dufferin, a las cataratas de Chute-Montmorency y al viejo Quebec, entre otros. Después, las materias y las muchas horas que debemos estar en el laboratorio nos quitaron las oportunidades de pasear. Ambas vivimos cerca de la Universidad, así que podemos ir y venir caminando de casa a la Uni.   

Yo estudie la primaria en Toluca, que es una ciudad bastante fría, cercana al Nevado, pero nada se compara con las temperaturas que se alcanzan acá. Recuerdo que mi mamá compró un calentador eléctrico cuando yo era pequeña. Lo ponían todos los inviernos en el cuarto, para que subiera un poco la temperatura y pudiéramos dormir bien. Yo me sentaba en el suelo frente al calentador y admiraba esa imagen naranja intenso de resortes concéntricos, que prodigaban luz y calor. Cuando mamá me veía hacerlo, inmediatamente me decía: “Niña, quítate de ahí que te va a hacer mal”.

La secundaria fue la etapa más bonita para mí. Ahí empezamos a tener materias diferentes con distintos maestros y ya nos sentíamos muy grandes e independientes. Usábamos jumpers de color rosa en primero, azul en segundo y guinda en tercero. Los chicos usaban uniforme color caqui con charreteras de esos mismos colores. Desde esa época me gustaron las ciencias naturales, la química, la biología y la ecología… Tuve muy buenos maestros y fui una excelente alumna, con los mejores promedios cada año, pero era un poco solitaria, no era precisamente la más popular por ser medio nerd.

Mi mamá fue siempre mi mejor amiga. A ella le contaba todo lo que pasaba en mi día, mis problemas, mis emociones y a veces mi tristeza. Esa tristeza que como que se instala dentro de ti y brota de vez en vez, si la dejas. Ella siempre me consoló y me animó, de alguna manera soy todo lo que ella ha hecho de mí. No tuve novio ni pretendientes en esa época, a pesar de que muchas de mis compañeras ya tenían pareja y salían al cine o a las reuniones con ellos. Yo siempre me quedaba en casa estudiando o ayudando a mamá con los quehaceres.  

       Vuelvo a sentarme a la mesa frente a la computadora, pero no me concentro. Solo miro a través de la ventana ese blanco casi azuloso que no termina. Blanco, frio, interminable. Imagino que de alguna manera mi vida ha sido así, ahora que estoy lejos de casa y de mi mama lo siento más. No soy muy sociable en sí y el clima de buena parte del año no se presta tampoco. Sé de compañeros que al primero y segundo semestre se deprimieron mucho y hasta alguno suspendió y regreso a casa.

No es fácil… creo que lo es menos para los latinoamericanos que venimos de países tropicales o subtropicales, acostumbrados al buen clima al ambiente fiestero, a la familia unida, al baile, a las bebidas y comidas regionales. Acá llegas y hay mucha presión, mucha competitividad y poca diversión. Me llama la atención que todos usan chamarras y guantes verde limón, rosas, azules celestes, naranjas muy vivos, para alegrarse un poco la vista. El primer invierno fue muy triste para mí. Sobre todo, cuando llegaron las posadas y los días de navidad y año nuevo. En casa siempre la pasábamos bien, con la familia, comiendo y divirtiéndonos. Haciendo posadas con ponche y piñatas, reglándonos cualquier cosa entre nosotros, saliendo a veces al zócalo a ver las iluminaciones, las exposiciones de nacimientos, comiendo buñuelos con café y otras cosas deliciosas. En México no se trata de tener dinero, sino ánimo para celebrar. En esos días le hablé a mamá y platicamos un rato por teléfono. Lloramos un poco las dos, pero ella fue la más fuerte y me dijo: “Cinthia, ya pasó lo más difícil, aguanta y lograrás lo que tanto has querido”.

Ya que no avanzo en el escrito, cierro la página de la computadora y me dispongo a salir. Empiezo el rito: ponerme sweater, chamarra, botas, la bufanda, el gorro y los guantes. Tomo una bolsa de compras verde y salgo del departamento. Afuera el sol brilla. Las reglas aquí son un poco contradictorias: si hace sol, hará frio, si está nublado no tanto, si nieva no hará mucho frio, pero después de nevar, un poco más. Hay caminos que seguir entre el blanco de la nieve, uno es ancho para los autos, a veces, los ciclistas tienen un carril más estrecho. Finalmente, para caminar hay uno más angostito. Todos se tienen que limpiar día a día. La máquina que limpia riega sal y a veces una como grava pequeña y oscura. La sal es para que no deshiele y se formen costras resbalosas, la grava no sé qué función tiene. ¿Cuánto gastará la municipalidad en esos trabajos día a día? Sigo caminando a veces a tumbos hasta el supermercado que me queda más cerca y compro lo básico: pan, leche, mermelada, huevos, unos plátanos poco atractivos, unos muffins de arándano y ya. Pago, guardo todo en mi bolsa y desando el camino, hasta mi departamentito.

Por el camino recuerdo los sábados en el mercado central de Toluca, con mi mama y una canasta tejida preciosa. Ahí poníamos las frutas, las verduras, los paquetes de carne envueltos en papel estraza, la cajita de crema cubierta por un papel que se ajustaba con una liga, las tortillas de mano, un pedazo de longaniza envuelto en una hoja de plátano… Ahora he oído la frase que dice: “cuando niños éramos muy felices, pero no lo sabíamos”, de adulto extrañas toda esa vida simple y gratuita. Es cierto, no sabía que era tan feliz entonces. Ese mercado se cerró años después y ahí se instaló el jardín botánico-Cosmovitral. El mercado se fue lejos del centro, donde después se edificó la nueva terminal de camiones. Toluca ha cambiado mucho, mamá aún vive en zona del centro, no muy lejos de la Alameda.

Regreso a casa y dejo las cosas en la mesa para poder desvestirme y sentir la agradable temperatura del departamento. A veces sudas cuando sales muy arropado, aun cuando por fuera el frio arrecia. Guardo las cosas y me doy cuenta de la hora: son las doce y media y ya sería bueno comer el lunch.

Gabriela me ha platicado un poco de su vida, en Maracaibo, la ciudad de donde viene, la gente es muy bullanguera. Comen mucho arroz con cerdo y mucho plátano, además de las infaltables arepas, que se hacen con una harina especial de maíz que acompañan todos sus platillos. También me ha contado del Lago de Maracaibo y sus alrededores, ella es muy católica, ferviente seguidora de la virgencita de Chiquinquirà. Algunas tardes frías que estamos en paz, platicando en su departamento también me cuenta de su familia y de sus novios.

Es muy noviera, ha salido con uno y otro; blancos, morenos y negros, ups afrodescendientes, como se les debe decir ahora. Ella tiene un gran corazón y además de ser una buena hija y excelente estudiante, se ha dado tiempo para fiestas, comidas, amigos y novios. Admiro eso de ella, quizás porque yo no he podido hacerlo. En algún momento tomé una decisión y dejé fuera las amistades y los novios.

Pase la tarde dando vueltas sin avanzar nada. Aquí anochece a las 4.30 en invierno, así que el día es brevísimo. Me eché a ver TV un rato y después leí. Lavé ropa e hice otros quehaceres menores. Me acosté temprano a dormir, ya mañana será otro día. Por la noche me vino a la mente el tema de las parejas y los amigos. No debería de ser tan cerrada. Sé que tengo metas muy altas en la vida y no puedo fallarme, ni puedo fallarle a mamá, pero al final me siento sola, todo es tan frío. No podía dormir. Daba vueltas y vueltas pensando en lo mismo. ¿Estaré sola toda la vida? ¿Triunfar como profesionista tiene ese precio? No debería…Recordé a algunos chicos que intentaron pretenderme en la prepa y en la carrera. A todos los alejé, los decepcioné, los ahuyenté. ¿Me siento feliz por eso? No, definitivamente no. Pero tenía que hacerlo. Quizás no merezco ser querida, no merezco una persona que se acerque a mí y me ame. Quizá no lo merezco para nada. Estoy muy sola, eso es definitivo.

Hoy es lunes, así que me levanté temprano, me bañé y después de desayunar emprendo el camino a la Uni, a pie como siempre. Llego temprano al laboratorio y no hay nadie, más que el técnico que siempre llega temprano a preparar materiales y la señora de la limpieza que limpia los pisos y las mesas: “Salut, bonjour madeimoselle, bonjour madame”. Poco a poco van llegando los compañeros de maestría, los de doctorado suelen llegar al final. Gabriela llega sonriente y con la cara iluminada: “Tengo algo que contarte”, me dice a bocajarro, “Cuéntamelo todo”, le contesto y nos vamos juntas al pasillo. “Hablé ayer con Edson, quiere que nos casemos en cuanto regrese a Maracaibo”. Me quedo sorprendida, trato de esbozar una sonrisa y digo: “Felicidades amiga”, pero creo que no sueno muy convincente. “ ¡Qué chévere!, me voy a casar, ¿te imaginas eso?”. Creo que no puedo ni imaginarlo. Nunca me he visto en ese momento, comprometida a casarme con alguien. Me alegro por Gabriela, me duele por mí. “ ¡Qué vaina!” dice ella y desaparece por el pasillo, radiante. Yo me regreso a mi mesa en el laboratorio. Tengo que seguir descartando material, limpiando un poco mi lugar, tirando cosas que no sirven y regresando frascos al almacén de reactivos.

El día se pasa muy rápido. Almorcé sola y me salí del laboratorio a las 4.50 pm. Afuera ya está oscuro y hay una pequeña tormenta, nieva con mucho viento. Hay que caminar despacio y seguro por la vereda, pues se corre el riego de resbalar y caer por allí. Me siento un poco embotada, como si la noticia de la boda de Gabriela me dejara con un gran vacío. Es mi amiga y hemos convivido estos dos años, como latinas nos hemos hecho cómplices rápidamente, pero no es mi amiga de toda la vida. Llego a casa y me tiro en la cama, prendo la TV y pongo cualquier canal en francés. Hasta las películas americanas están dobladas, no se usan los subtítulos aquí.         

Me acuesto a dormir temprano y estoy segura de que inmediatamente me duermo y empiezo a soñar. El tiempo del sueño es impreciso, pero soy una niña pequeña y estamos en Toluca, mi mamá, mis tíos, mis primos y yo vamos juntos al Alfeñique en los Portales del centro. Todos los pasillos llenos de puestos de dulces, calaveritas, borreguitos de todos los materiales: de azúcar, de jamoncillo, de ate, de barro y de cerámica. Todo está adornado con luces, huele a dulce, a humo y a canela. Venden mucha comida y bebidas, entre ellos tepache y atole. La gente va y viene, hay mucha fiesta. Yo voy de la mano de mi mama y me trato de zafar de su mano. Mis primos que son un poco mayores juguetean libres, se adelantan y se atrasan. Yo quiero jugar con ellos, pero la mano de mamá me agarra fuerte. Los adultos hablan y ríen entre sí, entonces deslizo mi mano rápidamente y me libero. Echo a correr por los pasillos, entre la gente que me esquiva, corro y corro. Solo veo la cara de mamá, que preocupada e incrédula grita mi nombre: “Cinthia, Cinthiaaaa”. No me detengo, sigo corriendo por los portales hasta que llego a un cruce y ya no soy una niña, sino una adulta, así que espero el verde del semáforo y cruzo. Sigo corriendo sin voltear atrás y no me detengo por nada. Despierto sofocada y me quedo viendo el techo en la oscuridad. No prendo la luz, pero no quiero cerrarlos ojos por no volver al sueño, que me angustió tanto. Vuelvo a dormir después.

A la mañana siguiente me siento mejor, aunque no he olvidado el sueño, ni la sensación que me dejó la noticia de la boda de Gabriela. Me baño, desayuno y me quedo sentada en la silla sin cometido alguno. Miro por la ventana y solo veo ese mar blanco, frio e interminable. Cuando me doy cuenta, estoy llorando, lloro sin parar y sin saber por qué. Lloro por mí y por mi mamá, porque estoy sola y porque así seguiré. Lloro sin ninguna intención de detenerme…

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