Escribir desde la herida

I.

¿Qué destino tendrían tantas almas si les fuera negada la posibilidad de expresarse mediante la escritura? Una herida que respira, con voz, con tono, con poder; eso es la palabra escrita. Una grieta por donde el mundo se cuela con su eco de sombras, de infancia clandestina ante ejercicios de paternidad y maternidad violentos, ausentes, intermitentes y confusos; con la memoria rota y su silencio aprendido. Escribo desde ahí: desde el abismo que gotea en cada verso, desde la pertenencia que busco incluso en la desolación. Como si el lenguaje fuera mi único pasaporte para quedarme, para no volverme un exiliado de mi propio cuerpo. Escribo con la certeza de que cada letra es materia de edificación para un refugio, en dónde hay libertad y un anhelo constante de autodescubrimiento, de sanación, pero sobre todo de purificación. Escribo desde la ironía de la existencia que no se detiene a respirar, a dar un momento de tranquilidad sino al contrario va acumulando experiencias cargadas de exigencias, de movimiento, de resoluciones y con ello abrir capitulo a lo que sigue; no hay experiencia que sea única y por la que la vida se detenga a preguntar la conclusión de la misma, por el contrario ya tiene tocando en la puerta algo nuevo, un corazón roto, la muerte de algo o alguien, las deudas que crecen, guerras que estallan tanto adentro como afuera.

Desde que descubrí la voz de Alejandra Pizarnik, su “Mucho más allá” me susurró algo que me había dolido mucho antes de saberlo nombrar: que el deseo de pertenecer a veces nos lanza al borde, a ese sitio donde el amor duele, pero también justifica. Me escribo y reescribo desde ahí. Con esa estética que sangra, que embellece la herida sin negarla, sin cubrirla. Con la violencia como paisaje interior, no como discurso de poder, sino como el lamento que nace en lo más hondo del deseo y la orfandad. Me escribo desde el otro lado de la noche, en donde cada ejercicio de escritura es una invitación a extraer la locura, la desesperanza, el dolor y el miedo que impregna mi existir. Por mucho tiempo guardé silencio creyendo que ese era el lugar que me correspondía, un silencio expansivo que lo único que hacía era comprimir emociones, experiencias, vivencias y la traducción del ser. Me negué a mí mismo desde ese lugar que yo creé con la idea de que podría entonces alcanzar la promesa de una tierra fértil, de un espacio de contención tan amoroso que me desintegraría para dejar de sobrevivir y volverme uno con la vida.

II.

Mi escritura es un cuerpo: tenso, vulnerable, desbordado. Un cuerpo que ama y que tiembla. Que se resiste al mandato de ser claro, masculino, correcto. Porque lo correcto es la trampa del sistema. Lo lícito, lo que “debería ser”, lo que encaja, no me interesa y aunque soy consciente del trabajo arduo que hice por años para sostener una máscara, ya no me sostiene ni me quedan fuerza para mantenerla intacta como medio de expresión. Yo quiero hablar desde lo que se agrieta, desde el aroma a sangre que emana de las venas abiertas para dejar respirar el dolor. Desde el silencio que no fue elegido, sino ejercicio de sometimiento a la rebeldía que exigía voz. Desde la mirada torcida, la que fue negada por no ser suficiente, por no encajar en el canon. Desde los juicios acumulados sobre el concepto que me otorgó una definición ante el mundo, donde cada juicio era piedra que construía un muro que me separaba del todo.

He encontrado en la palabra “herida” una morada. Escribo con ella como quien acaricia un ave con el ala rota: con temor y con ternura. Mis personajes sangran, lloran, gritan. No buscan redención, buscan voz. Una voz que no cure, sino que diga, que grite, que exprese la experiencia dolorosa, aunque solo calme por unos segundos, aunque termine por sofocar el llanto incesante del pasado. Que confiese sin pudor que el amor también duele, que el deseo también encarcela, que la vulnerabilidad no es derrota sino acto de resistencia.

He encontrado un alfabeto escondido en el dolor, un lenguaje cargado de magia que requiere de un camino complejo para poder manejar la potencia de su poder. He tenido que desgarrarme la piel del pecho y extraer la piedra de locura que habita en ese lugar para conjurar la luna, el vacío, la carne trémula, el anatema de mi nombre. 

III.

En mi prosa hay sombras. Hay violencia disfrazada de caricia, hay abandono dicho como poesía. Porque sí, me gusta embellecer el dolor. No para trivializarlo, sino para hacerlo digerible. Para poder decir lo indecible sin morir en el intento, sin dejar que lo callado carcoma los órganos, el alma, la sonrisa fingida. El lenguaje me permite sostener la crudeza con una estética que abrace, que nombre sin aniquilar. Hay algo profundamente político en escribir desde lo bello el desastre. Eso también es desobediencia. En mi prosa busco dejar entre líneas los ingredientes necesarios para ritualizar con el caos y la incomodidad, invocando nombres prohibidos, instintos que corroen las vísceras si no son acariciados con la mirada, con las palabras.

Yo no creo en los moldes, sí en el desborde, en el eco. En lo que vuelve una y otra vez a pedir ser dicho. Palabras como “ausencia”, “sombra”, “eco”, “poética”, “deseo”, “resistencia”, no son sólo palabras: son los cimientos de la voz. Son las columnas torcidas de mi casa textual. Son lo que me sostiene cuando la vida me empuja contra el límite del cuerpo, cuando la vida me acorrala con sus matices agridulces y ambivalentes, cuando el dolor planea llevarme al otro lado de la noche como único espacio de esperanza y entonces la marea de las grafías dichas abren un sendero que regresa a la vida para continuar.   

IV.

El canon literario muchas veces ha sido un padre severo. Uno que dicta cómo se debe escribir, desde dónde, con qué estructuras. Pero yo me muevo desde la orfandad. Desde la voz sin apellido. Desde la piel que se nombra con miedo, pero también con deseo. Y ahí, en ese intersticio, nace mi estilo. Un estilo que no busca complacer sino resonar. Que no teme ser incorrecto, emocional, ambiguo. Porque sólo así puedo ser verdadero, aunque me pese el canon de este ejercicio patriarcal que también permeó en la literatura, en las letras, en el invocar poemas; aunque me pese busco una salida, algo que resuene y haga temblar las estructuras del pensamiento rígido y voraz.

Sergio González, en su Teoría novelada de mí mismo, me recuerda que todo intento de narrarse es también un ejercicio de ficción. Yo no escribo para decir quién soy, sino para descubrirme roto, efímero, doliente y ausente. Para perderme también en la obscuridad de mi sombra y entonces así, poder encender mi corazón con letras, con palabras, con imágenes poéticas que abrazan a aquel niño frágil abusado. Para tensar la palabra hasta que se vuelva espejo y entonces así refleje la nada cargada de existencia, de crueldad, de una humanidad mohecida, corroída y putrefacta. Y que ese espejo me devuelva una imagen menos cruel que la vida misma o por lo menos un chispazo de lo que significa o implica la vida.

V.

No deseo anidar en la estética, quiero escribir con certezas. Quiero que mi voz tenga temblor, que mi estilo tenga carne, que la poética no sea ornamento sino hendidura. Escribo desde el borde. Desde la contradicción. Desde el deseo de amar, aunque duela. Quiero escribir para proponer espacios seguros de contención a la herida que supura. Me provoco a escribir para que las almas puedan ver entre esas ranuras que les dejo la experiencia humana. No para abrazarlas y calmar el fuego, sino para que las brazas crezcan y que la hoguera en que se convirtieron pueda, entonces, iluminar ese lado de la vida que nos han incitado a callar.

Mi estilo no lo define la técnica, lo define la necesidad, la urgencia, el eco: la herida que quiere ser dicha. Por eso escribo así. Lo que hace que mi escritura se sostenga, árbol de palabras que, si bien dichas no hacen el amor, no hacen el agua para calmar la sed, no; pero si conectan con la ausencia, con el hambre, con la carencia para tomar con las manos el velo que no nos deja ver, y danzar en círculos hasta terminar en el principio de realidad.


Porque mi voz se cansó de pedir permiso. Palabras y cristales rotos. Poemas y relatos que se cansaron de esperar a ser vistos con la aprobación de los demás. Mi voz se rompe y se reconstruye. Una voz que, al fin, conjura un espacio de pertenencia y fluye como las caudalosas aguas de un río.

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