Entre Escocia y Egipto

No hay frecuencia en la coincidencia, esos eventos son circunstanciales. Sin embargo,  algunas veces se sincronizan y ocurre más de un suceso. Perdí la noción del tiempo, las horas transcurrieron entre el ir y venir de tres aeromozas, vino tinto y platillos insípidos. Llegamos. Cielo ocre, bullicio y espacios pequeños. La palabra lujo no puede ser aplicada, aventura y expedición es lo que connota las ropas estrafalarias, cada Osprey, los bolsos térmicos y las imágenes de la Diosa de la abundancia, la más letal: Annapurna. 40 USD el visado y de haber sido necesario habría pagado más por hacer fila junto a ellos.
Al frente, casi dos metros, cabello largo, barba espesa, espalda ancha y ojos azules. Tenía belleza, pero fue su masculinidad en kilt lo que me sujetó. Negro, tela gruesa y tableada, caía con amplitud sobre sus piernas hasta las pantorrillas contornadas por unas botas altas. Jeimy, un hombre apuesto, en falda doblemente apuesto. Tal vez por el intercambio de roles que eso suponía — al menos en mi mente occidental—, deseaba deslizar  la mano por su pierna y levantar la falda. Comprendí lo excítate que son esas prendas, que lo seductor es poseer y no la piel expuesta.
Eslam era el hombre detrás. Alto y fornido, con cabello de ondas castañas claras recortadas con perfección, afeitado casi en su totalidad, una ligera barba le adornaba el rostro. Su aroma a sándalo y maderas impregnaba el espacio, estallaba en mis fosas nasales y mis sentidos, labios delgados y ojos verdes delineados en negro que intensificaba su belleza.
A más de treinta centímetros por debajo de ellos estaba yo, con apenas 158, entre Escocia y Egipto, impaciente e impetuosa, sin imaginar que aquella coincidencia era apenas el principio. Una fila en el aeropuerto se volvió una habitación de hotel que era la sede donde más de cien nacionalidades mostrarían las expresiones artísticas propias de su cultura; esa habitación era la distancia que me separaba de arrancar la jalabiya e impregnarme a sándalo, mientras que en un pasillo secundario el kilt aguardaba para ser desenredado.
El desayuno con buffet internacional era la hora del cortejo, girábamos alrededor de la barra en que varios manjares se nos apetecían: hummus, falafel, tofu masala, momos de yak, thukpa, naan, pasta, ensaladas y quesos maduros. Tomé papadum y me prendí a sus ojos azules, él sonrío y continúo llenando el plato de sopa, se mantenía cerca de mí. Me serví café y desde la mesa que estaba al frente Eslam me miraba mientras mordía un kebab. Me estremecía. Tres mesas nos separaban, la de los peruanos, senegaleses y españoles. ¡Me dío palta!, era demasiado público!, fue la frase del peruano que me separo del encantamiento de sus ojos egipcios.
Los días transcurrían y el condimento me destrozaba el estómago. Mi escaso inglés me mantenía alejada de Eslam y Jeimy, pero el deseo crecía, lo notaba en la humedad de mis labios y la dureza de mis pezones cuando pensaba en ellos. Los besaba y acariciaba mientras los dedos se prolongaban en mi vagina; el índice y corazón los representaban.
Sabia cuales eran los pasillos por los que Eslam caminaba debido a la estela de su perfume. Reconocía el sonido de las pisadas, ese rechinar plástico que salía de entre las botas de Jeimy y el piso de  mármol, el mismo que anunciaba su llegada.
Ningún idioma fue impedimento, el deseo es universal y se manifestó en gemidos y miradas que expresaban el gozo yendo de una habitación a otra, del elevador a la sala de descanso, del jardín junto al lago en el que cientos de ranas croaban al anochecer a la pérgola de madera rodeada de flores amarillas. No hacían falta palabras, no podíamos hablar, la boca siempre estaba llena. Convergimos en la misma habitación, en la única cama y nos sobraba espacio, uno tan cerca del otro, días con melodías de darbuka y otros gaitas, no importaba el idioma, las zonas erógenas se estimulaban igual, de la nuca al cuello y hasta el escroto, de mis pezones hasta el clítoris y mis muslos, días de dueto y otros emparedado en que duros pinchos penetraban la carne sobre sábanas blancas. Los tres transpiramos igual que el vidrio ámbar de las Everest beer  que mojaban  la superficie del buró blanco.

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