Encuentro y sombra

Encuentro y sombra

I

9 de abril de 1803

Querido William Thornton

Quiero compartirte unas líneas sobre mi cansado viaje a este Nuevo Continente, quizá para que me recuerdes con tu lectura que todavía sigo vivo en mi continente, hoy tan lejos.

Arribamos al poblado de Cuernavaca. El calor es mucho menor que el que se ha estado sintiendo desde que desembarcamos en el puerto de Acapulco y que sin duda sofoca e incomoda al visitante.

Cuernavaca, antes la vieja Cuahunáhuatl, le llaman a este lugar donde la vegetación se vuelve exuberante y los animales del altiplano son de lo menos tímidos. Los niños pueblan la plaza. Hay muchos que venden cuencos hechos de alguna semilla magnífica y dura o simplemente piden dinero con su sombrero de paja frente a la Catedral. Al mirarlos, recordé brevemente cuán diferente a esta fue mi infancia en el castillo de Tegel, donde me enseñaron que la función del hombre es domar la naturaleza, y para eso, era importante conocerla, arrancarle sus bellezas, esclarecer sus misterios. Por eso viajo, para clasificar todo lo vivo y no vivo. ¿Hago mal, amigo William, en dejar en este empeño mi carne y mi afán? Tus palabras resuenan todavía en mi corazón. Esa tarde cuando me enfrentaste y me dijiste que no podría huir de mí mismo por mucho que viajase, que la primera naturaleza que debía desvelar era la mía misma. Pero yo no soy como tú, amigo, tú eres fuerte como un roble. A mí, la más leve brisa me parte el alma.

Lo he hablado mucho con Johann Goethe en largas tardes como estas en nuestra patria. Estoy dilapidando la poca o mucha fortuna que me dejaron mis padres para seguir un sueño, una simple especulación sin causa, un disparate de sueño perdido: catalogar lo que la naturaleza nos oculta en estas tierras. ¿Pero huyo? William, ¿será que huyo?, y ¿de qué? De mí mismo, me dijo Johann sentencioso. No puedo ocultar lo que soy y lo que siento, y al descubrir los misterios de la naturaleza, oculto los míos. Su dureza amedrentó mi cariño, pero lo perdoné de inmediato. Ambos estábamos interesado por un insecto polinizador en esa época. No podíamos dejar de vernos por una acusación que en cualquier otro par de amigos hubiera significado el desamparo, la separación.

Acá, los niños, (casi no hay niñas), llevan el pecho desnudo y brillante de sudor. Trepan los muchos árboles de los alrededores y me miran. Algunos se ven atraídos e interesados por el astrolabio y el armilar y se acercan a mí. Por supuesto que no comprenden mi lengua, pero eso no me impide contarles que vengo de muy lejos, y al oírme se desanuda el caudal de su risa. He notado que desde el Orinoco hasta este altiplano, la lengua nativa es siempre como un manantial de agua, y dentro de esa música, de esa risa de los niños con dentadura blanquísima, trato de vislumbrar siquiera el mundo interior que ellos habitan, tan diferente y natural, que me hacen perder la noción del tiempo, aquí en este instante.

Ahora mismo, mientras te escribo, William, uno, diferente a todos, me mira desde un árbol, pero no ríe. Creo que me recuerda a ti. Ese niño de bronce no ríe y parece que me amenazara con el fuego de su pupila. Yo soy el intruso. Y al mirarlo ahí, encaramado al enorme árbol, sosteniéndome su mirada de fuego negro, comprendo que no he llegado a nada todavía.  Él entiende la naturaleza como siempre quise hacerlo yo mismo, desde dentro. La ambición que me obligó a embarcarme, a construir un conocimiento que aún no existe, y que es, sin embargo, el tesoro del conocimiento último, está aquí, en él. Y yo viajé en barco a seis nudos pensando que al final de tantos tomos, cálculos y dibujos tendría alguna esquirla de ese tesoro. Y él, que me mira desde el árbol, todo lo posee; lo sé porque hay en el centro de sus ojos, un misterio. Él es parte de la naturaleza y su silencio y su mirada profunda contienen la vida y la muerte de todo lo que existe. Desde esa hondura, amigo mío, ¿qué debemos temer? Con mi educación y mis muchos viajes, debo entender que el mundo se detiene en un punto siempre. El conocimiento no es otra cosa que esta risa cifrada en un idioma que no es nuestro. Mis escritos, mis estudios pierden peso ante esa verdad, puesto que ante la presencia perene de la muerte, debemos aceptar que todo en este universo se aligera.

Quizá por eso lo admito. Por eso, te extraño hasta el límite en este continente. La carta llegará a Alemania después de meses. Es posible que yo, tú o los dos estemos muertos. Por eso no puedo dejar pasar este ardor, no me importan los censores. Hoy daría mi vida por volver a verte. Por prenderme a tu espalda y olvidar el mundo. Nunca fui poeta, pero ojalá después de leer esta carta, aceptes retar al mundo con nuestro amor, así como Dios retó al hombre al otorgarle la ciencia.

Desde este mundo, te abraza…

Friedrich Wilhelm Heinrich Alexander von Humboldt

II

Abuela está enferma. A veces, mientras duerme, sueña con su voz de tierra y reza con los ojos abiertos. Mi nonantzin, mi abuela, no está buena pero canta y canta. Ella, la tlaixnamipaimatki, la conocedora de nuestras hermanas, las plantas. La enorme, la pisoteada. Se tiende en el petate y limpia los frijoles lentamente, mirando sin mirar.

Apartando de la mirada el dolor. Ella me ha enseñado todo lo que sé, dónde encontrar los jumiles en la mañana, qué hongos recoger cuando vamos al Tepozteco y cuáles no, dejándolos dormir su sueño entre la espesura. Me ha enseñado dónde baja el venado a beber del agua oscura y fría, entre los corredores y los barrancos; cómo mirarlo sin que me mire, cómo apuntarle con la honda, justo en medio de los ojos, en silencio, hasta volverme la sangre que recorre sus venas hinchadas, para dejarlo ir así, nomás, porque ya es tarde y no se debe cargar la muerte tan de noche.

Ella no trabajó en la hacienda, no lavó las sábanas de los dueños de la tierra; por sabia, por partera, era respetada hasta por españoles. Un día me miró mientras criaba una paloma torcaza en su regazo, y me dijo, lentamente para que entendiera, “mi niño, cuídate de la guerra. Siempre ha crecido entre nosotros como una hierba mala. La corta, o uno cree que la corta, pero debajo queda su raíz materna. Y cuando uno no mira, ya está ahí de nuevo, buscando su lugar en el mundo. Esperando ser regada con sangre y crecer y crecer y morir, hasta que todo vuelva a su equilibrio. Esa misma guerra que nos hizo esclavos y nunca nos abandonó, se va luchar dentro de ti algún día”.

La guerra. Ha estado aquí siempre. Ella vio cómo en las haciendas domesticaban la guerra poniéndole una máscara. Y supo enseñarme que sus abuelos y los abuelos de sus abuelos eran hijos de Huitzilopoztli, y entonaban su canto triste.

Mi nonantzin sigue enferma. Ensaliva hojas de epazote y se las pega en la sien oscura. Ya no canta. Pero mira su jardín y me dice en el oído, “mijo, mi piltzin, cuida mis plantitas, que cuando el dueño muere, los jardines peligran”.

Hoy salí a buscar azúcar para ella. Y en el camino, soy un jaguar en la pradera. Recojo flores en el arroyo. Corro cuando viene la caravana de carretas junto con otros niños. Ellos esperan sus limosnas. Los siguen hasta que entran en la catedral con el sombrero en alto y esperando. Yo solo observo desde el árbol.

Y en el zócalo, bajaron dos hombres blancos de la carreta. En sus miradas llevaban un cielo de otro lado. Yo los vi, pero no me vieron porque yo era jaguar arriba de los árboles, y era pájaro lleno de pájaros entre las copas florecidas de los guayacanes. No hablaban español ni hablaban la lengua de los abuelos. Traían un cargamento lleno de artefactos fantásticos. Uno de ellos, se entretenía rayando unas hojas con una pluma de un ave que no reconocí. Pero él no me vio porque yo era jaguar dormido en la rama del guayacán anciano.

O quizá sí me vio. Buscando no sé qué animal o qué planta, sus ojos azules se toparon con los negros míos. El silencio de su corazón se unió con mi corazón agitado, apagando los ruidos de la catedral. Su mirada fue como un trueno de lluvia de mediados de año. Esa lluvia que dura la noche entera y se lleva a veces los maizales, pero engrosa la caña dulce. Sé que algo me quiso decir y me lo dijo. No sé si me entendió, pero no se quedó mucho. Partieron esa misma tarde, no probaron las frutas de los nísperos, no dieron limosna alguna.

Luego, al asomarse el conejo de la luna, mi abuela descubrió en mi silencio que algo me pasaba y con el atole en la mano, tomó la mía y me preguntó “¿qué viste hoy que tu sombra se fue siguiéndolo?”

Le cuento y ella, la que me ha enseñado todo, desde dónde se esconde el cacomixtle hasta dónde buscar dentro de mí el volcán de lava, cierra los ojos y calla. Su voz arrugada y tierna me alcanza y me desborda:

“Este encuentro es un augurio. Vendrá la guerra nuevamente. Cobrará la vida de muchos de nuestra sangre y la de ellos, y tú, que tendrás diecinueve años cumplidos, no podrás detener el impulso de tus piernas. Te irás con ella y querrás la independencia. Y quizá mueras joven, pero no importará, porque yo estaré ya esperándote y tú ya sabrás todo lo que debes de saber porque es así, como debió ser siempre, aunque poco comprendamos tú, ellos o yo misma”.

Luego, tranquila, como un venado olvidado en el monte, durmió la noche entera.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *