En santo matrimonio

—Aquí hay gato encerrado —dijo la abuela Obdulia cuando llegó el carruaje, la gran Limo Hummer negra, minutos después de que su nieta arribara en un Licoln X-100 descapotable, justo del modelo en que muriera JFK.

            —Dios, pero qué celos, mamá … Deja de buscarle tres pies al gato— Son sólo estrategias para evadir a la prensa —contestó Lucinda.

            Las calles empedradas, la pequeña capilla gótica, antiquísima. Era como haber escapado de la ciudad, de la misma modernidad hacia el interior de un bosque encantado. Todo, de hecho, parecía salido de un cuento de hadas. O casi todo, si uno se ponía a descontar la pandemia y la visión de la gente con sus máscaras en la calle.

            Había sido una monserga mantener el secreto del lugar, mantener a raya a los parientes, a las habladurías todas… Convencer al mismo guía espiritual familiar de asistir a esa capilla y de la necesidad de supervisarlo todo y celebrar la misa a las cinco de la tarde, horario inusual que tras largos debates habían concebido como el único aceptable para las dos partes.

            La orquesta de cámara, la caminata por la alfombra y las palabras del sacerdote hablando del sagrado ministerio del matrimonio.

            Y ahí estaban los dos, juntos, contra toda expectativa.

            —¿Puedes creerlo, mamá? —la emoción buscaba resquebrajarle su altiva, inconmovible pose, pero la práctica de Lucinda era amplia, imbatible.

            —Lo veo y no lo creo —murmuró la abuela Obdulia, sordamente. Estaban en la consagración—. Aún puede salirnos con algo… no es posible que todo se arregle así de fácil… malditas peinadoras, ni el pelo punk, ni los miles de piercings se le notan… es como si se hubiera vuelto otra. Victoria, la oveja negra que se vuelve blanca ante sus propios ojos…

            —El amor todo lo puede…

            —Sí, como no, de la noche a la mañana olvida a su novio de parrandas, ese motociclista apestoso, para casarse con uno de los galanes más codiciados del año pasado…

            —Shh —una de las monjas las miraba con indignación y hacía grandes aspavientos para que dejaran de hablar.

            Trataron de disfrutar, sin más cuchicheos el resto de esa parte. A la hora de la verdad, tomaron los pequeños binoculares y apuntaron a su hija/nieta, respectivamente.

            —Hermosa… y casándose con ese actor…

            —Todavía falta que nadie se oponga…  Ya quiero verlo al motorista de cuero entrar y decir una sarta de barbaridades… como que ya le quitó lo virgencita y algunas otras atrocidades obscenas… —insistió la abuela Obdulia y el padre pareció escucharla.

            —Si hay alguien que se oponga a esta boda, que hable ahora o calle para siempre…

            Abuela y madre sintieron una corriente que vibraba por sus pieles, giraron la cabeza. Lo único nuevo era un par de reporteros de espectáculos, sus camarógrafos apuntaban al altar.

            —Esto va a ser una bomba, mamá… Su imagen va a estar en todas las teles de todo el mundo… Como si fuera Lady Di… O su nuera, Kate Middleton…

            —Los declaro, marido y mujer… Puede besar a la novia —anunció el padre.

            Los binoculares volvieron a convencerlas. Sí, era el galán y aunque no se veía tan apasionado como en sus películas, aunque se veía torpe, era innegable su identidad; esperada su torpeza después de un accidente como aquel que había tenido al país en vilo y desvelado por su estado, hacía casi un año y luego pasara al anonimato, como lo hacen las grandes estrellas cuando tienen secretos que guardar.

            —Su gran secreto —suspiró Lucinda.

            —Malditos secretos —masculló Obdulia, afuera ya se escuchaban helicópteros y una manada de reporteros estaba ya a la puerta, como gallos de pelea esperando que los liberes—. Y pensar que preparamos una recepción tan pequeña…

            —Mi yerno va a estar enojadísimo por esta filtración —comentó Lucinda, su sonrisa era mínima, pero de autocomplacencia.

            Los flashes lo inundaban todo, mientras acababa la ceremonia y la orquesta de cámara interpretaba la salida nupcial. Las cámaras de televisión ya estaban montadas en las afueras y hacían cerco hasta el pequeño atrio y los puentes de madera a través de los que se accedía.

            Todavía llegó, contra toda recomendación eclesiástica, la lluvia de arroz (alguna nueva moda sobre el hambre y el desperdicio de granos que se inventaran los sacerdotes).

            Y esa pareció ser la señal definitiva: una horda de reporteros se abalanzó sobre la pareja… o mejor dicho, sobre el novio, con su ansia de obtener la primicia, y con los micrófonos tendidos, fueron haciendo a un lado a la novia, hasta que ésta se encontró al lado de su madre y abuela.

            —¿Y cómo vieron? —preguntó Victoria, la novia, la desposada, la desplazada…

            —Ay, hija, no te preocupes, luego vienen a entrevistarte a ti —dijo la abuela Obdulia.

            —Como cuento de hadas, hija mía. Has dejado de ser mi princesita para ser la reina de tu propio feudo… —dijo Lucinda sin permitir que la sonrisa fuera exagerada, aunque su alegría en verdad era desbordante.

            Entonces apareció la moto, silenciosa, avanzando en neutral, tras la novia. El conductor era un hombre alto, de smoking de cuero con estoperoles donde deberían estar los botones, cubierto con una máscara de luchador de trazo clásico y toda en negro. Su aroma no había mejorado en lo más mínimo, descubrió la abuela Obdulia…

            —Sí, justo eso… y ahora les tomo la palabra… ya les di lo que querían, ya me casé a los ojos de Dios y de los hombres… Y ahora, me voy con el hombre que amo… —dijo Victoria, y el de la máscara la tomó de la mano y la ayudó a montar la moto.

            —Que disfruten sus entrevistas, señoras… Va a ser interesante ver cómo explican que el novio esté catatónico… —dijo el enmascarado y teatralmente, tronó los dedos. Al centro del remolino de reporteros, se elevó un desconcierto, frases inconexas.

            —Ayuda —dijeron, gritaron algunos…

            —Llamen a una ambulancia…

            La moto ronroneó su vuelta a la vida.

            —Que pasen una buena fiesta, señoras… El show ya empezó…

            —¿Y qué decimos si nos preguntan? —inquirió Lucinda, con su máscara de impasibilidad ya rota.

            —La verdad, madre… —aseguró Victoria— que lo saqué del hospital con ayuda de mi novio vampiro… éste, con el que ahora me escapo.

            La moto rugió y enfiló por uno de los puentes de madera, tras su paso, la limo Hummer, cerró el acceso.

            Madre y abuela alcanzaron a escuchar una gran risotada, sobrenatural, como la de Bela Lugosi. Luego, cayó sobre ellas el ramo, inmediatamente después, la oleada de reporteros.

1 comentario

  1. Ojalá todas las bodas fueran así ja, ja, ja. Muero de aburrimiento en ellas. Por eso es raro que vaya cuando me invitan. Saludos.

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