En el cerro del muerto yace un gigante

I

Nadie lo creerá.

Corría el año de 1540 y el sol de primavera había cubierto las extensas praderas de formidables margaritas, lirios y dientes de león que fragantes crecían entre frondosos mezquites y huizaches quienes, como fieles soldados custodiaban el hermoso estanque de frescas aguas verdes.

Ahí se encontraba Tachi, como cada mañana después de almorzar, lanzando piedras a la presa y observando cómo rebotaban en el agua para luego hundirse en medio de suaves ondas, finalmente el chiquillo terminaba por echarse con fastidio sobre la pradera.

De pronto escuchó el sonido de otra pequeña roca que caía en el agua y con indiferencia volteó su cuerpo de lado dando la espalda al estanque, cerrando apenas los ojos.

Pasados unos instantes otra piedra, pero esta vez más grande, rodó por la escarpada del cerro colindante, y el ruido que hizo al caer en la presa fue poco menos que escandaloso.

Tachi se incorporó malhumorado y pensó “seguro es un mapache, pero, y ¿si es una víbora de cascabel?” se levantó despacio y caminó muy lentamente ente la arboleda vigilando tanto la pradera como la loma escarpada y comenzó a escalarla, midiendo y cuidando cada paso que daba. Para no perder el equilibrio, pisaba sobre rocas firmes y con las manos se sujetaba de los troncos y ramas que encontraba a su paso. En cuestión de minutos ya había alcanzado la cima y al voltear hacia abajo observó el gran espejo refulgente de la presa rodeado de una increíble alfombra de flores blancas y amarillas y, atrás de la pradera pudo ver su comunidad repleta de humeantes chozas.

Lo sorprendió un crujido de ramas a su derecha y entonces emprendió la caza de aquel animal, “¡Eres mío!” la codicia brilló en sus ojos.

De a poco se fue alejando guiado por los crujidos de ramas y siguiendo un extraño rastro en la tierra como de grandes hoyos hasta que, hacia la mitad del siguiente cerro, se encontró en la entrada de una extraña caverna.

Se acercó cauteloso y mirando hacia todos los ángulos se cercioró que aquella bestia salvaje no lo fuera a tomar por sorpresa y escudriñando entre las sombras del interior dio otro paso, pero, tan pronto como crujió la hojarasca bajo su pie escuchó un gruñido que venía de adentro, “¡te tengo!” pensó con euforia, y al dar el siguiente paso quedó pasmado al ver entre la penumbra, un lomo grande y peludo que, agitado trataba de esconderse detrás de un peñasco.

Despavorido Tachi quiso salir corriendo, pero, sus pies se enredaron y cayó al suelo. Desde ahí observó un par de ojos que asomaban de entre las rocas y lo miraban con espanto.

-¿Quién eres? –preguntó Tachi con voz temblorosa.

-Me llamo Oth –contestó aquello en un murmullo apenas audible.

-Yo soy Tachi pero, ¿por qué te escondes?

-Porque soy diferente –dijo Oth con timidez.

-Déjame verte –demandó Tachi.

-No quiero –dijo Oth con determinación, mientras se encogía entre las sombras.

-Oye, nadie puede ser tan feo, bueno sí, mi tío Junáa es horrible, pero a él no le importa. ¿Vas a salir?

-Bueno, pero con una condición, no se lo digas a nadie

-Ya está. No se lo diré a nadie. Ahora sal de ahí.

Y entonces salió de entre las sombras un enorme bulto velloso y melenudo que al pasar andando junto a Tachi le arrancó a este un grito de horror. Una vez afuera de la cueva el bulto se enderezó dejando ver una figura humana del tamaño de un gran árbol, el cabello crecido hasta los codos, taparrabo y pieles de puma cubriendo un dorso que sostenía el rostro de un niño indígena.

 – ¡Guaaaaau! –exclamó fascinado Tachi -¡Nadie me lo va a creer!

 – Prometiste que no lo contarías –caminó hacia él amenazante.

  – ¡No lo contaré hombre!, pero dime, ¿de dónde vienes?

Y entonces Oth le contó que sus orígenes eran de aquí, la Gran Chichimeca, que sus ancestros vivieron en estas tierras durante siglos, haciendo de las montañas sus hogares, donde cavaron un sistema de cuevas comunicadas entre sí, para no tener que coexistir ni ser molestados por los pequeños hombres que, en verdad podían ser peligrosos y, como el territorio era tan vasto, su comunidad se estableció en paz, sin tener que convivir con los “hombrecillos” y así vivieron por mucho tiempo.

Sin embargo, un día les aquejó la “gran enfermedad” que llegaba con verdugones en la boca y luego les quemaba los cuerpos. Poco a poco todos fueron muriendo, sin que nadie pudiera hacer algo para evitarlo y fue así como finalizó su estirpe. Oth recién había enterrado a su madre, quien lo abrazaba todas las noches antes de partir, con la esperanza de llevarlo con ella al más allá, para no tener que dejarlo sólo en el mundo de los “pequeños y malvados hombres”, como decía ella.

-Apenas han pasado algunos soles desde que ella me dejó. –dijo Oth reflexivo.

Luego Tachi se despidió, prometiendo regresar pronto. Un sueño inquieto lo tuvo amagado toda la noche, por lo que al despertar decidió sincerarse con su madre.

II

¿Puedo tener un hermano menor?

Cuando Atzin escuchó la historia de su hijo durante el almuerzo, guardó silencio un momento. Luego se levantó y propinando un zape al muchacho, le dijo que tanta pereza le estaba haciendo ver figuraciones y sólo por eso le daría más trabajo en la casa. “Y agradece que no se lo contaré a tu padre” dijo ella. Tachi se levantó de la mesa rabioso, pero, no contestó nada a su madre.

Durante los días siguientes el chico guardaba algunos tamales de chile o frijoles con quelite y los enredaba en un retazo de manta, para después salir rumbo al estanque en búsqueda de su nuevo amigo. Pronto Atzin notó el faltante en los alimentos y movida por la curiosidad, siguió a Tachi una mañana hasta llegar al pie del estanque, donde se escondió detrás de un mezquite.

De pronto sintió que se cimbraba levemente la tierra, sin embargo, no se alteró, ya que las pequeñas sacudidas de la tierra eran producto de la actividad interna de las montañas que se re acomodaban constantemente, o al menos, esa era la explicación que daba el gran consejo de ancianos.

Pero, cuando estaba a punto de regresarse, quedó boquiabierta al ver a lo lejos un enorme oso corriendo en dirección de su hijo, entonces gritó aterrada.

-¡¡No, Tachi, no, corre, corre!! –gritaba Atzin moviendo los brazos y corriendo de un lado a otro para llamar la atención de aquella bestia -¡Ven a mí maldito animal, déjalo en paz y atácame! –vociferaba ella fuera de sí.

Los dos chicos se quedaron quietos observándola, sin saber qué hacer o qué decir. Luego Tachi se acercó lentamente a su madre y le habló.

-Mamá, él es Oth, es mi nuevo amigo.

Atzin abrazó ansiosa a su hijo y vio con recelo cómo Oth se sentaba despacio al otro lado del estanque. Entonces Tachi contó la historia a su madre, quien estudiaba sin parpadear a aquel extraño y joven indígena.

-Entonces esta tierra es de gigantes y no lo sabía nadie, ¿ni siquiera el gran consejo de ancianos que dicen saberlo todo? ¡Es el colmo! –exclamó disgustada.

Durante los días siguientes la misma Atzin envolvía los alimentos que enviaba a Oth, a quien entregó también una manta grande y gruesa para que no pasara fríos por la noche. En tanto practicaba diálogos imaginarios con Chapik, su esposo y padre de Tachi, quien, como guerrero, y jefe de seguridad del Calpulli, era un hombre recio y serio; ni pensar en ocultarle algo tan importante.

A los tres días, Atzin no pudo más y durante la cena soltó la historia a su esposo, quien haciendo el plato a un lado, brincó de su silla y, visiblemente alterado caminó hacia el cuarto de armas, de donde regresó con un machete en la mano y le dijo.

-Reuniré un comando de emergencia y nos guiarás a donde esa bestia.

-¿Por qué? –preguntó ella con las cejas levantadas.

-¿Cómo por qué? Es una bestia salvaje que tal vez fue enviada por los pueblos del sur ¡para iniciar una invasión!

-Pero ¡te dije que es un niño!

-¿Cómo va a ser un niño, si dices que mide más de dos metros de altura?

-¡Tiene la cara de un niño y habla como un niño!

Durante un rato Chapik caminó en círculos dentro de la vivienda mientras Atzin lo seguía, argumentando por qué no le parecía peligroso aquel alto joven, en tanto Tachi, escondido bajo su cama, escuchaba atento la conversación. Hasta que por fin Chapik se detuvo.

-Está bien, iremos solo tú y yo, pero, no lo adviertan. Llegaremos de sorpresa, eso sí, al menor gruñido, ahí mismo lo mataré.

Esa noche Chapik no pudo pegar un ojo y, temprano por la mañana ya tenía puesto su traje de guerrero y afilados sus mejores cuchillos.

Atzin observó con orgullo la magnífica indumentaria de su esposo y esa característica fiereza en su mirada, propia del gran guerrero antes de partir a una batalla, porque ese hombre se transfiguraba en un verdadero ser aterrador, cuando se trataba de defender la Gran Chichimeca.

Salieron de su casa con los primeros rayos del sol, cuando el rocío helado que marca el fin del invierno, todavía te congela la nariz.

A unos cuantos metros de la caverna, Atzin comenzó a llamarlo por su nombre, al tiempo que lanzaba hacia dentro un puñado de guijarros.

Después de algunos minutos Oth asomó la cabeza y luego salió despacio y encorvado, como hacía siempre para salir por la pequeña abertura de la cueva.

Al ver aquel espectro en medio de la bruma del alba, Chapik apuntó su lanza, preparándose para embestir, pero Atzin le ordenó con firmeza “¡Espérate!”, entonces Oth se enderezó y despejando el cabello de su cara, dejó ver sus facciones infantiles.

Chapik abrió los ojos con asombro y permitió que, poco a poco, Atzin lo llevara al lado de Oth, quien temeroso, se escondió detrás de un árbol.

Después de una hora de interrogatorio, Chapik ya se había despojado de su cabezal de plumas y conversaban con mayor tranquilidad.

-Y dime, Oth ¿Qué tan viejo eres?

-Ocho temporales han pasado desde que nací, eso dijo mi madre antes de morir.

-Entonces podría ser mi hermano menor, porque yo tengo diez –gritó Tachi asomando la cabeza desde atrás de un maguey, luego se acercó –padre, ¿podría Oth ser mi hermano menor? –preguntó juntando sus manos como haciendo una plegaria.

-Es hora de irnos –contestó Chapik con el ceño fruncido.

A partir de aquel día la vida de Oth cambió por completo. Chapik se encargó de adaptar para él un dormitorio al interior de la cueva, utilizando ramas, paja, pieles y mantas; también instalaron una mesa y por último fabricaron una puerta con troncos y follaje.

Por su parte Atzin le confeccionó un par de calzones y tilmas de manta, un gabán de lana liso y huaraches de gran tamaño, por ultimo tejió para él un buen sombrero de palma.

Antes de proponer su adopción al gran consejo de ancianos, era imprescindible pulir su apariencia, por lo que Atzin le rebajó la cabellera dejándola medianamente larga y con fleco, luego lo llevó al estanque y lo obligó a darse un largo baño para después vestirlo con las prendas confeccionadas y, por último, la elegancia de una faja bordada color rojo; los ojos de Atzin brillaban de orgullo.

La presentación de Oth en la comunidad se llevó a cabo durante la celebración del solsticio de invierno que es cuando se da la noche más larga de todo el año, y desde el crepúsculo de ese día se encendía el fuego nuevo, marcando el inicio de un nuevo ciclo.

Oth llegó antes del atardecer y el viejo cacique explicó ante la asombrada audiencia, que no debían temerle, que se trataba del ultimo sobreviviente de una especie extinta, que tenía la edad de un infante y que había sido aceptado en la aldea bajo el compromiso de ser honorable, proveer servicio comunitario y llegar a convertirse en un valiente guerrero al igual que cualquier otro habitante masculino del pueblo; sin embargo, anunció que estaría bajo estricta vigilancia y, al asomo de cualquier gesto violento, no dudarían en matarlo. Esa noche Oth resistió las habladurías y miradas punzantes de los pobladores chichimecas.

III

No soy tan fuerte.

Con el paso de los años Oth demostró ser un joven generoso y de valiente corazón, ganó una altura impresionante y adaptar la cueva de un cerro más grande como su hogar, fue un proyecto de varias aldeas de la región.

Su presencia en la Gran Chichimeca se hizo indispensable pues poseía la fuerza de quinientos hombres, y el arado y cosecha de los campos, o la excavación de nuevas fosas de agua, eran tareas que rápidamente se completaban con su ayuda. El joven Oth le daba orgullo y prestigio al pueblo y pronto se hizo popular entre las comunidades de la región.

Tachi se había convertido en un fuerte y gallardo mancebo y, como hermano mayor de Oth, su opinión era valiosa y respetada por este. La mancuerna de honor y valor que desarrollaron los llevó a ser nombrados líderes supremos del ejercito tribal, títulos que un futuro no muy lejano ejercerían en el campo de batalla.

Una tarde después de las labores, se encontraba el par de mozos a un lado de la parcela, comiendo una pila de tacos, que Azin les había empacado en los morrales antes de salir de casa, cuando escucharon acercarse desde atrás de la milpa el suave murmullo de las risas femeninas, entonces, con rapidez Tachi guardó su comida y se limpió la boca. “Es Metztli” dijo.

Un momento después aparecieron ante sus ojos dos hermosas jóvenes que alegres conversaban mientras caminaban hacia ellos.

-¿Qué dicen esas labores? –saludó alegremente Metztli, todavía a varios metros de distancia.

-Las labores son fáciles para nosotros ¿verdad tú? –fanfarroneó Tachi, solicitando la validación de Oth, quien no pudo más que rezongar.

-Venimos del taller de bordado, también terminamos de laborar. Más tarde saldremos con madre a dar una vuelta al centro, espero encontrarte por ese rumbo –advirtió Metztli a Tachi.

-Ahí nos veremos –contestó prontamente Tachi.

Luego las mozas continuaron su camino, alejándose con ellas el suave murmullo de sus risas, en tanto los jóvenes las seguían con la vista. De pronto Yuuban, hermana de Metzli, volteó la cabeza en dirección de Oth disparando una enigmática mirada, la cual fue esquivada justo antes de impactar, pues Oth recordaba con claridad la advertencia del viejo mayor del consejo supremo: “Nunca te involucres con ninguna mujer de estas tierras, porque será tragedia segura”.

Era media tarde y el pueblo se había desbordado en la bulliciosa plaza central de la Gran Chichimeca, ya que los habitantes acostumbraban salir a tomar el fresco y relajarse después de las arduas labores del día, las familias enteras se encontraban reunidas bajo los mezquites o sentados en las bancas de adobe que inundaban las plazuelas, mientras alegres compartían las aventuras de la faena cotidiana. La algarabía cobraba fuerza por los abundantes puestos de pozol, tascalate y champurrado, que eran bebidas energizantes frías o calientes sin alcohol a base de tortillas, cacao, maíz tostado, canela, azúcar y agua.

Esta era la forma en que el Tlatoani recompensaba la lealtad y trabajo duro de su pueblo, ofreciendo las deliciosas bebidas durante tres días por semana, para recobrar la fuerza y recomponer el espíritu. Las bebidas alcohólicas estaban reservadas para ceremonias y rituales muy específicos y el consumo se limitaba solo para los hombres mayores, ya que estaba prohibido para mujeres y hombres jóvenes.

Esa tarde se encontraba reunida Atzin con sus dos hermanos y, cada uno de ellos con sus familias, todos ahí presentes, en una gran agrupación, departiendo tranquilamente. En ese instante doblaron la esquina las hermanas Metztli y Yuuban y caminaron directo hacia el grupo, al llegar se detuvieron un momento para conversar.

-Creí que no vendrías –dijo Tachi levantándose de un brinco.

-Pero ya llegué gruñón –replicó Metztli en tono juguetón.

Mientras tanto Yuuban paseaba los ojos encima de Oth quien, indiferente permanecía sentado.

-Ven, quiero mostrarte algo – dijo Metztli tomando del brazo a Tachi –Yuuban, espérame aquí, no tardaré –soltó la joven ante la mirada interrogante de su hermana.

Luego de eso, la pareja corrió y se perdió entre el gentío, dejando a Yuuban en compañía de Oth, quien no entendía muy bien qué estaba pasando y se limitaba a dar sorbos a su guaje lleno de champurrado.

-Siempre te he visto de lejos, pero, nunca hemos platicado –dijo ella con voz queda.

-No, nunca hemos platicado –Oth había aprendido que cuando no sabe qué contestar, es mejor hacer eco de lo que escucha, así no meterá la pata.

-Siempre he admirado mucho tu gran fuerza, Oth. –disparó ella decidida.

-Yo no soy… no soy… tan fuerte… -el chico comenzó a sentir que le sudaban las manos.

-Sí que lo eres, te he visto.

Cuando Atzin bromeaba con su hermano paseó la vista y captó la imagen de la peculiar pareja, luego observó la extraña expresión en la cara de Oth, y ya rabiosa comprobó la ausencia de Tachi. En automático le pidió a su sobrino Cuahtli que le llevara un pozol a Yuuban y la sacara de encima del pobre de Oth.

Cuahtli llegó corriendo donde Oth con el jarro en la mano.

-¿Quieres un pozol Yuuban? –le dijo extendiendo el jarro hacia ella.

-Si quiero, gracias –dijo ella despreocupada.

-Y ¿en cuál taller trabajas ahora? – le preguntó Cuahtli, apartándola suavemente de Oth.

Desde ese día Cuahtli no se apartó de Yuuban, cosa que Atzin aprobó, sin embargo, Oth nunca antes se sintió tan solo.

IV

Se acerca la guerra.

El norte de la mesa central de México era un inmenso y hermoso territorio compuesto de grandes montes y praderas bañadas por océanos, al cual tanto aztecas como españoles identificaban como la “Gran Chichimeca” aquellas lejanas regiones que nunca fueron conquistadas por los mexicas ni por otro pueblo indígena (y que actualmente conforman los estados de Jalisco, Aguascalientes, Nayarit, Guanajuato y Zacatecas).

La “Gran Chichimeca” muy lejana del mentado Tenochtitlán, del cual se dice ha caído a manos de los colonizadores españoles y sus aliados indígenas. Esos condenados gachupines que están por todas partes y hasta fundaron villas en tierras del Anáhuac (lo que ahora son los estados de Chihuahua, Nuevo León, Tamaulipas y Sonora), y que ahora llaman la supuesta Nueva España, donde incluso trazaron un trayecto de pueblos nombrada ruta de la plata por donde transportan los metales preciosos hasta los territorios de lo que antes fue Mexico Tenochtitlan (hoy Ciudad de México) y de ahí hacia el puerto de Veracruz, donde todo lo embarcan rumbo a Europa.

El Consejo Supremo de la Gran Chichimeca fue convocado por el Tlatoani, con el propósito de discutir los terribles chismes que circulaban en torno a una inminente invasión española lo cual era natural que sucediera después de la toma de Tenochtitlan y del Anáhuac, que los españoles habían perpetrado con éxito gracias a la ayuda de esos indios traidores, los pueblos indígenas que se aliaron a los europeos para atacar a su propia raza. Y después de conocer la saña con que asesinaron a los soldados, maltrataron a los más viejos y sometieron hasta esclavizar a mujeres y niños de aquellas regiones; lo mejor sería estar preparados para resistir el inevitable ataque.

Estaba decidido, se formarían diez regimientos de guerreros, dos por cada demarcación. Serían llamados todos los varones con quince temporales cumplidos en adelante. Todos los batallones iniciarían entrenamiento de guerra y fabricación de armas al día siguiente. Las mujeres de diez temporales en adelante, se encargarían de las labores del campo.

El Consejo Supremo se reuniría nuevamente en cinco soles y debía estar listo para acudir a reuniones emergentes. La patrulla número diez se encargaría de la vigilancia, por lo que tendrían que diseñar su propia estrategia, que debía incluir la custodia en las puertas de entrada a los Capullis y la guardia permanente en la cima de las tres principales lomas de la región.

V

Entre túneles y pasajes secretos.

Dieciocho meses después el cerro más alto de la sierra de laurel se iluminó desde lo alto, ya que el destacamento de vigilancia prendió fuego a una enorme pila de huizaches que chisporroteando ardían y echaban gigantes bocanadas de humo, para alertar a los territorios circundantes sobre la llegada de las tropas españolas.

Para estas fechas la estrategia de guerra de la Gran Chichimeca no sólo estaba diseñada, sino que ya estaba en marcha, preparada y ejecutada por los dos grandes líderes guerreros: los hermanos Toth, el mote asignado para referirse fácilmente a la fórmula de los hermanos Tachi y Oth.

La estratagema consistió en aprovechar el sistema de cuevas que construyó el pueblo originario de Oth y que aún existe en la gran cadena de montañas que conforman la majestuosa sierra madre occidental que atraviesa los territorios de la Gran Chichimeca y que sirvió en su tiempo como hogar de aquel asombroso pueblo de gigantes, pero que ahora se había convertido en clandestinas bases militares, en donde se habían ocultado miles de guerreros junto con su armamento.

Se organizaron grandes excavaciones a fin de completar las conexiones entre túneles que después fueron utilizadas como pasajes secretos para hacer llegar agua y alimentos a los regimientos que se mantuvieron ocultos durante meses.

Los ejércitos habían tenido un arduo entrenamiento y fabricado un importante arsenal de equipo bélico, desde machetes, arco y flecha, espadas de hoja de obsidiana, lanzas y miles de Atatl, la mortífera arma chichimeca que no era más que un lanzador que aportaba fuerza y puntería a las filosas varas de guerra, hasta sofisticados cañones que disparaban grandes bolas de fuego; todo esto aunado a la maquinación de tener los regimientos ocultos en cuevas, les daría la ventaja del ataque sorpresivo, nada podía fallar.

VI

Los malditos buitres negros.

Cuando recibieron la alerta del asedio planificaron atacar la retaguardia de la tropa ofensiva, todo lo que tenían que hacer era avisar al regimiento de aquella parte de la montaña que iniciaran el ataque sorpresivo cuanto antes. Posteriormente, el ataque sería reforzado por los ejércitos de Sierra Gorda, y, según el número de soldados españoles en batalla, se irían liberando el resto de tropas chichimecas, hasta haberlos aniquilado. El mensajero partió esa misma noche.

Todavía no clareaba la luz del día cuando se encontraba el equipo de altos mandos reunido alrededor de una ancha roca tallada, afinando la ruta de guerra, cuando sintieron que se cimbraban las entrañas de la montaña, entonces se encontraron sus miradas congeladas. Mandaron llamar al representante de la patrulla de vigilancia para que rindiera un informe de qué diablos estaba sucediendo.

Mientras interrogaban al soldado, resistieron otra sacudida esta vez más intensa y luego, otra más, al punto que de la techumbre se desprendió un terregal, ante la expectación de los soldados. Ahora si mandaron una comisión emergente a las dos cuevas aledañas.

Las noticias que trajo la comisión emergente fueron devastadoras. Los españoles habían dinamitado tres cuevas militares, de las cuales dos de ellas constituían la mitad de las principales bases, que resguardaban la mayor parte de los regimientos de guerra.

-Esto no puede ser más que ¡traición! –gritó Tachi con los ojos desorbitados.

-¡Tenemos que sacar las tropas de las cuevas! –declaró Oth consternado.

-Y, ¿A dónde las metemos? Si las dejamos a cielo abierto será un matadero.

-Tengo una idea, avisa a los zacatecos que se dirijan al pie de Venaderos y se oculten como puedan, ahí los encontraré. Mientras tanto llevaré a los guachis a otro refugio, lo importante es evacuar la raza de estos cerros cuanto antes.

Así acordaron y de inmediato la tropa de Tachi abandonó la cueva en dirección de los túneles que ocupaban los zacatecos. Para cuando salió el destacamento de Oth integrado por 298 guerreros la luz del día apenas rasgaba el cielo y las sombras todavía dominaban el monte. Los soldados se desplazaban ligeros y Oth los guiaba pisando con tiento tratando de pasar desaperciba su presencia.

Al cruzar un claro todavía iluminado por la luna, la tropa fue interceptada de súbito por un pelotón salvaje que comenzó a acuchillarles la panza uno tras otro, mientras estos reaccionaban desenfundando unos sí, otros no, sus machetes y espadas.

La tropa de Oth fue masacrada y él fue sometido por una horda numerosa de rabiosos españoles que le apuñalaron el cuerpo sin piedad, luego fue aprisionado y arrastrado a la meseta de un alto cerro de la zona central de la Gran Chichimeca, donde lo dejaron atado de pies y manos, y sujetado a grandes rocas salientes, para lo que utilizaron enormes cadenas, hechas de hierro fundido que Oth luchaba por romper, mientras se desangraba herido de muerte.

Así pasaron las horas, hasta que el sol inclemente comenzó a quemar sus párpados cerrados, creyó que su fin había llegado y se permitió dormitar un momento, pero, lo despertaron unas fuertes y dolorosas punzadas que igual ardían, que igual picaban; abrió los ojos y su cuerpo se convulsionó cuando vio que tres enormes zopilotes le devoraban las piernas mientras lo vigilaban con sus ojos venosos y saltones, por lo que se arqueó hasta casi quebrarse la espalda y logrando atrapar algunas rocas, apedreó con rabia los malditos buitres negros que aleteando escaparon con el pico ensangrentado.

VII

Un rugido retumbó entre los cerros.

Más tarde, imágenes de su tierna infancia comenzaron a danzar frente a sus ojos cuando de pronto, una voz de mujer le habló:

-Oth, Oth….

-¿Eres tú madre? ¿Vienes por mí? –preguntó esperanzado.

-Soy yo, mírame…

Oth entreabrió los ojos y murmuró.

-La guerra está perdida… no pude salvar a mi pueblo…

-Todavía podemos salvarlo.

-¿Qué estás diciendo? ¡Todo salió mal!… lo que no entiendo es cómo supieron… -súbitamente el joven guerrero peló los ojos y clavó en ella la sospecha.

-¡Perdóname! –dijo ella llorando. –Cuahtli me engañó, dijo que los Toth lo habían puesto a cargo de un regimiento y que necesitaba toda la información disponible, porque los españoles ya estaban en territorio chichimeca.

-Tus lágrimas me ensucian, … ¡vete! ¡déjame morir!

Yuuban se levantó furiosa y con fuego en la mirada corrió detrás del gran peñasco para luego regresar cargando una enorme roca, y ante los ojos asombrados de Oth, la estrelló violentamente contra la saliente del cerro donde estaba atada la cadena que sujetaba al gran guerrero, hasta que lo liberó. Luego caminó al borde del despeñadero y, jadeando, se quedó quieta por un momento.

-No me quedaré aquí sentada, viendo cómo te mueres ¡mientras los malditos gachupines asesinan y esclavizan mi pueblo! – Yuuban gritó tan fuerte que su rugido retumbó entre los cerros.

Oth sintió que un nuevo brío revivía su cuerpo y rápidamente se sacó las ataduras de pies y manos y, levantándose de un salto animó a la joven.

-¡Vamos, no perdamos tiempo!

-No, yo debo hacer algo primero.

-Iré por los guachis y te veré a en la entrada de Venaderos.

-Ahí te encontraré.

Los jóvenes indígenas tomaron caminos diferentes, la chica corrió ligera rumbo a la aldea para llegar rápidamente a la vivienda de Cuahtli y luego de pasar por un pequeño patio, lo encontró recostado en su petate.

-¿Cómo están las cosas por acá? –lo saludó con frialdad.

-No sabía dónde encontrarte, ven aquí. –dijo mientras se levantaba y le extendía los brazos.

Suavemente, Yuuban se apartó y esquivando la mirada caminó hacia la puerta.

-Creí que estarías al frente de tu nueva tropa.

-¿Desde cuándo las mujeres piden cuentas a los hombres? –dijo, mientras la sujetaba por el brazo.

-¿Sabes algo de las explosiones? –lo encaró.

El hombre la soltó y caminó hacia la puerta, sujetándose la nuca con las manos.

-Escuché algo, pero, no sé mucho.

-Cuahtli, sé lo que hiciste.

-¡Menos mal, ya me estaba cansando de esto!

-¿Por qué lo hiciste?

-Por nosotros, por la familia que formaremos, no nos faltará nada.

-Tú perteneces a la nobleza, no nos faltaba nada.

-La guerra ya estaba perdida mujer, sólo era ponerse del lado ganador.

Cuahtli no soportó el desprecio en la mirada de su prometida y abalanzándose sobre ella la agarró del brazo con una mano y con la otra la sujetó de la cintura, luego, como un bruto comenzó a besarle el cuello, pero, de pronto se detuvo y aterrorizado la soltó.

-Un guerrero debe ser valiente y leal, tú nunca lo fuiste, ¡muere! –sentenció Yuuban a Cuahtli mientras lo acuchillaba con un machete que llevaba escondido en el refajo.

El joven indígena cayó de rodillas con las manos en el vientre y la cara retorcida de dolor.

Rápidamente la joven buscó el traje de guerrero de su ex prometido y se apresuró a vestirse con él, bien sabía que, si se presentaba de naguas en el campo de batalla, no se le permitiría combatir y ella tenía una deuda que pagar.

Se vistió con el traje pieza por pieza: primero se puso el taparrabo de manta encima de su refajo, luego el chaleco de algodón acolchado, después se cubrió el cuerpo de pieles que ató con una faja roja, se calzó las sandalias de cuero y, por último, un penacho en forma de cabeza de águila, adornado con magnifico y colorido plumaje de aves del campo.

Convertida en un feroz combatiente, Yuuban se encomendó a los espíritus guerreros y salió corriendo rumbo a la batalla. 

VIII

Una deuda qué pagar.

Mientras tanto Tachi, escoltado por su tropa, evacuó las cuatro cuevas ilesas y guio a sus ejércitos hasta la entrada de Venaderos, siguiendo las instrucciones de su hermano, pero, al no divisarlo, decidió atrincherarse con la raza entre los mezquites y huizaches, donde cavaron fosas para esconderse del enemigo.

Tachi estaba atrincherado en el monte con su ejército de quinientos guerreros, cuando fueron avisados que tremendo regimiento español de al menos dos mil soldados estaban listos para atacar del otro lado de la pradera. Los guerreros de Tachi bombardearon a los gachupines con bolas de fuego que lanzaban desde sus trincheras, luego salieron a pelear con machetes, arco y flecha, los españoles caían como moscas heridos por miles de dardos lanzados con atatl, el lanzador mortífero de los chichimecas. Pero, el esfuerzo no era suficiente, los invasores llegaban como una plaga y no acababan de morirse.

“Estamos perdidos” murmuró Tachi. Cuando estaba a punto de anunciar la retirada, oyó a lo lejos los inconfundibles tambores de guerra que Oth se hacía acompañar con su ejército, entonces llegó un mensajero para avisarle que Oth había llegado con más de dos mil guerreros en combate quitándole de encima el violento ataque español, entonces la esperanza iluminó su rostro.

Desde lo alto del cerro, Tachi divisó a Oth matando con sus manos a puñados de españoles, mientras centenares de guerreros zacatecos se abalanzaban sobre la tropa enemiga, traspasando sus vientres y degollando sus cuellos. Los españoles comenzaron a retroceder con la cara blanca de espanto, no creían que la leyenda del gigante chichimeca fuera verdad. La batalla por la Gran Chichimeca todavía podía salvarse.

Esa tarde se vertió un rio de sangre que pintó las tierras y los encinos de rojo escarlata, y Oth como poseído asesinaba cristianos sin parar, cuando de pronto su mirada quedó fija en un punto lejano.

Ahí estaba su más odiado enemigo luchando frenéticamente. Dejó todo y dando zancadas se acercó, tomó su arco y sacó una flecha, apuntó y lo asesinó. Esta vez no lo tomaría por sorpresa. Caminó hasta él para gozar de sus lamentos, cuando estaba frente a su moribundo rival, este se sacó el penacho. Oth sintió que caía en un abismo.

-¿Qué has hecho? –dijo cayendo de rodillas.

-Tenía una deuda que pagar…

La joven apenas pudo mover su mano para sujetar los dedos de Oth.

-Siempre te amé… -murmuró ella con un velo en la mirada.

-Lo nuestro era imposible.

-¿Me amaste? –Yuuban le preguntó mirándolo con sus grandes ojos oscuros.

-Siempre…-dijo él mientras sostenía con delicadeza la mano femenina.

La joven indígena exhaló su último aliento y su alma se elevó hacia el mundo invisible de los espíritus, mientras Oth llevó su cuerpo sin vida y lo dejó a la sombra de un huizache.

Oth regresó a la batalla fuera de sí, y comenzó a matar con saña, con rabia, con dolor; luego llegaron más españoles y la guerra se recrudeció prolongándose por quince días más, sin darse tregua uno ni otro bando.

Llegó un mensajero para avisar a Oth que habían asesinado a Tachi, que quedaban muy pocos hombres y que estaban exhaustos y hambrientos.

-Mandaré por comida, ¡no podemos parar! –gritó enfurecido.

IX

Son muchas almas.

Después de luchar y asesinar al último grupo de invasores, Oth se recargó sobre unas rocas para recuperar el aliento y, con decenas de flechas clavadas en su cuerpo sangrante, recorrió el campo de batalla, tambaleándose. Había pasado un mes desde que iniciara la defensa del territorio y todo alrededor era mortandad, los pastizales echaban humo después de haber ardido en llamas durante semanas, no quedaban guerreros chichimecas, tampoco los había españoles; pero, entonces ¿quién había salido vencedor? Se preguntó.

Y al ver el campo sembrado con cráneos machacados, cuerpos calcinados y otros mutilados, recordó a los buitres devorando su cuerpo y levantando la vista observó que un numeroso grupo de feroces auras dibujaban un circulo impresionante en el cielo. “Son muchas almas y nadie podrá darles sepultura”.

Entonces comenzó a juntar cadáveres tanto blancos como de bronce, reunió todos los que estaban a su alcance, con delicadeza trajo también los restos de Yubaan y, con la vista al cielo extendió su cuerpo sobre todos ellos asegurándose de cubrirlos con sus ropas, su penacho y sus machetes; de esta forma los zopilotes no podrían engullir sus carnes y podrían regresar a la tierra, iniciando así su transición al más allá.

Oth sintió un dulce y pesado sueño, luego extendiendo un brazo dijo con fervor:

-Madre, ¡abrázame!

Y así murió el valiente guerrero.

De entre los mezquites salieron tres chamanes que vinieron del otro extremo de la Gran Chichimeca quienes, desde la distancia, habían seguido mediante visiones el desarrollo de la guerra, sabiendo que no había sido ganada y que había llegado el momento de su importante misión.

Los magos se acercaron al cuerpo de Oth asombrados de conocer por fin al gran gigante chichimeca, le recompusieron su traje de guerrero, acomodaron su cabeza y cabellera, colocaron sus manos encima del vientre y su lanza y flechas a los costados. Luego colocaron a sus pies una pila de elotes como ofrenda, por si su espíritu regresaba al cuerpo no sufriera de hambre, y junto a su cabeza unas figurillas humanas simbolizando la familia, ya que Oth siempre fue un hijo y hermano muy devoto.

Una vez preparado el cuerpo yacente, los tres encantadores se colocaron trazando un triángulo imaginario que cubría el cuerpo de Oth junto con todos los cadáveres y entonces, levantando los brazos retorcidos y los ojos desorbitados hacia el infinito comenzaron a lanzar conjuros llamando a los espíritus de sus ancestros, demandando que su piel no fuera devorada por las bestias, ni se descompusiera, ni sus huesos se pudrieran, sino que los restos de todos los guerreros en conjunto, regresaran intactos a la tierra. Los cantos del ritual se convirtieron de a poco en gemidos desesperados y esa tarde el cielo se cubrió de un oscuro y pesado anubado que, pintado de rojo, naranja y violeta, evocó la sangrienta y cruel batalla que ahí se había librado.

Con vientos furiosos los nubarrones colisionaban unos contra otros como si riñeran entre sí, rugiendo y destellando relámpagos, entonces se produjo un gran tronido que retumbó por todo el valle y del cielo salió disparado fuego en forma de rayos que impactaron el cuerpo de Oth, recociendo y extendiendo su carne junto con la de todos los guerreros muertos a lo largo y ancho del campo de batalla. Minutos más tarde sus cuerpos sin vida se convirtieron en roca maciza y con agrietamientos y trepidantes movimientos sísmicos se formaron una serie de grandes cerros que, en un futuro evocarían la forma yacente y sin vida del gran gigante guerrero, aquel que dio su vida por la Gran Chichimeca y su muerte por los soldados muertos en la batalla.

X

Una gran tumba.

Al día siguiente llegó al territorio el Virrey que venía de la Nueva España y, advertido de los recientes acontecimientos visitó el lugar del enfrentamiento, en el camino divisó a lo lejos las montañas que dan forma a la figura del gigante muerto y enmudeció de la impresión.

Llegando al lugar de la batalla se encontró con que el valle había desaparecido y, en su lugar estaban las nuevas montañas que daban forma al cuerpo del gigante yacente, y que nadie sabía explicar lo ocurrido.

Vino mucha gente de lugares lejanos, se reunieron los locales que habían quedado y los familiares de guerreros desaparecidos, todos fueron llegando hasta formar una multitud y ahí el Virrey visiblemente consternado lamentó los hechos ocurridos, informando de las terribles bajas tanto de españoles como de indígenas, todos habían muerto.

Luego informó al pueblo de que después de la intensa y fallida búsqueda de los restos humanos militares, en su lugar se habían encontrado una serie de cerros que, alineados tomaron la forma de un cadáver y que, según el consejo de ancianos, yacía sobre los despojos de los soldados muertos como una gran tumba que nos recordaría para siempre el alto precio de la guerra.

Dijo también que reconocía la fiereza y valentía de todos los guerreros, pero juró que se abandonaría la violencia.

Entonces hizo un acuerdo de paz con el viejo líder del consejo de ancianos, ya que era la última autoridad de la región que quedaba vivo.

La Gran Batalla Chichimeca librada entre los años 1550 y 1600 d.C., fue la última contienda que libraron indígenas contra españoles en tierras mexicanas, a partir de entonces los colonizadores abandonaron la violencia, ya no hubo esclavitud ni maltrato, consolidándose la paz mediante la creación de albergues para acoger a los familiares de soldados muertos, fundándose presidios y trasmitiendo la religión a través de misioneros.

Medio siglo después el gran Oth permanece yacente al poniente de Aguascalientes y observa expectante el paso del tiempo, custodiando como fiel guerrero el hermoso valle hidrocálido; la gente lo llama “El Cerro del Muerto”.

De vez en cuando el Cerro del Muerto se vuelve a encender cubriéndose con grandes y oscuros nubarrones pintados de vivos rojos, naranjas, dorados y violetas; rememorando la Gran Batalla Chichimeca y regalándonos los más bellos y enigmáticos atardeceres del mundo.

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