Ellas

Ellas

Las fuertes punzadas en mi cabeza me despertaron. Necesitaba un café. A través de las persianas se filtraban los rayos de sol: había dormido demasiado. Debí cerrar ligeramente los párpados para hacer un poco de sombra. Con esa visión obstruida, me dirigí hacia la cocina y preparé el café con movimientos torpes.

Pasé mi mano sobre la mesa para retirar las migas de pan. Coloqué la taza caliente y esperé a que la temperatura de la bebida fuera menor. Por fin di el primer trago y logré abrir por completo los ojos: el café me dio el valor para despertar. Conforme lo sorbía, las punzadas en mi cabeza iban cediendo.

Observaba los objetos, que gradualmente recobraban sus rasgos. Me detuve al notar una mancha oscura en el piso. Al principio, la figura era amorfa, fue necesario aguzar la mirada para advertir qué era. Ahí estaba ella, muerta, exhibiendo su vientre, con esas horrendas divisiones que la hacen tan flexible, y sus patas encogidas, cubiertas de vellosidades.

Estaba muerta en el piso de mi cocina. Pero anoche estuvo viva, debió caminar sobre la mesa y morder las migas. Husmeó en busca de alimento, arrastrando sus asquerosas patas en la superficie del suelo, de las sillas, de la mesa. Se desplazó por todos los rincones, y ahora estaba ante mí, inmutable.

Llegó a mi mente la idea de que esos seres sobrevivirán a la humanidad. Entonces todo será distinto: yo estaré muerta y ellas vivas. Mi piel se eriza al pensar en su indestructibilidad. Mientras tanto, ella sigue aquí. Debo sacarla.


Chasquido

El grifo gotea. Ella observa el surgimiento de cada gota indecisa, pausada. Escucha su sonido pastoso, una especie de chasquido, como si un anciano masticara, con desgana, un trozo de carne roja, casi cruda. 

Las gotas caen sobre la pila de trastes sucios, se deslizan torpemente entre la mugre y los restos de comida. Ese amontonamiento de recipientes grasosos la empieza a angustiar, tanto como la imagen del viejo con su bocado de carne. 

La siguiente gota demora tanto en aglutinarse en la boca del grifo que ella tiene tiempo de fantasear: el viejo se atraganta y ella disfruta, con sadismo, esa imagen que le brinda unos segundos de silencio… Pero la siguiente gota cae. 

Frustrada, la observa resbalar, perezosa, entre la suciedad. 

Desearía levantarse de la mesa, lavar los trastes, llamar a un fontanero para que arregle la llave… Pero permanece inmóvil, con la mirada fija en el grifo, escuchando al anciano masticar, 30 veces, cada bocado de carne.


Mañanas muertas

La luz que se cuela por las cortinas improvisadas le impide ignorar que el día avanza sin piedad. Dentro de la habitación, las mañanas transcurren lentas, desganadas. Ella hace esfuerzos por levantarse, pero la pesadez de su cabeza y de todo su cuerpo, la sumergen en ensoñaciones fofas. 

Después de varios intentos fallidos, por fin abandona la cama. La mujer gorda bosteza con la boca bien abierta, intentando exorcizar, en esa ruidosa espiración, la frustración de toda su vida. Arrastra sus pies hacia la cocina, prepara mecánicamente un café, percibe su aroma y esboza una leve sonrisa, casi falsa. 

Toma una taza, dos, tres… Espera que la cafeína surta su incipiente efecto; espera que ese bicho en el que se convirtió sea sólo una broma de mal gusto; espera que la apatía se transformé en ganas de hacer algo, lo que sea.


Photo by Peter Adrienn

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