Elena

¡Escucha! ¿Escuchas el quejido de los cristales, por los azotes de la lluvia, y el ulular del viento traspasando los orificios de la casa? Los velos de la noche transforman a los habitantes del bosque en fantasmas. Sombras que se elevan del suelo y me persiguen. Me persiguen desde que la sonrisa de Elena se desvaneció. Desde que el café está frío sobre la mesa vacía; desde que las notas de su risa ya no saltan a mis ojos. La cama está deshecha, se fue sin hacerla; no era su costumbre. ¿Cómo pudo irse así, herida como estaba?, peor aún, ¿cómo se fue sin despedirse? Tengo sed de sus manos infinitas, sus manos mágicas.

¿Escuchas? se ha desatado la tormenta, como cada noche desde que ella no está. Las ramas ansiosas, de los espectrales árboles, flagelan puertas y ventanas con desesperación. A pesar de estar tapiadas, el viento en su turbulencia, atraviesa las rendijas y se deslizan las sombras.

La puerta rechina… ¡alguien la ha abierto!

¡Elena, de nuevo, estás aquí! déjame abrazarte. Has adelgazado, casi no siento tu cuerpo, pero puedo tocar tu alma. Siempre has sido tan frágil, tan delicada, tan transparente. Al caminar parece que flotas; más que oír tus pasos los veo, los veo flotando por la casa, por el jardín.

Aunque eso era antes, antes de que hubieras tapiado las ventanas. Cuando la noche, embriagada de magnolias, invadía nuestra habitación, y el crepúsculo teñía con su fuego tu cuerpo desnudo. Cuando por las mañanas, entre sorbos de café caliente, te observaba cultivar tus rosas; cuando tú eras una rosa. Te veo tan pálida como el invierno. No te debiste ir, estabas herida…

Fui yo, yo te herí como tantas veces. Tú me perdonabas, una y otra vez, como se perdona a un niño que hizo una diablura. Yo siempre lloraba; tú, temblorosa, me abrazabas. Tus brazos, tu dolor, tus reproches silenciosos me rodeaban. Me compadecía, me humillaba, me empequeñecía tu bondad. Debo confesarte que me alteraba que fueras tan buena, tan perfecta, tan bella. Odiaba tu perfección, envidiaba tu belleza, me asqueaba tu bondad.

¿Sabes?, te he estado esperando: el café está frío, la casa huele a ausencia, la cama está deshecha. No puedo tocar las notas musicales de tu risa ni atrapar el movimiento de tus labios, como cuando cantabas.

Tus manos están frías, frías como los cuchillos de la cocina con los que destazabas a las gallinas. Nunca comprendí como una mujer tan delicada como tú podía permanecer tan tranquila y, silbar. Silbar mientras les retorcías el pescuezo, mientras les arrancabas las plumas. ¿Cómo podías acuchillarlas tan certeramente hasta desmembrarlas? Desde entonces detesto el caldo de pollo, me sabe a sangre. Igual a cuando te besé y, al besarte, bebí la sangre que brotaba de las heridas de tus labios trémulos.

¿Qué te sucede?, una tormenta está brotando por tus ojos sin luz. No llores, hiciste bien en irte. Pero te extraño.

−Entre oficial, esto, esto, era mi esposo. ¡Deténgame, yo lo maté!

1 comentario

  1. Muchas felicidades Nicole, que esa pluma siga tan activa generando historias hermosas!!!

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