El vuelo

Cruzó así, como ave pasajera. La idea. Ocurrió una mañana cuando al levantarse de su
cama con desgano, Memo se asomó por la ventana. En el jardín, el vaivén del viejo
columpio meciéndose al ritmo del viento otoñal parecía invitarlo a salir.

El reloj despertador marcaba ya las once y, al igual que todos los domingos, el niño
esperaba ansioso el silencio: que se acallaran de una vez por todas los gemidos y jadeos
provenientes de la habitación contigua donde su madre y su padrastro intercambiaban
palabras de amor yuxtapuestas a aullidos de bestias salvajes; aullidos que hasta hacía poco
tiempo eran indescifrables para él, pero que ahora, que empezaba a crecer, ya entendía su
significado. Para escapar de la angustia y desasosiego que el sólo imaginárselos le
ocasionaba, se refugió en el libro que yacía tirado a un costado de su cama: El principito.
Era definitivamente su favorito. Lo hojeó varias veces deteniéndose a disfrutar las
ilustraciones. La idea de volar hacia otros mundos, lejos, muy lejos de su miserable
cotidianidad se le incrustó en la cabeza. Colocó el libro en el estante, se puso las pantuflas y
descendió por la escalera de caracol. Pensó en el caparazón de este invertebrado y lo
envidió. Hubiera preferido nacer caracol y no el “niño inadaptado”, como lo llamaban los
adultos, o el “Este hijo tuyo pinta para ser todo un maricón” que solía repetir el padrastro, o
el “globo glotón” como lo apodaban sus compañeros de escuela.

Pasaba por la cocina, cuando de pronto la idea empezó a perder fuerza; fue
diluyéndose cada vez más a medida que el hambre lo envolvió compulsivamente. Puso a tostar dos rebanadas de pan, y se preparó un sándwich de mortadela y queso, aderezado con
abundantes cucharadas de mayonesa. Salió al jardín comiéndoselo vorazmente.

Al llegar al columpio se detuvo de golpe. La hojarasca ambarina revoloteaba a sus
pies. “No voy a caber, y si acaso lo logro, la tabla ya no va a poder aguantar mi peso”,
calculó Memo mientras deglutía, casi sin masticar, el último bocado. Aún así, intentó
sentarse en el columpio, pero su gordura se lo impidió. ¡Cómo le hubiera gustado volver a
la delgadez de la temprana infancia!, aquella en la que su padre aún vivía y lo empujaba
con fuerza para darle vuelo mientras él, carcajada tras carcajada, colaboraba impulsándose
aún más con sus piernas. El vuelo crecía y crecía, alcanzando una altura inaudita, y Memo,
sintiendo que dominaba cielos, mares, nubes, copas de los árboles, y el entorno entero, era
un niño feliz. “Si fueran cadenas de metal seguramente me soportarían”, reflexionó al
palpar las cuerdas de henequén que lo habían sostenido sin problema un par de años atrás.
Y la idea regresó.

Una jugarreta de su memoria toca ahora su llaga en carne viva. Duele, luego es
verdad. El eco de la risa burlona de sus compañeros de primaria infecta sus tímpanos. La
idea persiste, aumenta su intensidad, y se instala. Corre Memo hacia el cobertizo donde el
jardinero, su fiel y único amigo, guarda las herramientas de trabajo. Toma las tijeras de
podar y regresa al columpio. Con un ímpetu inusual en él, corta de tajo el nudo de la cuerda
atado a la tabla que parece haberlo rechazado también, tan solo por ser obeso. El columpio
ha quedado mutilado; es ya un objeto inútil e insignificante para Memo. No así la cuerda.
La rugosa extremidad derecha cuelga indefensa y solitaria. El niño, satisfecho, observa
detenidamente el cielo mientras esboza una tímida sonrisa. Sostiene la cuerda flácida entre
sus manos y percibe una cierta vibración. “Es como si le corriera sangre por dentro”,
piensa. En la habitación de su madre, los ruidos aún se filtran por el mosquitero de la
ventana.

La acaricia varias veces. La cuerda. La idea. Para dominar su mente y borrar el eco
de las palabras de su madre el día en que le anunció que el tal Valente, su novio, se mudaría
a vivir con ellos. Memo se concentra con ahínco en las imágenes que lo relajan y que lo
hacen soñar y volar: las ilustraciones de su libro. Recuerda aquel zorro que, al no haberse
preparado para la llegada de un niño de bufanda roja, deseaba ser domesticado; recuerda el
rey cuyo manto era tan extenso que cubría casi la totalidad del pequeño planeta donde
habitaba. La aspereza de la cuerda lo remite a recordar la espina de una bellísima rosa un
tanto vanidosa, que fue protegida por un capelo, pero jamás poseída. Y se pregunta: ¿Serán
todos los adultos unos estúpidos incapaces de ver lo que está frente a sus narices; lo que es
obvio y se nota al instante?” Y de pronto viene a su mente la imagen del dibujo ubicada al
inicio de su libro. “Es un sombrero”, habían dicho los adultos carentes de imaginación y
sensibilidad. Memo había adivinado desde la primera vez que la vio, que se trataba de una
serpiente delgada y poderosa -tanto como la cuerda que continúa acariciando- capaz de
tragarse un elefante entero. O al niño-elefante…

Y la idea lo eclipsa.
Con la cuerda forma un círculo lo suficientemente grande para poder introducir su
cabeza y lo ata con un nudo apretado. Se la coloca al cuello. La cala. Resiente el escozor.
Se la retira y corre en busca del banco que el jardinero utiliza para podar los árboles. Al
regresar, lanza una mirada iracunda hacia la ventana de la habitación de su madre. Repite
el proceso de colocarse la soga al cuello y apretarla lo suficiente. Se sube al banco
esperando que, al no resistir el exceso de peso, sea éste quien lleve a cabo el acto planeado.
Pero no. El banco no quiere ser partícipe de una locura infantil. Memo cierra los ojos, jala
la cuerda con fuerza mientras que, como solía hacerlo en el columpio de antaño, avienta el
banco lo más lejos posible.

El enorme peso de nueve años y casi cincuenta kilos se aligera. Los prejuicios
respecto a su comportamiento inusual en un varón se han acallado al fin. Las burlas
respecto a su gordura han quedado atrás. A lo lejos, como música de fondo, la risa cascabel
de otro niño, delgado y rubio, lo acoge y acompaña en el viaje.

Sobre el pasto, pequeñas migajas de pan bailan al compás del otoño

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