El visitante

No puedo eludir el influjo de una luna como esta. La sangre calienta las yemas de mis dedos y alrededor vuelan presencias que buscan vida en la tinta. Aderezo la imaginación con un buen trago y me dispongo ante el teclado. Es una noche iluminada de viernes, apta para los delirios. La mayoría los busca en juergas, en esas canciones y bailes que uniforman los impulsos; yo, en mi soledad.

            Hay un personaje que ha rondado mis últimas noches, quitándome el sueño. Hoy lo elijo, lo tomo de la mano como lo haría un sultán con alguna dama ignorada de su harem, y bailamos una danza de palabras que inusitadamente resulta amable, incluso divertida. ¡Es bueno que esta vez mi inspiración sea de comediante! No quiero saber de las tristezas y tragedias que han llenado mis últimas historias, aunque reconozco mi proclividad para darles vida. Qué amable es el tiempo para un enfermo de letras si dos tragos de güisqui ayudan a engendrar dos buenas cuartillas, sustanciosas, armónicas, interpretaciones de la vida que aspiran a ser más que dos vulgares fotografías, con su halo de poesía y su pizca de humor que entretiene. Mis dedos pulsan alegres tras la tercera página, pero ven interrumpido su ímpetu justo a la medianoche al escuchar que tocan a mi puerta. Es extraño, porque no espero a nadie. Antier tuve cita con mi amante ―aunque sus furores suelen ser imprevistos y saben quebrar el orden que me he impuesto― y ayer tomé vino con mi mejor amigo. Además, visité a mi madre.

            Al deslizar la ventanilla para ver quién es, descubro el rostro del vecino que renta el departamento que está justo enfrente de mi casa. Antes conviví dos o tres veces con él, supe de su propensión al alcohol y de sus crisis existenciales. Abro la puerta. Siento un estremecimiento al verlo, iluminado por la luna. Parece arrancado de un cuento de Poe, larga la figura y honda la mirada. Su voz emerge como de una caverna.

―Lamento molestarte, mi amigo. Vi luz en tu casa y pensé que podría compartir contigo esta media botella que busca otra sed, además de la mía.

No deseo interrumpir el alegre curso de mi narrativa, pero la extraña fascinación que ejerce sobre mí su presencia y algo así como una solidaridad compasiva, lo dejan franquear el umbral de mi casa. Interrumpo mi trabajo. Preparo dos vasos con hielo y me dispongo a beber del bourbon de buena cepa que el tipo trajo consigo. La única ocasión que entablé una breve plática con él fue la última vez que lo vi en una reunión con amigos mutuos.

―Perdón que interrumpa tu trabajo. Pensé que una soledad como la tuya era la adecuada para compartir el júbilo que me embarga esta noche.

¡Bravo! Mi vecino misterioso de halo medieval se encuentra contento. Áspera alegría, pienso, pues la sonrisa que exhibe al brindar conmigo dura dos segundos y se esfuma. Como sea, no muere aún la esperanza de mantener el tono de esta noche.

―Y, ¿a qué se debe tu felicidad, mi estimado? ¿Una mujer, acaso? ¿O será el influjo que la primavera ejerce en quienes amamos más las flores que el dinero?

―Felicidad, es decir demasiado. Desde hace tiempo alejé tal palabra de mi vocabulario. Es una entelequia, lo sé bien y lo sabes si en verdad has vivido.

― ¡Vamos! Si te atreviste a tocar mi puerta y compartir conmigo tu júbilo, como dijiste, pensé que esta noche bebería yo con un hombre feliz.

Guarda silencio unos segundos, como si mi súbito entusiasmo nacido por el trago generoso del bourbon, mi tercera copa de la noche, evocara en él tiempos pasados. Enseguida, desgrana su emoción:

―Alguna vez, o varias, pensé que la felicidad habitaba en las palabras sabias de los grandes pensadores o en lo profundo de los ojos de una dama; o bien en una grupa portentosa de mujer asida por mis manos. También creí, ingenuo de mí, que se hallaba en la voz de algunos líderes “iluminados”, en cuatro o cinco libros fundamentales y en mis dos hijos que ya no sé quiénes son ni dónde andan. Ideas, sensaciones, engaños de los sentidos… Perdona si te abruma mi perorata, realmente algo bello deseo compartir contigo esta madrugada. Eres de los pocos con los que puedo sentir alguna comunión espiritual; en realidad siento desprecio por el mundo y me complazco con mantener la comunidad conmigo mismo.

¿Schopenhauer?, ¿Kierkegaard?, ¿Heidegger? ¿Ecos de quién escucho a través de esa boca que toma con fruición todo el líquido de su copa? Debo luchar con ahínco, pues hasta ahora me he librado de aves negras y personajes trágicos.

―Te entiendo perfectamente ―respondo interesado, tratando de conectar con él―. También he dudado de las aparentes delicias del mundo. Pero, en fin, hoy tenemos esta botella todavía con buenos tragos y la noche es fresca. La nostalgia entre dos también es un buen estado para transitar los minutos, si es que insiste en quedarse con nosotros. Veamos, ¿cuál es la dicha que deseas compartirme, si así puedo llamarla?

―Llamémosle mejor: una certeza, y llegar a ella me parece una iluminación. No he podido evitar hace poco derramar unas lágrimas por el descubrimiento que hice dentro de mí.

La intriga amerita una nueva copa y un habano que enciendo solo en momentos especiales.

― ¡Brindo por esa certidumbre que has descubierto en este mundo de poco fiar! Y por las mujeres, porque, aunque sea por momentos, yo sí encuentro en ellas el paraíso tan buscado… y el infierno también ―mi comentario y su segundo trago hacen que mi acompañante suelte una leve carcajada. Me animo―. ¡Vamos! Cuéntame.

―Deseo hacerte primero una pregunta fundamental para que puedas comprenderme mejor. ¿Alguna vez has pensado que, como lo dijo Lichtenberg, los hombres sabios de cualquier época han dicho más o menos lo mismo?

―Lo he pensado y lo creo. Además, Schopenhauer agregó que los tontos, esto es, la gran mayoría, han hecho siempre justo lo contrario de lo que dijeron los sabios. He luchado toda mi vida por no estar del lado de los tontos, aunque en ocasiones me porto como tal. Sin embargo, cuando actúo o hablo con bandera de estúpido, al menos tengo conciencia de serlo; esto no me hace mejor, pero me desprecio menos y evito el suicidio. Ahora bien, sigo sin saber nada de tu júbilo interior. De eso que te llevó a buscarme.

Sus ojos brillan al escucharme. Me mira como a un hermano al que se le sabía vivo y escondido en alguna parte. Ahora lo encontraba. Choca su copa con la mía y la bebe toda.

―Comenzaré por decirte que ya no tengo ambiciones, la última que tuve se largó con un poeta, igual de obtuso que yo, pero joven y bello. Ella dejó de significar algo para mí hace tiempo, no me causa dolor ni algún tipo de remordimiento ―paradójicamente, me lo dice con la emoción de un adolescente que le cuenta a otro el descubrimiento del amor en los calzoncitos blancos de una compañera del salón―. ¡El amor mundano me es ajeno!, y casi todo lo que sucede en el mundo también lo es. Desde hace tiempo voy solo en pos de mí a través de una prudente satisfacción que…

El sonido de mi teléfono detiene sus palabras enfebrecidas. Es ella, mi amante, interrumpiéndome después de la medianoche. Habla con tal intensidad que, sin usar el altavoz, sus palabras llegan hasta los oídos de mi huésped inesperado. Debo bajar el volumen del aparato y alejarme para ganar un poco de privacidad. Él deja de escuchar, pero al final de mi diálogo telefónico, su mirada me anuncia que escuchó el primer “mi amor” de ella y adivinó el resto, que incluyó un “he descubierto que te amo” teóricamente prohibido entre nosotros. Obviamente descubre que solicita mi presencia, porque varias copas de vino disfrutadas con amigas la han humedecido desde las uñas hasta las puntas del pelo, justo ahora que me encuentro departiendo y filosofando con un hombre más desarraigado que yo, a punto de escuchar la que será tal vez la conclusión más elevada sobre su existencia, o la esencia de las todas las cosas que hay en el mundo, al menos en el suyo. Quisiera ser capaz de mirarlo a los ojos con valentía, y decirle: “Ella me solicita, pero no iré, es solo una mujer a la que las emociones le juegan una mala pasada porque cree que me ama. ¡No sé cómo se atreve a interrumpir nuestro encuentro, querido amigo! Sirvamos la tercera copa y hablemos de la dicha o desdicha que te embarga”. Sin embargo, no puedo.

―Mi amigo, siento mucho esta interrupción. Hay una dama que…

―No es necesario que justifiques algo ante mí. No me compete emitir un juicio al respecto ―creo ver inundados sus ojos― Además, ya es tarde y tengo una gran encomienda para esta noche, o madrugada. Agradezco que me hayas recibido. Me conmueve sinceramente darme cuenta de que todavía puedes ser feliz con los cantos de sirena; yo estoy más allá de tales ensoñaciones. Me retiro.

―Lo siento, de verdad. Puede ser que mañana sea yo quien te invite un trago y… dilucidemos algo más sobre los motivos que aún nos permiten estar vivos sin maldecirnos.

―O que nos permiten estar muertos sin saberlo; o bien, que nos invitan a estar verdadera y gozosamente muertos, sin sufrirlo.   

Se va, dejándome la emoción hecha un nudo que logro desatar luego sin gran dificultad en el cuerpo de mi amante, quien antes del amanecer de ese viernes de abril me pide ser su esposa. Ha llegado demasiado lejos al hacerlo. Se lo digo y salgo huyendo de sus brazos con los primeros rayos del sol.

Al llegar a mi calle me sorprende la agitación que encuentro entre mis vecinos cercanos, justo frente a la casa de mi visitante nocturno. De inmediato me ponen al tanto: la ambulancia se lo había llevado hace poco, pues una bala impecable se alojó en su cerebro a través de su boca.

Me deja la duda sobre el júbilo último que lo embargó, o tal vez su muerte me ofrece un panorama que poco a poco clarifico: estaba listo para el encuentro definitivo con lo insondable. Admiro su valor y como hermano putativo lo abrazo a la distancia.

Necesito una copa para soportar la sacudida de emociones. La bebo y me ancla en mi cuerpo, en mi departamento, en mi pequeño mundo de verdades inventadas que se deshacen; en esta primavera hermosa que seduce mis sentidos. Inesperadamente, gruesas lágrimas humedecen mis mejillas. No sé si lloro por él, por ella, o por mí.

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