El velador

Había escuchado hablar de cosas sobrenaturales, pero todo se lo había tomado como una broma, como inventos, o supersticiones de las personas. No podía tomarse enserio esas cosas. Después del recorte de personal en el banco, Ernesto había buscado trabajo en muchas partes, pero nadie iba a contratar a un hombre de sesenta y cinco años. Era muy viejo ya para cualquier cosa, no se lo decían, pero podía verlo en sus miradas. Por eso cuando lo aceptaron de velador en la escuela aceptó sin chistar. El salario era muy bajo, pero al fin de cuentas era algo, y alguien tenía que llegar con dinero a casa, para las medicinas de Justina, su mujer. Sus hijos apenas los visitaban, estaban solos.

La escuela se encontraba en la colonia del Polvorín, alejada de todo. Tenía que viajar casi una hora para llegar. Doña Concha, la señora de la tienda cercana, le aseguró que ahí pasaban cosas extrañas.

-No sólo ruidos, o sombras: cosas raras señor.

-Son cosas que pasan seño, en los lugares grandes, hay ruidos, cosas, animales. Yo no creo en fantasmas.

-Es más que eso, se lo aseguro.

El primer día recorrió la escuela, y buscó un buen lugar para acomodarse y descansar. Vigilar no era difícil. Era sólo estar atento y ya. Podía dormir un rato.

No había pasado nada fuera de lo normal. Algún ruido quizá, producto del viento, de algún roedor, posiblemente. Al salir de la escuela los vecinos lo veían pasar con cierto morbo. Sentía las miradas sin darles mayor importancia.

Al llegar a casa estaba agotado, como si hubiera estado cargando algo. Le dolía la espalda y las piernas. Se recostó a lado de su mujer, quien aún dormía.

Justina sufría de reumatismo articular agudo, lo que le impedía en ocasiones levantarse de cama. Los dolores eran muy intensos.

Cuando despertó, Ernesto descubrió que cama estaba vacía. Un olor a encierro, a polvo le llegó de pronto. Llamó a Justina sin resultados. Fue a la cocina, al baño, a la sala, al cuarto de sus hijos. Justina no estaba, es como si hubiera desaparecido así de pronto. Preocupado, salió a la calle para buscarla. Preguntó con los vecinos, llamó a sus hijos, a sus viejos amigos, a la hermana de su mujer. Nadie sabía nada. Fue al Ministerio Público, ahí le dijeron que tenía que esperar 12 horas antes de darla por desaparecida. Un viejo gordo que estaba sentado detrás de un escritorio haciéndose el chistoso le preguntó si no se había fugado con su amante. Ernesto le dieron ganas de aventarse y romperle el hocico. Pero sabía que tenía todas las de perder. Sólo volteó y le dio una mirada llena de rabia.

Al llegar a casa lo esperaban sus dos hijos.

A las tres horas alguien le habló para avisarle que habían encontrado a Justina en la escuela donde había empezado a trabajar como velador. Estaba sentada en una de las bancas, callada. Fueron a recogerla y la llevaron de vuelta a casa.

Justina no recordaba nada. Ernesto tenía que regresar al trabajo. Sus hijos no podían quedarse a cuidarla. Así que se quedaría sola.

Esa noche tampoco fue especial. Trató de dormir, pero pensar en su mujer, en lo que había pasado no se lo dejaba. ¿Por qué Justina había ido a la escuela? No encontraba explicaciones.

Al llegar a casa encontró a su esposa recostada de lado. Se tumbó a su lado, se acorrucó en ella. De pronto escuchó una melodía infantil que susurraba su mujer. Un escalofrío recorrió su cuerpo.

-¿Qué cantas Justina?

-¿No recuerdas esta canción?

-No.

-Sammy el heladero es un pingüino feliz y gordito, Vive en su patria de hielo, bebiendo helados y empujando su carrito…

-Justina deja de cantar sí…

-Los helados que Sammy vende los hace con agua y con risa a veces les pone leche…

-¿Qué tienes amor?

-Tengo frío…quiero salir a comprar helado. Papá.

Ahí estaba Ernesto, con miedo, con angustia. Justina, su mujer, la mujer con la que había tenido dos hijos, y habían vivido cuarenta años juntos, se mecía como una niña en sus brazos, llamándolo papá. Pensó en la demencia senil, en algún trastorno causado por la edad, en el alzheimer. La abrazó con fuerza mientras besaba su frente.

Les habló a sus hijos, les dio la noticia. Buscó ayuda con el médico de la familia. Recostó a su mujer en la cama y salió a trabajar. No era momento para abandonar su trabajo.

-¿Qué le pasa?, lo veo preocupado.

-Nada doña Concha, nada. Cosas que pasan en la casa.

Ernesto se recostó en el mismo lugar donde lo había estado haciendo desde hace tres días, intentando descansar y pensar que hacer con su mujer, hasta quedar dormido. Un ruido lo despertó, es como si alguien caminara por los pasillos y fuera abriendo puertas. De pronto escuchó un leve murmullo Sammy el heladero es un pingüino feliz y gordito, algo lo sacudió de pronto, un golpe helado, un calambre. Ernesto descubrió a su mujer sentada en una banca, pálida y con su camisón azul.

-Justina, ¿Justina qué haces aquí?.

-Soy Ana, tengo seis años y estoy muerta papá….

El cuerpo de Ernesto cedió y comenzó a desvanecerse. Al otro día encontraron sus cuerpos en el aula sin vida. No hubo explicación. Sólo murmullos e historias sobrenaturales, de las que cuentan los adultos para espantar a los niños.

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