Cómo volver, hermana, al patio de una casa en la que fuimos. Cualquier cosa: una ramita de limón quebrada por el sueño de los pollos, el cerco de la hormiga junto al pozo que hacía su labor de élitro y verano, las costras bajo el pie donde el vidrio se astilló. Allá no estabas tú, no te recuerdo. Allá crece la noche cuando llueve, crece la voz del sapo en las goteras, la voz de lo que fuimos, nosotros, tus hermanos: el humo de los perros. Pero no tú, tú ya no estabas. Tú vuelves a casa para darme una moneda, un caramelo rojo que brilla al despertarse. Tú eres la ciudad cayendo en el rocío, camiones que se marchan hasta el hueso, una maleta gris en la versión de octubre. ¿Dónde anduviste, hermana?
No hablaremos del hijo que mi amigo fue, compañero de escuela. Que un día se perdió por estas calles: alcoholes en la mugre del cemento, sus estopas pudriéndose en la lengua. ¿Acaso te buscaba sin saber en los zurdos callejones de la mona? No hablaremos del llanto la noche en que su fémur se rompiera de sangre entre las lápidas. No hablaremos del ojo que la roca vació, cáliz del frío en madrugada de febrero. De los recientes tajos que enfangaron su pecho. De la resignación de madre, su abuelita. De la tumba que ya nadie recuerda en un sitio lejano de los rezos. De su nombre sin huella. No hablaremos, hermana, de la culpa. No diremos la culpa.
Volviste a sonreír, más tarde. Muerto tu hijo en una tumba que ya nadie visita. Muerto a los tajos de la piedra, el sarro del machete. ¿Te recuerdas llorando en esa hora de febrero a principios de un siglo que anunciaba el tumor? Nuestros huesos formaron un borroso corazón de hijos que nacen y nos llaman desde el parto. Y te fuiste quedando. Un viernes de junio, su música de lodo, te casaste de nuevo. En un lugar cercano a nuestra infancia se detuvo tu pie, el galope de malva: sonreías cuando a veces por causas de retiro te encontraba. Eras muy parecida a otra hermana que admiré cuando de niño me regalaste un dulce, una moneda. Eras alegre sin tu andar hacia quién sabe, mudando como un pájaro al velo del calor. Es lo que aquí, pan que se descose de mi boca, recordaré. No más aquello que tu rostro abriéndose al perfume de la dicha que cruzaba por la casa.
Afuera de tu cuarto de hospital, recuerdo, un guayabo enramaba la ventana. Verde por las lluvias que dejaron su gris con el verano, aún posee frutos cayéndose maduros sobre el ámbar. Los pájaros llegan a ese árbol puntualmente y hacen de la tarde una conversación cortada por sus alas. Llegan puntualmente hacia el final del día, siempre el mismo para ti, ensueño de lamentos y pastillas. Al otro lado de tu cama, veo la fronda, escucho el vidrio de los pájaros. Y pienso en la vida que transcurre mientras alguien aguarda, entre sábanas, su dolor como un fruto que picotea el cansancio interminable. Por aquella ventana sin cortinas, irrumpía la belleza con su cielo y su árbol de guayabas, sus pájaros que vuelven con un grito, antes de ser la noche.
Pesaron las semanas, su vigilia en el calcio de la lengua. Sed era lo que a diario repetiste, pequeños golpes de agua. Temperatura a ratos, balbuceos. A veces las palabras que drenaron. En una tarde limpia como un trino, me hablaste de tu fe, de las cosas que harías cuando sanaras. Dijiste, al ver mi asombro, “no me voy a morir”. Y en tu gesto torcido, en tu cuerpo ya inútil para el mundo, se desató otro río de la infancia con sus manos nubladas. Todo trata del agua, surco donde oscurece la semilla. Tú querías bañarte. Harta de las esponjas, extrañabas la lluvia. Acuden enfermeros: ayudaron a levantar tu sombra que pesaba lo que pesan seis décadas de polvo. Una silla y sus ruedas te conducen, por sollozos y puertas, hacia el baño. Alguien te desnudó, alguien abrió la llave, enjabonó tu espalda. Y ahí, bajo el pasmo del agua, tus labios se movieron. Sonreías otra vez, como si volvieras a casa para darme este dulce, una moneda. Eras niña jugando entre la lluvia, en los cuencos del patio, donde tu nombre aún pisa el verano. Supe entonces que hablaste con verdad: aunque pronto la tierra a paletadas, no morirías, hermana.
Ibán de León (Pinotepa Nacional, Oaxaca, 1980) es licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas (FLM, 2009-2011). Es autor de los libros de poesía Oscuridad del agua (ISC, 2012), Estaciones nocturnas (FETA, 2016), Calles del cuerpo anochecido (Acá las Letras Ediciones-Coneculta Chiapas, 2019), Pan de la noche (UAZ, 2019) y Gorriones (Ediciones La Rana, 2022). Ha obtenido, entre otros, los siguientes reconocimientos: Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta 2021, Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 2018 y Premio Nacional de Poesía Amado Nervo 2014. Actualmente forma parte del Sistema Nacional de Creadores de Arte (SNCA).
Sin palabras o todas!!! Es un hermoso escrito que remueve sentimientos. Gracias al autor por hacer sentir la vida y lo que se fue. Muchas gracias!
Muy hermoso, ibán. Me gustó muchísimo.