Sombras sacras

El rezo

Los últimos fuegos artificiales estallan en el cielo. En la sala, a través de las ventanas, se filtra su inconfundible olor. Nuestras cinco figuras, con sus tenues sombras, se reúnen alrededor de la mesa de centro. El silencio gana espacio, tácitamente, acostumbrado. De pronto mi madre junta sus manos. Miro por un instante las luces temblorosas del árbol. Solo mi padre la ha imitado. Su rostro, levemente ido, bovino, contrasta con el de ella, que ya deja asomar el inevitable caudal de cada oración de Navidad.

 «¿No dice Jesús que cuando dos o más se reúnen en su nombre, él estará allí?». Sus ojos, su sonrisa melancólica, su tono, su recia fe. Y yo, que pienso: «ya de más grande…», y me aferro a su pedido. Sabe que nosotros, sus hijos, llegaremos también a Él. Yo aparto la mirada de su figura levemente encorvada, y recuerdo mi niñez. Empieza el padrenuestro. Todos, los cinco con las palmas juntas, y los ojos cerrados. ¿Qué era eso? Mis pies aún no llegan al suelo, sentado en el sofá junto a mis hermanos. El padrenuestro, y con los ojos abiertos, mientras mi padre repite, solo él.

¿Empieza ya a quebrarse su voz? No hay modo de saberlo: las cuatro voces y la mía, aguda, que pide, honesta. Pero siempre con el temor de niño, que no sabe bien de ese allá que nos trasciende y nos fascina, y a la par nos infunde sus miedos. Venga a nosotros tu reino. No le aparto los ojos. Algo en el fondo me duele, pero ¿por qué? ¿Es mi culpa no creer? ¿Es mi culpa que ninguno de sus hijos crea? Estoy aquí, cumpliendo sin saber por qué el ritual de toda la vida, callando esas palabras, que acaso, a los doce años ya no pronunciaba con la seguridad ingenua de antes. Hágase, Señor, tu voluntad. ¿No?

Con curiosidad abro un ojo, observo unos instantes el alrededor: a mi padre, serio, a mi madre, que ya se pone a temblar, al nacimiento lleno de figuras que la oscuridad decolora. Ellos siguen, mientras yo observo las sombras que se apoderan del techo, proyectadas por los autos ocasionales de la avenida. Otra vez su rostro, siempre el mismo rostro, pienso, todos estos años. ¿Dónde esconder los ojos? Quiero esa paz, que alguna vez me prometí, y ahogo.

Perdona nuestras ofensas, así como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. El año pasado, la primera comunión: los amigos del colegio, la compañía de mi hermana, algún amigo nuevo, las historias, los juegos… La primera confesión… Una fila de niños que no avanzaba, en la primera banca de la capilla desierta. Un temblor de manos, un ver atrás, conjurando culpa… La tijera robada podía decirse, pero no los roces contra la cama temibles y necesarios. ¿Era pecado ese despertar, ese goce oscuro en las soledades precisas del dormitorio? Más sombras, más sonidos de la boca de mis padres que pierden intensidad. Mi madre allá, por llorar. No era la religión algo que quise. Se me impuso, como ahora mismo se me impone. ¿A qué buscar lo malo intrínseco en mí? Yo no pecaba. ¿No es demasiado pedir eso a los hombres? No nos dejes caer en la tentación. ¿Dónde está Él? ¿Cómo esforzarme para llegar?

Un año antes, le rezaba todas las noches. Le hablaba de mis problemas, de mi día en la escuela, de la timidez que me dificultaba hacer amigos, o de la tristeza que me invadía sin causa. A veces jugábamos al ajedrez. Este año, ahora, me parece tonto. ¿Haré la confirmación?

Amén.

Abre los ojos, nublados por las lágrimas, y ya empiezan a caer. Pero aún no acaba. ¿Cuántas avemarías? Ella siempre sintió más cercanía con la Virgen. Ave María, llena eres de gracia. ¿Qué fue primero? ¿El no creer, bendita eres entre todas las mujeres, o el acallado e ignorado deseo prohibido? Ambos fueron recién a los doce años, y lo segundo llevó más tiempo. Me carcomió la adolescencia. ¿Qué era ante los ojos de la Iglesia? Por suerte ya no creía, si no, me hubiera hecho una maraña de nervios y de daños. ¿No lo fui? Bendito es el fruto de tu vientre

La oigo, pero parece estar en otra habitación. Me esfuerzo, quiero sentir también esa emoción que la envuelve. Quiero alcanzar eso que no entiendo. Ruega por nosotros, los pecadores. Nunca diré esas palabras. Nunca. Y sin embargo, aquí estoy, callando. Callando todo esto que no puedo, tras tantos años, llevar sobre mis hombros. El amor que no se atreve a decir su nombre. Sodoma. Pecado nefando. Abominación…

Oh, clemente, oh, piadosa… Es llanto puro, un cuerpo que tiembla ante un dios incomprensible. Y pienso que no entiendo, que nunca entendí, que sus vanas esperanzas solo traerán desilusiones. Ella sabe que no creemos. ¿Por qué hace todo esto?

Entonces los pedidos. Ella es la última, como siempre. Yo pido por mis abuelitos, por que haya menos maldad en el mundo, menos sufrimiento, por los animales… Ella da cuenta de su debilidad, de su deseo de asemejarse cada vez más a la bondad del Señor, que todo puede, que es quien decide… Su mirada, que dirige al cielorraso, enrojece, grita una tristeza confusa; no puedo verla. «Por mis hermanos, por mi madre, por todas las personas sin hogar, que tanto necesitan, solo Tú puedes… Danos esa fuerza; que la gente no viva con esa indiferencia…». Aire, aire. ¿Por qué esta tristeza en mí, este incipiente asomo de llanto?

Qué triste se pone todo; será la oscuridad, el silencio, las velas que desfallecen. Más silencio, que parece que va a devorarnos. ¿No debería ser una dicha? Si es Navidad, y hoy todos se ponen alegres, y luego los regalos de mis padres, porque Santa Claus es cosa de gringos…

Y emerge, espléndida, su sonrisa, su hermosa sonrisa inocente, infantil. Esa sonrisa que acaso me conforta y a la vez me hace daño. Luego los ojos, que también sonríen. 

Gracias —dice—. Gracias. Y gracias a ti, Señor, porque estamos todos juntos, celebrando tu llegada. —¿Un nudo en el fondo? ¿Un temor a una debilidad iniciada?—. ¿Saben? No he perdido la esperanza de que algún día puedan decirle: «me gustaría que entraras en mi vida, Señor». —¿El pasado? ¿El paraíso perdido? Silencio. No hablo.

Una sombra de regreso de dolor, en su sonrisa turbia. Papá inicia los abrazos. A no ponerse tristes. Las gracias, las palmadas en la espalda. La luz que alguien prende y que hiere mis ojos. Pero, de pronto, otra luz me calma, me acaricia dentro. «¿Hacemos el brindis?», dice mi padre. «¿Tomamos el chocolate?», dice papá.

Repuesta, aunque aún con los ojos rojos, me sonríe y me toma del brazo. Más luz contrita dentro…

—¿Vamos, mi cielo? —exhala mamá.

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