Aquella mañana, Ernesto, el mayor de los tres hijos de Justina, arrancó la hoja del calendario colgado en la pared de su despacho legal. La equis marcada en un rojo intenso evidenciaba la importancia de la fecha: 30 de junio de 2021. Mientras la arrugaba, recordó las instrucciones de su madre, y ya no logró revisar los expedientes acumulados sobre su escritorio. Buscó el contacto de su hermano Esaú en su teléfono celular y le marcó. Era aquella una llamada crucial; necesitaba definir el punto y la hora precisa de la reunión; aquella reunión de los tres hermanos que resultaba impostergable.
-¿En serio no te acordabas de que hoy es el día pactado? -le preguntó Ernesto al hermano.
-Raro que se me haya barrido la fecha, ¿no? Soy artista, no burócrata como tú. No soy esclavo del tiempo. Además, el lienzo que estoy pintando me absorbe tanto que… se me olvida todo; al grado de no acordarme ni de mamá; mucho menos de la dichosa caja. ¿Sabes? Estoy plasmando una…
-¿Has sabido algo de Emanuel? –interrumpió Ernesto impaciente.
-Para nada. Desde el día del entierro, es como si a él también se lo hubiera tragado la tierra. Y, ¿tú?
– Le he llamado muchas veces y no me contesta; le dejo mensajes de audio y nada.
-Pues vayamos nada más nosotros dos. Total, mamá ya no se dará cuenta. O esperemos hasta localizarlo, y…
– Es hoy, Esaú. Tiene que ser hoy.
-¿Según quién? ¿Mamá? Tú siempre la defendiste, a capa y espada; jamás reconociste que no estaba en su sano juicio. Yo por eso ni me tomé en serio lo de nuestro “pacto” con ella, pero si insistes…
Al finalizar la llamada, ambos hermanos acordaron en verse en la reja oxidada de la entrada principal, a las doce de la noche. Estaría cerrada, por supuesto, pero Ernesto había obtenido el duplicado de la llave sobornando al guardia. El horario establecido para el cierre era a las diez de la noche, momento en que los visitantes debían despedirse y retirarse. El sitio quedaría totalmente desierto.
A pocos kilómetros de ahí, en un municipio aledaño, Emanuel, el menor de los tres hermanos, preparaba lo necesario para llevar a cabo su cometido. Él no había olvidado la fecha; no, todo lo contrario, la había esperado con la urgencia imperiosa de quien pretende a toda costa defender sus derechos. Colocó su pistola robada y algunas herramientas eléctricas y manuales en su mochila desgastada, y se encaminó hacia la terminal de autobuses. Una vez dentro del camión, acomodó sus pertenencias en el gabinete superior, y redactó un mensaje de texto para su hermano mayor: “Hoy tendré lo que me pertenece, cabrón.” No obtuvo respuesta sino hasta unos minutos después: “Nos vemos en la entrada principal a la medianoche” – contestó Ernesto y envió el mensaje. “Te advierto que voy dispuesto a todo, a todo”, escribió Emanuel en la pequeña pantalla, y dio un clic.
Ernesto fue el primero en llegar. Estacionó su Mercedes de lujo a tan solo unos metros y esperó al interior. Revisaba constantemente los espejos laterales y el retrovisor. Intentó relajarse escuchando música clásica, pero fue inútil; las manos le sudaban copiosamente… ¿Qué haría si uno de sus hermanos fallaba a la cita? Su madre había sido contundente: “Para obtener el contenido de la caja, deben abrirla los tres juntos, exactamente al año de mi muerte, y completamente solos. Nada de nueras. ¡Anden! Firmen este pacto. Ah! Y si uno de ustedes lo rompe, lo lamentará toda la vida.”
Por el espejo retrovisor, las calles a medianoche, alumbradas por escasos faroles, permanecían solitarias y en penumbra. En eso apareció la figura de Esaú, con paso desganado y con cara de fastidio. Parecía estar inconforme, pero dispuesto a terminar de una vez por todas con aquel absurdo compromiso. Hizo señas a su hermano para que saliera del auto, pero éste se negó. “No quiero confrontaciones ni discusiones,” pensó Ernesto mientras reclinaba aún más el asiento delantero, “ya bastantes tendremos al develar la herencia de mi madre que, aunque sea poca, causará conflictos. Puede que Esaú tenga razón, algo tenía la vieja de loca; no es normal habernos hecho esperar un año para poder leer su testamento… y, sobretodo, guardarlo precisamente ahí. Además, está el extraño asunto de las muñecas… Caray, ella siempre con sus rarezas.
El golpeteo de las botas vaqueras de Emanuel delató su cercanía, evaporando el recuerdo de las cuatro muñecas que su madre cuidaba con tanto esmero, y colocaba a su lado cada noche para irse a dormir. Emanuel taconeaba sobre la calle empedrada con ritmo constante y seguro. Casi violento. Cuando Ernesto salió del auto, los tres se aproximaron como en un intento de saludar de mano, pero evitaron hacerlo.
– ¿Listos? -preguntó Ernesto sin esperar respuesta, y se dirigió hacia la reja. La abrió sin dificultad, cedió el paso a sus hermanos, y la volvió a cerrar por dentro. Guardó la llave en la bolsa de su pantalón.
– ¿Para qué la cierras? Ni que me fuera ir corriendo con el gran botín -dijo Esaú en tono irónico.
-Ubícate, pendejo -dijo tajante Emanuel-. ¿O tengo que recordarte que tanto tú, cómo aquí el Licenciado, son los hijos adoptados de Justina, y yo el único querubín biológico? -recalcó burlonamente-. Así es que me vale madres, lo que hay dentro de la caja, o por lo menos la pulsera, es mía.
-Ese cuento de la pulsera de zafiros y diamantes que dizque la Emperatriz Carlota le regaló a la tatarabuela y después nuestra madre heredó, no me lo creí ni pedo. Diamantes para dementes, güey -arremetió Esaú.
Ernesto permanecía en un silencio auto amordazado: le interesaba esa valiosa joya de museo, claro, pero más aún, desentrañar el misterio del por qué habían tenido que firmar ese pacto, y el de aquel insólito testamento que, ignorando aún su contenido, había prometido a su madre hacer cumplir al pie de la letra.
***
Vigilándose de reojo unos a otros, los hermanos se internaron en la noche espesa y sin estrellas. La tenue luz que emanaba de escasas veladoras, hicieron que Esaú se sintiera como pez en el agua. Siempre le había gustado llevar su caballete y pinceles a ese o cualquier otro cementerio. Solía recorrer los laberintos buscando el punto exacto que le inspirara imágenes de otros mundos y otras vidas. Movía su silla de posición para capturar el mejor momento lumínico; el mejor juego de luces y sombras. Ahora, casi a plena oscuridad, era el único capaz de guiarlos con certeza hacia la tumba.
No tardaron mucho en llegar. Emanuel sacó una linterna y algunas herramientas y empezó a retirar la lápida con la intención de llevar a cabo la exhumación. Mientras Ernesto alumbraba, lo vigilaba atentamente: no ignoraba la ambición extrema, ni el gran rencor que su hermano sentía hacia él; así que no le permitiría dar ni un paso en falso. Esaú, en cambio, mataba el tiempo escuchando el chirrido de insectos nocturnos y tal vez un aullido, casi un lamento, que parecía brotar de una de las tumbas cercanas. Se preguntaba ¿Cómo sería la muerte?, ya de por sí solitaria, en un hoyo destinado al olvido y al abandono.
El hedor penetrante lo sacó de sus divagaciones y paralizó a los tres hermanos. Sería imposible descender a la fosa y tocar ese cuerpo putrefacto e hinchado de gases. Tenían ahora, ¿o habían tenido siempre?, una madre repugnante.
-El estuche está en buen estado, es solo cuestión de encontrar la forma de sacarlo -dijo Ernesto.
-Yo, paso. Me largo -aseguró Esaú.
Un salto al interior de la tumba acabó con el dilema. Emanuel, conteniendo la respiración, retiró la caja colocada sobre el pecho del cadáver y, sosteniéndola bajo una de sus axilas, pidió una mano que lo jalara y ayudara a salir. Una vez fuera, colocó la caja en el suelo. Casi simultáneamente, los tres hermanos retrocedieron: la madera, cubierta de hongos y gusanos asomándose por el hueco del cerrojo, estaba impregnada del insoportable olor a putrefacción.
Fue Emanuel quien procedió a abrirla.
Dentro, envueltas en un trapo con un ya diluido olor a naftalina, reposaban lo que parecían ser las reliquias de no sabían quién: un cairel de pelo rubio atado con un listón rosa, un pequeño oso de peluche, un hámster disecado y, por último, cinco fotografías con la imagen de una niña de apariencia monstruosa. Al reverso, aparecía la misma fecha, pero con un año de distancia: Elenita de recién nacida. Elena en su primer cumpleaños. Segundo cumpleaños de Elena. Tercer cumpleaños… El último cumpleaños de Elena, días antes de que la ahogue.
La carta -que no testamento- escrita por Justina lo explicaba todo. Había tenido una primera hija, a quien, en el mismo hospital, creyendo que no sobreviviría, habían bautizado con el nombre de Elena. Nacida con un defecto genético llamado Síndrome de Edwards, el diminuto cuerpo presentaba las deformaciones y atrocidades faciales que los tres hermanos observaban con asco en aquellas fotografías. De ahí, de la presencia de una sola copia adicional del cromosoma 18 y del azar, había resultado un esperpento: párpados fisurados, frente demasiado estrecha, orejas malformadas cerca de la quijada, microcefalia y labio leporino. En una de las fotografías, era evidente un tumor en el cuello. En otra, las caderas dislocadas de una niña de apenas cuatro años. Y qué decir de las extremidades: manos y pies totalmente maltrechos: polidactilia de seis dedos, y pies Bot, nombre que se asigna a los invertidos y torcidos hacia adentro.
Después del estupor y la repulsión; del desencanto y la decepción, el tiempo se detuvo.
Una madre asesina. Una hermana monstruo. Un testamento ficticio. ¿No era aquello razón suficiente para la parálisis?
Y los hermanos entendieron.
Entendieron que Justina había optado por la adopción antes que repetir un error genético; entendieron que, de ser cierta la historia de la pulsera, la había vendido para cubrir los tratamientos médicos de Elena. Comprendieron el porqué del extraño ritual de las cuatro muñecas que su madre repetía por las noches. Pero ¿y Emanuel? ¿Por qué había olvidado su madre este síndrome hereditario al embarazarse y rechazar el aborto de un bebé que podría haber resultado tan deforme como su hija?
-Ahora entiendo porqué papá abandonó a mamá y nunca lo volvimos a ver. Pensó que tú tendrías el mismo síndrome y no quiso conocerte -acribilló Ernesto-. Todo es culpa tuya.
-En tu caso la carga genética fue leve, hermanito – dijo Esaú con sorna-. Sólo tienes pequeñas deformaciones: el anular de tu mano izquierda engarrotado y los dedos de tus pies empalmados. Además de ser un perfecto inútil, claro. Y soltó una carcajada
En un abrir y cerrar de ojos, Emanuel y su mochila habían desaparecido. Para evitar tocarlo, Ernesto y Esaú patearon el relicario dentro de la fosa y cerraron la lápida. Nadie sospecharía que había sido vulnerada.
Se disponían a partir, sin saber qué hacer con las herramientas esparcidas sobre la tierra, cuando, al parecer muy cerca de la reja de la entrada principal del cementerio, se oyó un disparo.
Lorena Cantú (Monterrey, México, 1952) es actriz, dramaturga, directora de escena y productora de teatro. Cursó la licenciatura en Letras Inglesas en el prestigioso Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey y en el Centro de Arte Dramático y Estudios Escénicos Especializados Seki Sano en Cuernavaca, Morelos. Ha trabajado a lo largo de su carrera en teatro, cine y doblaje. Como dramaturga, obtuvo el Premio Nuevo León de Literatura en Dramaturgia 2003 con su primera obra original Manos de Ángel. Fue becaria del Fondo para la Cultura y las Artes con su proyecto en dramaturgia Ni sol ni madrugada, anatomía tragicómica de un duelo. Ha publicado varias obras de teatro, así como narrativa, ensayo y poesía en las antología de la Sociedad de Escritores de Morelos. Como docente ha impartido cátedra en diversas instituciones y participado como ponente en diversos congresos de literatura hispánica en los Estados Unidos.
Felicitaciones a Lorena por este cuento donde se perciben todos los sentimientos humanos!!