El que al cielo escupe en la cara le cae

Tres toques en la puerta y el sonido del timbre los distrajo de la intimidad de su cena. Ambos comían en silencio (una exigencia de él desde que se casaron). El hombre, irritado, resopló. Para tratar de hablar con tranquilidad a su esposa, hizo cuenta regresiva mental del cinco al cero y, justo antes de que ella se separase, le dijo:

—No le des de comer a ese indigente. Lo has malacostumbrado.

—Son las sobras de ayer.

—¡No me importa! Incluso si fueran las sobras de la semana pasada o algo de la basura; no le des nada.

—Debe de tener hambre, además, tú lo has visto, es completamente inofensivo.

—Ya te he dicho que no. Lo toleré las primeras veces. Pensé que sería una o dos, pero esta es la tercera…

La mujer solía hacerle caso a su esposo, a quien admiraba mucho por su inteligencia y cortesía, aunque esta última estaba supeditada a la persona a la que se dirigiera. En esta ocasión, su generosidad la impulsaba a dejar de ser la esposa modelo a los ojos de su marido, un erudito de la física teórica algo antisocial.

Dos tímidos golpes más sonaron en la puerta. La mujer fue a la cocina y sacó un plato desechable que llenó con el guiso del día anterior y agregó una bolsa con un plátano adentro. El esposo la observaba, meditando sobre qué le diría después de que ella despachara al hombre que osaba tocar su puerta y perturbar su tranquilidad. Ella sabía que no estaba haciendo nada malo, lo que la animó a proseguir con su acción. Abrió la puerta y afuera la esperaba un hombre con una esponjosa barba y mirada perdida; tenía capas de mugre en la cara. Sus ropas apestaban y sus zapatos eran hilachas. Le dio la comida y trató de cerrar la puerta de inmediato para no molestar más a su esposo. El osado mendigo le despertaba una retorcida ternura. Por unos segundos, el hambriento posó la vista en los ojos cansados de ella, tratando de decirle algo con la mirada. La mujer sintió un estremecimiento y le cerró en la puerta antes de que pudiera recibir las gracias.

De regreso a la mesa, el marido tenía un cuchillo y un tenedor en las manos, los labios apretados, y los ojos fijos en ella, disparándole reproches. Soltó los utensilios y se levantó. Pasó por el lado de la mujer y abrió la puerta. A pocos metros de la entrada, sentado estaba el que inquietaba su rutina. El mendigo engullía el guiso con las manos sucias; tenía la nariz embarrada y ya había pelado el plátano.

—¡No regreses nunca más! ¡Mi esposa ya te dio suficiente! ¡Vete a otro lugar!

El mendigo mordió la fruta y, mientras masticaba, inhaló y comenzó una cuenta regresiva en la mente. El dueño de la casa tomó como un desafío que el hombre advenedizo no se inmutara ante sus reclamos. Enfurecido y colorado, decidió que entraría a la casa. No tenía sentido seguir haciendo una escena. El mendigo, luego de dar otro bocado al plátano, dijo con una voz ronca:

—He venido porque extrañaba su comida. Sabía que te pondrías así, pero ¿sabes qué? Me da igual, en una semana estarás perdido.

—¡Qué demonios! ¡Resultaste ser un loco! No perderé mi tiempo contigo.

—Nunca cambiaremos, es nuestra arrogancia lo que hará que nos perdamos para siempre. Aunque, ahora que sobrevivo así, como un indocumentado desde que regresé a este momento y lugar, he vivido mejor que en todos esos años abocados a perfeccionar la máquina.

—¡Eres un espía! ¿Quién te envía? —vociferó el dueño de casa mientras se acercaba al indigente.

—La soberbia, siempre la soberbia… es una pena ser así, recién me doy cuenta de mi error.

—Me vas a decir para quién trabajas, ¿para los rusos o los alemanes?

—Solo vine a probar su comida por última vez.

—Y será así porque de aquí no saldrás vivo. Sabes mucho, no sé cómo ni por qué…

El mendigo se retiró cabizbajo, caminando lentamente. En ese instante, el dueño de la casa agarró una piedra del jardín y la arrojó en un intento de amedrentarlo. Sin embargo, por accidente, la piedra impactó en la cabeza del desdichado. Éste se desplomó y un grito fino salió de la casa. La esposa estaba atenta a todo desde la ventana. El mendigo yacía en el suelo mientras el dueño de casa empezó a hacer llamadas. Se había filtrado la información y el estúpido espía se había disfrazado de indigente…eso creía.

La mujer, con piernas temblorosas, se acercó al mugroso. La sangre le salía por borbotones del cráneo y había manchado su largo cabello. No respondía ni se movía. Ella sabía muy bien que no podía moverlo. Llamó a una ambulancia. Lo examinó con la mirada mientras que en su pecho germinaba el odio hacia su cónyuge. A los minutos llegaron los robots paramédicos. Lo levantaron con cuidado, dejando al descubierto sus muñecas que quedaron colgadas por breves segundo antes de ser apretadas por las correas de la camilla. El reloj de regalo que ella había escogido para su esposo lo tenía puesto el indigente. Las rodillas de la mujer flaquearon. Su marido se subió a la ambulancia junto al supuesto espía. Nunca más hubo noticia de ellos ni se supo que la máquina del tiempo, al fin, había sido inventada.

2 comentarios

  1. Excelente!
    Me mantuvo todo el tiempo expectante y al final (completamente inesperado) me dejó, como todo buen libro, con las ganas de leer más.

  2. Qué buen relato. Como para leerlo varias veces.

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