El oficio del señor Mortem

Siempre vestía traje negro, sombrero y gafas oscuras y redondas sobre un rostro afeitado. Su semblante era enfermo: piel pálida, casi grisácea; manos huesudas, con un anillo plateado con una piedra negra en la derecha, y un bastón con un cristal. Vivía en el número 9 de la calle del Clérigo, en Coyoacán. Nadie sabía desde cuándo. Los vecinos lo describían como un hombre amable y educado, aunque misterioso, de voz profunda, incluso aterciopelada, no obstante, al oírla provocaba un escalofrío inexplicable.

No socializaba y jamás recibía visitas. Rara vez se le veía salir. Nadie conocía su ocupación ni si tenía familia. Aunque pasaba la mayor parte del tiempo en casa, las flores en sus jardineras lucían marchitas. Aun así, siempre llevaba un clavel blanco fresco. ¿Dónde los tenía? Nadie sabía. Los niños de la calle inventaban historias sobre él. Decían que provenía de un pueblo al norte de México, huyendo por un asesinato; otros, que era un nahual o un vampiro. Nadie imaginaba la verdad sobre el señor Mortem. Pero muy pronto, Verónica lo descubriría.

Verónica, por su parte, era una niña de ocho años obediente y educada. Estudiaba en la escuela República de Guatemala, obtenía buenas calificaciones, jugaba con sus amigos en la calle del Clérigo. Todo apuntaba a que tendría una vida normal… hasta aquella noche en que el destino, fiel a sus caprichos, decidió cambiar su historia.

Todo ocurrió en un día cualquiera. Verónica regresaba de la escuela con su amigo Gustavo y otros compañeros del mismo salón. Gustavo vivía dos calles más adelante que ella; siempre terminaban juntos el trayecto y se separaban al llegar a la calle del Clérigo. Tras despedirse, Verónica se dirigió a su casa. Gustavo cruzó la calle cuando se cayó una de sus canicas. Podría haberla dejado pasar, pero era su canica de la suerte: nunca jugaba sin ella, y siempre ganaba. Al recogerla, se escucharon unas llantas; el auto no logró detenerse, y lo empujó cinco metros adelante.

La gente se acercó al lugar para ayudarlo, otros sólo por curiosidad. Verónica, volvió al oír el impacto, intentó acercarse para auxiliar a Gustavo, pero la multitud se lo impedía. Preocupada, miró a su alrededor y distinguió una silueta. Era su vecino, el señor Mortem, observando desde las sombras. Miraba fijamente la escena mientras sostenía una mohosa hoja en la mano del anillo.

Sombras

Eran las 12:17 y la del hospital estaba desierta. En la sala de espera había unas cuantas personas, además de la mamá de Gustavo, Verónica y su madre. Gustavo llegó inconsciente en la ambulancia, con heridas internas graves y un fuerte golpe en la cabeza. Después de cuatro horas sin noticias, el médico informó que las posibilidades no eran favorables; las siguientes 24 horas serían críticas. Gustavo había perdido a un hermano a los cinco años, cuando jugando en casa de su abuelo, cayó en un pozo. Su madre estaba inconsolable por la posibilidad de perder otro hijo.

Verónica estaba perdida en sus pensamientos. El accidente se repetía constantemente en su memoria, desde el chillar de las llantas hasta la figura imperturbable del señor Mortem. De pronto, algo interrumpió sus ideas. Mientras su madre hablaba con la mamá de Gustavo, alguien entró: una sombra casi imperceptible. Verónica apenas logró distinguir una figura con un largo abrigo, sombrero y bastón, que desapareció tras las puertas de urgencias. —Mamá, voy al baño —atinó a decir Verónica. —Está bien, hija, no tardes por favor; tu padre está por pasar por ti —respondió su madre.

Inmediatamente, Verónica se escabulló tras las mismas puertas por donde había entrado la misteriosa sombra. No tardó en encontrarla justo cuando doblaba una esquina. Procuró seguirla lo más cerca y discretamente posible. Recorrieron varios pasillos. Aquella figura parecía no llamar la atención de las enfermeras o los médicos, mientras Verónica trataba de moverse con cautela para no ser descubierta por el personal o por aquel ser. Finalmente, el personaje se detuvo frente a una puerta de cuidados intensivos. Sin dudarlo, ingresó en la habitación, seguido de Verónica. Al entrar, confirmó su visión: era el señor Mortem, que sostenía la misma hoja en la mano en la que tenía aquel anillo de plata, mientras observaba de frente a un pequeño niño malherido. Era Gustavo.

—Me parece que los niños no pueden estar en este lugar —se escuchó la voz del señor Mortem —¿Usted qué hace aquí? —preguntó Verónica, temerosa. —Mi trabajo —contestó la figura del sombrero. —¿Es usted doctor? —preguntó la niña. —No, pero en ocasiones… ayudo a aliviar el dolor —dijo el señor Mortem. Hubo un breve silencio en la habitación. Verónica ya no sabía qué preguntar ni qué hacer. Al no escuchar más de la niña, el señor Mortem se aproximó a Gustavo. —¿Qué le va a hacer? —reaccionó Verónica —Ayudarlo… —respondió, mientras acercaba la punta de su bastón al pecho del niño. El cristal de este, junto con la piedra de su anillo, comenzaban a encenderse con un rojo intenso al aproximarse a Gustavo. —¡Déjelo, por favor! —dijo Verónica entre lágrimas. —Su tiempo ha llegado. Debo llevármelo —contestó Mortem sin detener su acción. —Si no se detiene, voy a gritar tan fuerte que alguien tendrá que venir —advirtió Verónica con firmeza. Sus palabras parecieron surtir efecto. El señor Mortem dio un paso atrás, se giró hacia la pequeña que lo había desafiado y dijo —Eso no cambiará nada. Si no lo hago ahora, lo haré en otro momento… cuando no estés presente- Mortem se aproximó a Verónica, quien comenzó a sentir cómo el valor que había mostrado al enfrentarlo se desvanecía. —Por favor, ayúdelo. No le haga daño —suplicó. —Y si lo hago, ¿Qué me darás a cambio? Debes ofrecer algo del mismo valor- Los ojos de Verónica se llenaron de lágrimas. —No sé qué puedo darle… Yo no tengo dinero- Mortem se arrodilló frente a ella y respondió con voz tranquila, casi paternal —No busco dinero, ya te lo dije. Debe ser algo equivalente. Es su vida lo que debo tomar. De renunciar a ella, debo obtener otra a cambio. Si estás dispuesta a entregar la tuya, puedo dejarlo, pero te advierto: hay dos cosas que debes saber. Primero, al aceptar, no hay marcha atrás. Y segundo, tu destino será distinto al suyo. Gustavo obtendría descanso eterno… pero el tuyo cambiaría radicalmente ¿Estás dispuesta entonces? -Verónica se inclinó un poco para mirar a Gustavo. —No puedo esperar toda la noche por tu respuesta —dijo Mortem con tono más severo. —Acepto —dijo Verónica con voz temblorosa mientras cerraba los ojos, sin saber qué esperar. —En diez años… deberás pagar – Al escuchar esas palabras, abrió los ojos. El señor Mortem había desaparecido. Lo buscó por toda la habitación, pero sólo vio a un doctor que acababa de entrar…

Pactos con el alma en la mano

Era el año 1984. Verónica y Gustavo, volvían de una prueba de aritmética complicada. Al terminar las clases, como era su costumbre desde niños, emprendieron juntos el recorrido de regreso a casa. Gustavo acompañaba a Verónica hasta su calle, y luego seguía solo hasta la suya. Al caminar, Verónica sintió una extraña sensación al pasar frente al número 9 de la calle del Clérigo. Era una inquietud que no experimentaba desde el accidente de Gustavo y su estancia en el hospital, hacía diez años. Verónica se había encontrado por última vez con el señor Mortem, o al menos eso creía. Desde entonces, no volvió a saber de él. Tampoco podía saber si alguien más en la calle lo había visto, pues era muy reservado. Verónica apresuró el paso. De pronto, un escalofrío le recorrió la espalda. Giró hacia la casa y distinguió una silueta, de pie tras la ventana. No podía verle el rostro, pero sentía su mirada fija en ella.

Regresiones en forma de pesadillas

—“En diez años… deberás pagar” —esa frase resonaba en su mente sin descanso impidiéndole dormir. Lo mismo pasó por mucho tiempo, después del accidente. Verónica pensó que aquello había sido solo una pesadilla… hasta ahora. Al volver a pasar frente a esa casa, sus certezas comenzaron a tambalearse. De pronto, una luz iluminó su ventana. Podía haber sido el reflejo de un auto transitando, pero al extinguirse el destello, Verónica apareció súbitamente en una sala que no conocía. Estaba rodeada de pinturas de diferentes épocas con escenas desgarradoras de muerte y destrucción y algunas de una tristeza inimaginable; un vitral con unos hermosos claveles creciendo; había también estantes con libros antiguos, un escritorio con un libro abierto lleno de nombres tachados, una pluma de ave negra junto a su tintero, una vela encendida casi consumida, y un reloj de arena que había finalizado su conteo. —El reloj no anuncia tu momento, pero tu alma lo sabe — una voz profunda rompió el silencio. Desde la oscuridad apareció la lúgubre figura del señor Mortem. Caminaba con tranquilidad hacia ella. Su rostro seguía igual de pálido y demacrado que la última vez que lo vio. Sin haber envejecido un solo día.

—¿Cómo llegué aquí? ¿Qué quieres de mí? —preguntó Verónica, angustiada. —Hicimos un trato, ¿Recuerdas? Te lo dije claramente: si renuncio a una vida, debo tomar otra. Tu destino será distinto. No habrá descanso… ni marcha atrás —respondió el señor Mortem, sentándose en un sillón y con un ademán la invitó a hacer lo mismo frente a él. Verónica estaba aterrada y confundida. Una fuerza invisible dentro de ella la obligó a obedecer. —Mi identidad seguramente es un misterio para ti… —dijo el señor Mortem. —He oído historias sobre usted, pero nunca supe si eran reales. Lo que ocurrió aquella noche… pensé que había sido solo un mal sueño- El corazón de Verónica latía con fuerza y un frío terrible le recorría la espalda. —Los niños y sus historias. Es curioso lo grande que puede ser su imaginación… y cuán certera puede ser en ocasiones —comentó Mortem.

Verónica estaba al borde del desmayo, pero la adrenalina la mantenía alerta. El señor Mortem se inclinó y la miró fijamente. —Soy la última parte de la naturaleza. En este mundo incierto, lo único seguro es que me verás en el momento justo, ni antes, ni después. Inclusive yo mismo… tengo mi propio final y este ha llegado… Verónica, soy la muerte- Verónica quiso gritar, pero su cuerpo no respondía. Finalmente, logró articular una pregunta: —¿Qué quieres de mí entonces? – El señor Mortem sonrió. —Lo sabes muy bien… – Se levantó y comenzó a caminar, observando los libros y las pinturas de las paredes. —Quienes estamos condenados a este oficio, no somos eternos. Somos millones alrededor del mundo, pagando una deuda- El señor Mortem, se aproximó a los claveles de su vitrina, parecían florecer y marchitarse en cuestión de horas. -Yo tenía una esposa, la amaba con mi vida, y lo demostré entregando la mía por la suya. Hace quinientos años vino su verdugo… por culpa mía… Hice lo que debía por amor. Desde entonces, mi tarea ha sido guiar almas a un descanso y paz que yo no puedo poseer. Ni siquiera cuando concluya mi labor. No me reuniré con mi amada –

Verónica, llorando, preguntó: —¿Qué me pasará? —Hoy tomarás mi lugar. Tu deber será buscar las almas que deben cruzar al otro lado y guiarlas a su descanso eterno —respondió Mortem. —¿Por cuánto tiempo? —preguntó ella con temor. Mortem volvió a sentarse frente a Verónica. La miró a través de sus gafas oscuras y señaló el escritorio. —El libro… – Verónica se acercó dando la espalda al señor Mortem. El libro lleno de nombres tachados ahora estaba en blanco. Se inclinó para ver mejor, y comenzaron a aparecer letras en tinta roja:

“Verdugo: Verónica 

Almas: 50,000 

Plazo: no menos de 500 años”

Su mundo se desmoronaba. Una decisión tomada en la debilidad e inmadurez le costaría más que la vida. Era un castigo insoportable. —¿Y si no quiero? —preguntó con desesperación. De pronto, el señor Mortem apareció frente a ella. Por primera vez sin gafas. En su lugar, había dos profundos agujeros negros que emanaban una oscuridad dolorosa y una tristeza que inundaba la habitación. Su rostro putrefacto se acercó lentamente. —NO HAY MARCHA ATRÁS – Solo un grito se escuchó en la calle del Clérigo, perdiéndose en la oscuridad.

El destino es inapelable

Gustavo jugaba a la pelota con su hijo de cinco años en el parque. Diez años pasaron desde la desaparición de Verónica. Fueron meses tormentosos de búsqueda, esperanza y resignación. Ahora, procuraba disfrutar la vida, ser buen esposo y padre. Mientras jugaban, se quedó absorto en sus pensamientos. La pelota rodó hacia la calle y el niño tras ella. Unos segundos bastaron para que Gustavo pudiera quitar a su hijo. Solo se oyeron, las llantas de un auto intentando frenar. Una multitud se aglutinó en torno a Gustavo que yacía herido en el suelo. Algunos intentaban ayudar, otros observaban. Desde las sombras, una mujer de aspecto lúgubre, vestida de negro, con sombrero y sombrilla adornada con un cristal en el mango y un collar de plata con una piedra negra colgando de su cuello, observaba la escena. Sacó una hoja mohosa de su bolso y la contempló con atención.

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