La madre bibliotecaria, el crucifijo golpeándole la cintura, había recorrido miles de veces el
pasillo; hasta esa tarde, vio por primera vez el cartapacio de cuero en la parte alta de la
estantería. Al abrirlo, leyó el título: «Artes y saberes ocultos del Nuevo Mundo». Entonces
no era un mito la existencia de aquel libro de la monja más célebre. La caligrafía, para una
especialista de su talla, era inconfundible. Cada capítulo correspondía a las materias que la
poeta había cultivado en la soledad de su celda: música y cantos profanos, gramática ladina,
cosmografía prehispánica, herbolaria americana, tratamiento de heridas entre los antiguos…
Cuando vio la rúbrica con el nombre de la escritora virreinal debajo de las instrucciones para
impresión, la cabeza le estalló. Era auténtico el documento que la Providencia había puesto
en sus manos. Besó el crucifijo de sándalo en agradecimiento. Conferencias, entrevistas,
atriles de todo el mundo demandarían su presencia. Abrazó el estuche que guardaba el texto.
El objeto más deseado ardía entre sus manos.
Con el tesoro bajo el brazo y la imaginaria fama a cuestas, cruzó por el viejo huerto, donde aromas de jazmines y azahares despertaron su aletargado olfato. Allí, bajo el ardiente sol de mayo, un joven de brazos vigorosos despuntaba tallos y arrancaba flores marchitas. La religiosa vislumbró, a través de los pliegues de su camisa desabotonada, la tersura de su abdomen moreno; sintió un suave cosquilleo entre las piernas. De pronto, una ráfaga de viento que anunciaba tormenta descubrió el torso del jardinero. La santa mujer miró los pectorales planos, lampiños, cobrizos; la vista de sus areolas como dos monedas de bronce la hizo trastabillar. Su pie, impulsado hacia atrás, chocó contra el murete que delimitaba los rosales. Perdió el equilibrio. Al caer, soltó la carpeta. El vendaval levantó las hojas. La erudita, desplomada y con el crucifijo roto, extendía los brazos hacia arriba queriéndolas atrapar; semejaban cometas impulsadas por el aire. Volaron hasta rebasar los muros del convento. Se dispersaron por parajes y pueblos vecinos.
Al llegar diciembre, en la algarabía de las posadas, de las piñatas rotas caían frutos, dulces y tepalcates recubiertos con aquellos manuscritos.

Carlos Castani (1957) es estudiante del segundo semestre de la Escuela de Escritores Ricardo Garibay del Estado de Morelos. Con el libro “Resonancias” obtuvo el grado de maestro en Creación literaria en Casa Lamm. Ha publicado cuentos y ensayos en las revistas Filopalabra, La Llama Azul y, ahora, en Letras Insomnes. Obtuvo mención honorífica con el microrrelato “Lo suyo, lo suyo” en la edición 2021 del concurso de la librería El Ático de Jerusalem, Israel. Su nuevo libro de cuentos, “Insólita fauna”, está en proceso editorial.
