El nahual anda suelto

El silencio de la noche dejaba escuchar el chipi-chipi de una perseverante llovizna. Cerca de la madrugada, los cacaraqueos de las gallinas y el gluglutear ruidoso de los guajolotes espantaron al sueño. Eran señales de un ataque estrepitoso.

Meses atrás, antes de morir, el papá de Nino le había enseñado a usar el rifle para cuidar de su madre y hermanas. Le entregó una botella de vidrio verde-oscuro y le explicó cómo debía usarla. La botella contenía un líquido transparente y sin aroma, parecía simple agua. También le dijo que al terminarse el contenido de la botella, debía ir a la parroquia para llenarla con el agua de la pila bautismal.

Esa noche, lejos de la madrugada, Nino salió de casa seguido por su madre con la intención de matar al tlacuache. De manera inesperada, llegaba hambriento a comerse a los animales pequeños. Entraron al corral, con sigilo.

La luna blanca vislumbró la sombra de un gran lobo agazaparse en el tronco del pirul.

¿Lobo?… ¡En el pueblo no hay lobos! Nino no se acobardó y tiró del gatillo, no fue un tiro mortal. Ante la incredulidad de sus ojos —y con la luz de la lámpara dirigida hacia el animal—, el lobo se transformó en algo parecido a una mujer vestida de negro. La mujer pedía la dejaran en libertad y gritaba que no la mataran.

Al ver la transfiguración, Nino se llenó de pavor, y, sin dejar de apuntar con la temblorosa retrocarga, gritó:

― ¡Mamá! ¡Traiga rápido la botella verde, esa que tengo en la repisa de los santos!

Bonifacia, la madre de Nino, corrió a traer la ansiada botella, ella sabía del contenido y de los efectos que causaría al arrojarla sobre el oscuro adefesio de cabellera enmarañada.

―! ¡Aquí está la botella, hijo, está abierta!  ―dijo la madre con la intención de no derramar el preciado líquido.

Nino arrojó un poco del contenido de la botella sobre el cuerpo del adefesio femenino. Ésta comenzó a lanzar ―al unísono―, gritos como aullidos y lamentos humanos. Era un momento borroso, resultado del miedo y la confusión negra de la noche.

De repente, madre e hijo, quedaron perplejos al ver a la mujer sacudirse las plumas negroazulosas, brillantes como las de un enorme zopilote y extender las alas para después echarse a volar.

Nino y su madre se abrazaron enmudecidos.

Los guajolotes y gallinas que yacían atrapados en costales de yute comenzaron a escapar de su encierro. Al igual como lo hizo el enorme zopilote, sacudieron sus plumas antes de trepar a las ramas bajas del pirul, donde esperarían la salida del sol.

Nino confirmó el poder que encerraba su mágica botella verde.

―Madre, si papá viviera, estoy seguro que ese adefesio no se hubiera escapado ―exclamó Nino con los labios resecos y la lengua pegaba al paladar, por el miedo.

―No hijo, no creas. ¡Hubiera sucedido lo mismo!, ―dijo con plena seguridad su madre.

No era la primera ocasión que Bonifacia miraba lo ocurrido. Nino, aún permanecía con el pavor en los ojos.

Contó a su hijo lo que había presenciado aquella noche oscura, cuando un esperpento parecido a un gigantesco perro negro entró al corral con intensión de comerse a los animales.

―Yo era niña todavía. Mi padre había fallecido desde hacía tres años. Mi madre Jacinta, tu abuelita, de forma valiente lanzó su rosario al perro, siempre lo traía colgado en el cuello; rezaba a gritos la oración de La Magnífica. El rosario se enredó en el enorme bulto con patas y se transformó en un señor que permanecía agazapado en la puerta del corral.

Bonifacia prosiguió:

―Al igual que ahora, aquel señor suplicaba que lo dejaran libre. Todo lo contrario. Lo amarró con la reata gruesa de yute recién comprada y esperó la salida del sol. El hombre no se cansaba de rogarle que lo soltara. Sin poderse mover, se quejaba y lanzaba berridos como borrego maniatado. Trataba de convencerla con sus gritos, y confundirla con palabras entre castellano y náhuatl.

―Intenté robarme sus guajolotes porque m´hijo mayor se casa y no tengo dinero pa´ comprar tantos animales pa´l mole de la comida del meríto día de la boda. Déjeme ir por favor. No volveré a aparecerme por aquí, ni volveré a robarles naidita de nada.

―Pero usted de dónde viene, ¿cómo se metió al corral? ―preguntó mi madre.

―Vengo de San Juan y en mi pueblo las bodas requete tardan, más de ocho días, y en la calle se hace la fiesta; fiesta a la que todo el pueblo llega y se le tiene que dar de comer a todititos. ¡Créame por favor! ―lloriqueaba el desgraciado.

Ni las súplicas ni las explicaciones ablandaron el endurecido corazón de mi madre, acostumbrada a resolver sola los problemas que se presentaban en la casa y en las tierras que le dejó mi padre.

Al amanecer, en cuanto se iluminó el cielo con los primeros rayos del sol, mi madre Jacinta fue a la casa de la autoridad para que vinieran por el ratero. Yo me quedé con mis hermanitos dentro de la casa.

Así terminó la historia de esa nagualuda noche.

―¿Entonces, madre, los naguales existen desde hace muchos años? ― preguntó Nino.

―Si hijo, desde muchos años atrás mi abuelita nos contaba historias de los naguales. Pero vamos a dormir hijo, algún día te contaré lo que me viví en mi infancia. Qué bueno que eres valiente y no te asustó la bruja ―dijo Bonifacia con su voz desvelada.  

―No era solo una bruja, madre, estoy seguro que era un nagual, porque en poco rato se convirtió de lobo a mujer y de mujer a zopilote. Eso no puede ser otra cosa más que un nagual. Mi padre me contó alguna vez una historia parecida ―replicó Nino muy seguro de sus palabras, mientras se encaminaban al interior de la casa.

―Tienes razón hijo, veo que tu difunto padre platicó contigo de todas las cosas que vivirías en tu vida; como lo que acabas de ver. Te preparó para salir victorioso. Serás un buen hombre, hijo ―dijo Bonifacia, para darle confianza y seguridad a Nino.

Nino contestó:

―Mientras tanto, madre, tendré que mantenerme muy alerta para cuando se presente de nuevo un nagual en la forma del animal que sea, o el tlacuache ese que seguido quiere dejarnos sin coconitos.

*

A su corta edad, Nino vive las lecciones diarias de la vida, dispuesto a proteger a su madre y sus hermanas, él es ahora el hombre de la casa y no se amedrenta.

La luna llena se oculta entre las blancas nubes. Quedan algunas horas por dormir antes del cantar del gallo.

En la penumbra, una mujer vestida de negro agazapada entre la nopalera, como un zopilote gigante, de alas más negras que la noche, espera a que Nino sea presa del sueño profundo.

2 comentarios

  1. Felicidades, Martitha, un cuento que nos recuerda nuestras tradiciones.

  2. Muy bueno. Felicidades

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