El nacimiento

Nos habían hablado de la navidad, del nacimiento… Yo miraba por la ventana mientras ella ponía la mesa con lo poco que quedaba. Era costumbre de ellos, cosas aprendidas, necesarias. Afuera no había nada, solo un prado vacío sin señales de vida. Esperamos como todos el día final.
– Podíamos haber caminado con ellos, a nadie le gusta estar solo.
– Cada quién decide dónde recibir la navidad.
– Pero explícame de menos por…
– Nada hay que decir, ¿no puedes resignarte?
Por las mañanas salíamos a recolectar ramas que nos sirvieran para prender fuego,solo eso quedaba en demasía, y un paisaje todo seco, devastado, sin brisa ni humedad.
– Ayúdame con esto…
Me volví y quedé impávido. Algo reconocía en ello, primero las sensaciones en mi cuerpo; ni un músculo reaccionaba, la boca se me secó en seguida. Después, llegó el recuerdo.
– ¡Acércate!, ya deberías estar acostumbrado. Vamos, hay que levantarla.
No era la primera vez que veía algo así, pero ahora sabía que era cierto, que existía, que era verdadero y no una pesadilla.
De niño es fácil confundirlo todo, a propósito, inventarse cosas para no sentirse perturbado. Ahora, intentaba hacer lo mismo pero ahí estaba, tirada en una hondonada, desnuda, solo cubierta por las ramas secas; un montecito que hacía días habíamos visto pero como teníamos varas cerca de la cabaña no las alcanzamos. Apestaba.
– Levanta, levanta, llevémosla a la parte trasera allí podremos sepultarla.
– Pero qué dices, ¿para qué?
– No seas idiota, ¡qué pasa contigo!, aún no hemos muerto.
Llevamos dos semanas en este sitio y nada más pasa; seguimos aguardando el nacimiento. A lo mejor llega de madrugada cuando la espera y el aburrimiento nos vence y entonces caemos dormimos como muertos. Cuando éramos niños despertábamos cada noche por el frío, pero en ese tiempo, era el único desvelo.
Miro trás la ventana por última vez, no soporto el hedor que ella desprende. No he querido comer, preferí aceptar morir y no hay nada que me obligue, me siento enardecido de emoción; la navidad es nuestra última esperanza.
No quedaba más que un cuarto del aceite para prender el fuego y de las cerillas solo una caja. Lo sabíamos: era el fin. Yo estaba dispuesto a eso y más, nada podía ser peor. Mi hermana en cambio parecía mi madre, me daba órdenes, me gritaba que hiciera esto y aquello, y yo ya no discutía, de cualquier forma todo acabaría pronto.
A lo lejos ya se escuchaban los disparos, se iban acercando. Entre los dos habíamos tapiado las ventanas y rodeamos de varas la cabaña. Las rociamos con aceite para en el último minuto incendiarlo todo. En cuanto los tanques estuvieran cerca comenzaría la navidad. El nacimiento más luminoso. El mejor de los fuegos. Llegaríamos hasta el final; veríamos nacer la esperanza de morir por nuestras propias manos.
¡Cabrones!, ¡cabrones!, gritaba mi hermana mientras corríamos dentro del círculo de fuego y las ráfagas asesinas no nos tocaban ni un pelo.

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