El misterio de las fotografías de John

Go, go, go, said the bird: human kind

Cannot bear very much reality.

Time past and time future

What might have been and what has been

Point to one end, which is always present.

T.S. Elliot

En el tiempo que fui asesor de la Comisión Diocesana de Pastoral Juvenil de Cuernavaca y director de la asociación civil Projuve, es decir, de 1988 a 1995, tuve una oficina en el claustro de la catedral y, muy a menudo, me encontraba con John Spencer, el singular personaje que, durante años, fue parte del paisaje del centro de la ciudad: leyendo, dibujando o simplemente sumido en sus pensamientos, sentado en una cafetería frente a la entrada de la catedral, invariablemente ensimismado, encorvado, delgado y con su albo cabello desordenado. Su nombre completo era John Edward Spencer King, nació en Farnborough, Hampshire, Inglaterra un 25 de abril de 1928, uno de los artistas más importantes que han vivido en Cuernavaca, donde fijó su residencia desde 1967 y hasta su muerte acaecida en 2005. Gracias al presbítero Ángel Sánchez tuve oportunidad de conocerle personalmente, con motivo de la inauguración de una exposición de pinturas y esculturas de John que organizó el padre Ángel en el salón San Felipe de Jesús (en la calle que separa catedral y el parque Revolución), contiguo a la casa del obispo y que dependía, en ese entonces, de la Comisión de Pastoral Juvenil. El arte de John está cargado de su enorme religiosidad y misticismo, pleno de símbolos. Sus piezas transmiten una sensación de fuerza cósmica, como su famosa Cruz, donde un pelícano articulado planea sobre un cráneo de piedra y que durante algún tiempo pendió de un vértice de la capilla abierta de la catedral. En particular, me encantó un Arca de Noé, que formaba parte de los llamados “Sermones en piedra”, efectivamente tallada en un enorme canto rodado con forma ovoide. Llegando a mi casa realicé dos dibujos a tinta, inspirado en la pieza de John.

Una tarde lluviosa encontré a John afuera de la vecindad donde vivía, incapaz de entrar porque había olvidado o perdido sus llaves. Le invité a pasar a la oficina y allí realicé llamadas para que alguien le ayudara a ingresar a su casa. En lo que se resolvía la situación, tuvimos oportunidad de platicar y cuando supo que era matemático me explicó que estaba obsesionado con la geometría no euclidiana de Riemann, le comenté que yo estaba obsesionado con la famosa hipótesis indemostrada del mismo matemático. A partir de esa tarde, comenzamos a frecuentarnos y platicar de matemáticas, arte y teología. Un día le mostré a John los dibujos que hice de su Arca; él sonrió ampliamente y, con el peculiar brillo en sus ojos de niño eterno, sólo me dijo “descubriste que Noé es Riemann, ¿verdad?”. Asentí, feliz.

Una noche, cuando ya me retiraba de la oficina, me topé con John que, muy agitado, me dijo en un susurro que necesitaba ayuda. Sin demora, sacó de su morral unas fotos muy maltratadas. Al tiempo que me las entregaba, susurrando, me contó que, en diversas ocasiones, una bella mujer, desnuda o apenas cubierta con algunas vaporosas telas, se le aparecía en la Casona, sin decirle nada, derramando sobre él una luminosa y melancólica mirada. Al principio, John dudaba si Ella era real, si la soñaba o alucinaba. Para confirmar o descartar su existencia decidió retratarla y ahí estaban las fotografías. Yo revisé las imágenes y, en efecto, claramente ahí estaba Ella, viendo fijamente a la cámara o lanzando su mirada al vacío, a través de una u otra ventana. Sin embargo, como me hizo notar John, los lugares donde Ella estaba, se parecían a la Casona, pero, de alguna extraña manera, no correspondían del todo. Un escalofrío recorrió mi espalda. No pude explicar el fenómeno. John pensaba que era posible que Ella fuera un instrumento de la lujuria con el que el Diablo le estaba tentando, queriendo apartarle de su casto estado y su dedicación al arte y la oración. Temiendo no ser lo suficientemente fuerte, decidió irse un tiempo a vivir a una celda monacal en el exconvento de Yautepec, en la parroquia que presidía el padre Ángel. Me encomendó las fotografías y el misterio. Ese año dejé la dirección de Projuve y la asesoría en la Comisión de Pastoral Juvenil, y me asenté en la ciudad de México. Prácticamente no volví a Cuernavaca durante años. Lamenté mucho la muerte de John y no haber asistido a su funeral. La semana pasada acudí la Casona, convertida ahora en un importante centro cultural, para donar una de mis versiones del Arca de Noé. Al recorrer los pasillos y subir por la monumental escalera diseñada por John, un helado relámpago sacudió mi columna vertebral, me pareció reconocer los lugares que aparecían en los retratos que me dio John. Regresé corriendo a mi casa, busqué el sobre donde durante años habían reposado las viejas impresiones. En efecto, temblando corroboré que, imposible pero indudablemente, Ella posaba en pasillos y ventanas de la Casona. En la Casona que hoy era un centro cultural y no en la Casona-vecindad en que John vivió tantos años. Supe, con la certeza absoluta que buscaba Descartes, que John no captó con su lente una tentación diabólica, al contrario, fue el registro de un atisbo de la belleza y el erotismo que el Cosmos le regaló a John, cuando logró plasmar en la barda atrial de la iglesia de Tetela del Monte la solución matemática a un problema que desveló tanto a Johan Adolf Sparenberg, un discípulo de Riemann, como al genial artista Escher: la intersección no euclidiana de los planos del tiempo.

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