El dispositivo de Emir

Adelante. Siéntate. No tienes que preocuparte, pronto todo pasará. ¿Sabes? Antes las cosas fueron diferentes. El cambio es una constante; aunque la gente decide no recordarlo. Es más… conveniente.

     Mirar atrás les provoca dolor. Seguro no has escuchado de la nostalgia. Es un mal bastante malo. Mi madre solía decir que la nostalgia te convertiría en un pilar de sal, pero nunca vi que tal cosa ocurriera. A la gente se le escapaba la vida en suspiros; es uno de los principales síntomas de esa enfermedad. Por eso fue una de las primeras en ser erradicada.

     ¿El dispositivo de Émir? No. Eliminar la nostalgia vino un poco después. Émir no pensaba en ella como a un mal, fue alguien más. A él lo agobiaban otras cosas. Fue un niño muy atormentado (sí, esa es otra enfermedad que ya no existen). El tormento es tener una idea en la cabeza y dejarse consumir por ella, es como si te apretujara todo el tiempo. Imagina convivir con ella durante días enteros, semanas, meses. Sí, sé que no te lo imaginas, pero es como ese insolente mosquito que sabe acercarse a tu oído cuando estás quedándote dormido. Así era el tormento: un enrevesado remolino de ideas nutriéndose unas a otras. Más o menos.

     El caso es que Émir tenía un pensamiento recurrente. Verás: sus padres fueron asesinados en un incidente muy violento cuando él era un niño. El pobre lo vio todo y aquello lo marcó de por vida.

     Su familia hacía un viaje en carretera. Era de noche y un pequeño Émir dormía en el asiento trasero del automóvil cuando se les emparejaron unos sujetos que conducían a toda velocidad. A Émir lo despertó la luz de los faros y la ferocidad de los motores. El otro automóvil los impactó repetidas veces hasta que los sacó de la carretera. Pero esto no fue todo. Los sujetos se estacionaron enfrente y se apearon para directamente abalanzarse sobre la familia.

     Así lo relataba él. Aun de adulto, el gesto se le descomponía mientras recordaba aquella noche; había visto mucha sangre, había visto la crueldad ejercida sobre sus padres, lo despiadado que puede ser una persona con otra. Nadie sabe realmente cuánta sangre llevamos dentro, decía. También relataba con horror el llanto de su madre, sus gritos, y que recordaba vívidamente la voz y el gesto de ella; también a su padre, que se revolcaba en la tierra mientras uno de los hombres le destrozaba la cara a patadas. Los hombres finalmente los mataron, golpearon un poco al niño, pero sólo eso. Pobre Émir.

     A la mañana siguiente otra pareja pasó conduciendo por ahí. Vieron el coche abollado y los dos cuerpos y, bendito Dios, vieron al niño hecho un ovillo junto a la llanta trasera. La pareja preguntó a Émir por lo que había pasado, pero él no pudo articular palabras. Llamaron a la policía, que era la autoridad entonces, quien debía decidir qué hacer y cómo ayudar al huérfano. Es parecido a lo que hacen los nómadas: proveen agua y comida, y protegen a sus crías de los depredadores. Antes, había que protegernos de nosotros mismos.

     Émir fue criado por una familia sustituta. Recibió mucho amor, educación escolar, toda la comida que necesitaba y aprendió de ellos todo lo que tenían para enseñarle. Todavía de adulto, Émir solía expresarse de ellos con mucha gratitud. Sin embargo, algo que llevó a Émir a trabajar en cuestiones del cerebro era que no había crecido del todo feliz. El cerebro es lo que tenemos adentro de la cabeza, es con lo que pensamos, hablamos y actuamos… Una de todas las partes de que estamos hechos. Émir había crecido bastante atormentado. Sentía miedo todo el tiempo, dormía poco, y no porque no lo necesitara. Su cabeza no paraba. Por la noche tenía pesadillas y en el día se sentía atosigado por ideas de muerte. No, no, no.

     Debe haber sido muy difícil para cualquiera vivir así. El cerebro es un órgano muy complicado. Pensar es como ver directamente al sol, y a veces hay que descansar los ojos, pero Émir no podía dejar de verlo. Aún dormido, la luz lo cegaba.

     Émir estudió mucho. Antes había lugares llamados escuelas adonde las personas iban a aprender; supongo que es como cuando los nómadas les enseñan a sus crías a seleccionar los frutos de los árboles, o qué cuadrúpedo es el más sabroso. Bueno, Émir fue a uno de estos lugares y aprendió mucho acerca del funcionamiento del cerebro. Por aquel entonces había métodos rústicos para cambiar el curso del pensamiento: se establecían sesiones en los que dos personas conversaban y a través del diálogo se conducían las ideas de las personas; también había algo más complejo cuando se requería de medicamentos. Pero estoy simplificando mucho, había un trabajo descomunal en ambos campos, mucho conocimiento, mucho por descubrir aún.

     Ahora te explico. Resulta que el cerebro funciona por medio de señales.

     Hagamos esto, te pincharé el brazo una vez si tengo hambre. Dos si tengo sed. ¿Qué tengo? Correcto, sed. Imagina que hay un tipo de señal y una determinada cantidad de pulsos para cada necesidad que tenemos, desde mover los dedos hasta mirar en cierta dirección. Algún tiempo atrás, hubo una época en la que se habían aplicado terapias agresivas que se valían de este conocimiento y que consistían en el suministro de choques eléctricos directamente en la cabeza. Pero se trataba de algo muy despiadado… Supongo que equivaldría a golpearte la cabeza con una piedra del tamaño de mi mano. Émir quiso explorar otras posibilidades, y así inventó el dispositivo que quitaba el miedo. Y para complementarlo creó una sustancia: una secreción susceptible a pulsos eléctricos, capaz de ser programada a través de nano transmisores para ejecutar cierto tipo de señales, señales que podían ser alteradas a través del dispositivo incluso después de haber suministrado el líquido en el torrente sanguíneo. Sólo mira mi saliva. Imagina que en esta gota hay centenares de animalitos pequeños, pequeños, pequeños, tan pequeños que no puedes verlos. Ahora imagina que estos animales “empujan” lo que sea que conduce tus pensamientos. Estos animales eran electromecánicos, eso quiere decir que eran producidos por el hombre y no inherentes a la naturaleza como los animales que conoces. Bueno, éstos podían cargarse y nutrirse de pulsos y patrones que, al recibir la indicación del dispositivo, modificaban las señales intercambiadas por neuronas. Así que este líquido viajaba por tu torrente sanguíneo hasta el cerebro y lo obligaba a producir serotonina y dopamina para promover el cambio. Piensa en que cuando estás más feliz tienes una mayor disposición para realizar tareas, tiene sentido, ¿no? Era una teoría de la conducta, llamada refuerzo positivo, que había demostrado su efectividad para entrenar animales, por ejemplo.

     Fue todo un revuelo en aquella época porque había una pandemia de ansiedad y depresión. La gente tenía miedo constante: tan solo imagina lo que es despertar en un estado de alerta, caminar con el súbito sobresalto de que algo malo se aproxima, querer descansar y no tener en la cabeza más que la posibilidad de que la muerte expanda uno de sus tentáculos y te atrape. La mayoría de la gente vivía de ese modo. Incluso dormida experimentaban sueños donde eran perseguidos por animales, bandidos o sombras abstractas; también eran recurrentes los sueños donde un grano de sal crece y crece hasta ocuparlo todo.

     A diario las personas eran atormentadas por una misma idea (no importa cuál ni de qué tipo), y no sólo eso, sino que la gente pasaba sus noches en un vacío insoportable donde estaban solos, no importaba cuántas personas tuvieran alrededor; todo dejó de importarles a tal punto que fueron indiferentes hasta de su propia felicidad. De pronto no había nacimientos, no había nuevos descubrimientos, ni arte, ni negocios ni nada de todas esas cosas que ya no conoces. En parte esta fue la causa de que el mundo cambiara tanto.

     Así que muchas personas se sometieron a la novedad del dispositivo. Con el tiempo el cerebro adoptó su actividad normal y eso ayudó un poco a que la gente saliera de sus hogares, buscara el contacto de otros y retomara los vínculos sociales que ya se habían desgastado considerablemente. Hubo un par de años en los que todo funcionó bien. El dispositivo y sus secreciones resultaron una maravilla, así que pronto fue adaptado por las grandes empresas para modificar otros males y eliminó pesadillas. Luego ideas intrusivas. Luego el desamor. Y la nostalgia.

     No pasó mucho tiempo para que hubiera demasiados pensamientos y emociones que cambiar. La gente exigió la libertad de elección y el dispositivo quedó en sus manos. Y, claro, hubo que perderlo todo.

     Me refiero a que… todo se volvió fácil. Si una persona quería dejar de estar enamorada de otra, bastaba programar la máquina para contrarrestar la producción de oxitocina; si alguien quería olvidar digamos un evento, podía hacerlo con sólo un botón. Y pronto llegó una nueva crisis, la de la indiferencia. ¿Qué es? El peor de los males si me lo preguntas. Significa no tener ningún tipo de interés. Ni siquiera curiosidad.

     En mi opinión hay dos características que ayudaron a forjar a la humanidad: el razonamiento y la curiosidad. Piensa en que sin tu pregunta no sabrías nada del tiempo antes de Émir. No sabrías qué es lo que las personas habían logrado: coches, sociedades, edificios, grandes asentamientos y tecnologías que ya nadie recuerda. Tampoco sabrías que las personas son capaces de tanto: de matar a sus iguales, de una crueldad avasallante, y al mismo tiempo del más primitivo instinto que es el amor de los padres a sus hijos, de la compasión que significaba tender la mano a alguien que se ha caído, de las risas conjuntas… No lo sabrías. No es que vaya a cambiar mucho, pero la curiosidad te ha dado algo. Imagina a la primera persona que se encontró al fuego y se preguntó qué ocurriría si se acercaba. Un acto sencillo de curiosidad desató a la dinastía más grande que haya pisado la faz de la Tierra…

     Disculpa. Sí, esto es nostalgia, muchacho. No, no la experimentas porque no sabes lo que extraño. Puede ser empatía lo que sientes al verme. Eso ya tampoco existe. ¿Quién lo decidió? La masa de gente. Eran millones, muchacho, no tienes idea de cuántos éramos. Todos esos millones de personas en la Tierra. Y yo. Y yo en medio de ellos. Y yo formando parte de ellos, formando parte de algo…

     Pero estábamos tan rotos. Y pensé que lo mejor era volver a ser animales, que hay una bella simpleza en la naturaleza y que nos debemos a ella. Y ya que no teníamos curiosidad, no estábamos tan lejos de ellos. Así que un grupo de revolucionarios, de personas que no habían sido alcanzadas del todo por Émir se dieron a la tarea de modificar el cerebro de los demás. Hubo una revolución, un sabotaje si lo quieres pensar así, hacia los dispositivos que existían en el mundo.

     Hubo que realizar una programación exhaustiva de los nano transmisores para inhibir la producción de sustancias relacionadas con el razonamiento. Neurotransmisores como la serotonina, el glutamato y otras hormonas, podían ser contrarrestados… Debiste ver al primer nómada: sin preocupaciones, sin miedos; sin curiosidad, pero también sin desinterés. Un ser que sólo podía vivir.

     Los revolucionarios fuimos instalando los códigos en los dispositivos, desplegándolos y replicándolos. Uno a uno devolvimos a los seres humanos al lugar de origen. Los bautizamos nómadas y los hemos visto vivir.

     Sabes que tienen manadas, sabes que se comunican de forma rudimentaria. No hablan como tú, no piensan como tú. Verás, que los nómadas se reproducen y sus vástagos aún traen la genética de antes de Émir. Pero eso está por cambiar. He descubierto que el hijo del hijo de un nómada es tan animal como los abuelos. Decidimos devolvernos a lo elemental porque la civilización fue demasiado para nosotros. ¿Ves lo felices que son? Así serás tú. Anda, recuéstate, te aplicaré la sustancia. ¿Que si ya he contado esto? Claro. Muchas veces. A cientos como tú.

1 comentario

  1. Que gran escritor, Pavel Ocampo. Sus historias atrapan al lector desde el inicio dejando, al final gran satisfacción por lo leído. Historias inteligentes, sorpresivas y, por supuesto, muy emotivas. Felicidades por tus letras, Pavel.

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