El día que muera la vieja bruja

Mi abuela me miraba con esa sonrisa que se les da a los vagabundos y a los perros que se rompieron una pata, me miraba como diciendo “qué pendejo eres, nietecito”. Yo también sonreía, pero sonreía diferente, como diciendo “ya te cargó la chingada, abue”. Entonces ella se sentó como siempre en su hamaca, tronó sus dedos y señaló un vaso que contenía su margarita. Se quitó las sandalias e introdujo sus horrorosas pesuñas en una tina con agua caliente y sal. Tronó otra vez los dedos. Apreté los dientes. Volví a sonreír. Le pasé su margarita y me dispuse a hacer lo de cada jueves. Lavarle las pinches patas y cortarle las putas uñas, pero con una diferencia: Yo, sonriendo, como diciendo.
La primera margarita tardó más en servirse que en ser ingerida, la segunda y la tercera pasaron inadvertidas entre sus dedos arrugados y sus uñas pintadas de morado, la cuarta rodó por su cuello junto con una baba blancuzca al mismo tiempo que le causaba un calambre estomacal. Literalmente estiró la pata. Le vi el rostro, ni la pinche muerte pudo llevarse esa dura mirada, mucho menos su olor a ropero mojado. Pude sentir mi erección. La reina ha muerto. El príncipe está vivo. Le bajé los calzones, o más bien, le quité la vieja tanga amarilla que llevaba puesta. Aproveché mis dos dedos… tres… cuatro. Me desabotoné, bajé el cierre, el pantalón. Estaba dura y hermosa como un diamante recién pulido. Algo suspiro entre nosotros, era la vida que se escapaba, la vida que entraba, despacio. Muy despacito. De la ventana se colaba el aire con orines de gato. Nancy me observaba con un cigarrillo entre sus labios. ¿Cuánto tiempo llevaba junto a la puerta? Era silenciosa como la luz. Le aventé una sonrisa que tenía guardada desde hace tiempo. Lo hicimos por fin. Por fin lo hicimos. Llevábamos semanas imaginándolo, riéndonos de eso mientras caminábamos en la plaza en busca de una nieve de limón. El día que muera la vieja bruja, lo que le haré, lo que sonreiré, lo que esperé. Volteó hacía otro lado sin hacer caso de lo que ocurría, no le importaba. Después de todo había sido su idea, matarla, quedarnos con su putero, con sus putas, con su dinero. Ser felices. Sonreír de felicidad de adentro hacía afuera. Je.
Me despertó el llanto de un gato en celo. El sol apenas se asomaba por el cielo gris. Había lluvia aún en el aire. Mi abuela arrojaba terribles ronquidos desde su habitación. Estaba sudando, mi almohada se encontraba empapada, el gato no se callaba… La mañana apestaba a perro mojado. 

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