El destino de Santa

Esperaron ansiosos el momento que la casa quedara sola. La familia saldría a vacacionar, eso ayudaría a llevar a cabo el plan. Emilio forzaba la chapa de la puerta, volteaba hacia ambos lados de la calle, tenía temor de ser visto. Su hermano menor le hechaba aguas. Entraron a hurtadillas. En cada mano cargaban una piedra tan henchida como el coraje acumulado en las infantiles entrañas. En el lugar que ocupaba la bella figura dejaron trozos de yeso y polvo.

**

Emilio vio que llegó la feria al pueblo. ―¡Qué emoción, es muy grande y fantástica! ¡Trae juegos mecánicos y la rueda de la fortuna es grande, tan grande que la gente casi vuela al cielo!, ¡las tazas giran como remolinos! ―Emocionado contaba a su mamá que sudaba mortificada porque era tarde y apenas preparaba la comida.

Por la tarde, dos niñas vecinas los invitaron a irse juntos a la feria. La mamá les dio el permiso y un peso a cada uno. Llegaron. Recorrieron la romería tronándose huevos de confeti en la cabeza, saboreando antojitos que solo se consumen en esas fiestas, buñuelos con miel de guayaba y pambazos con chorizo y papas. No los dejaron subirse a los juegos mecánicos, eran aún pequeños. Hicieron una larga fila para jugar a las canicas y a los dardos poncha globos. Emilio ponchó dos globos. La niña de su edad ponchó solo uno.

―Paguemos otro juego más y poncharé los tres globos ―decía Emilio con convicción y una sonrisa que abarcaba sus mejillas sonrosadas de luna llena.

―Ya gasté todo, solo me queda una moneda. ―Exclamó su hermano sin dejar de mirarlas a los ojos.

Al instante se puso triste y agachó la cabeza, sentía culpa de tener solo una moneda.

―!Ya sé! Yo pongo la moneda que me queda y ustedes ponen las dos que faltan. ―dijo Emilio con al júbilo en cada palabra, como si hubiera encontrado la solución perfecta.

―¿Tú tienes una moneda?, si la pones completamos otra entrada y si gano nos repartiremos el premio en partes iguales. ―Las niñas asintieron con la cabeza. ―Sospechaba que Emilio no fallaría.

Así lo hicieron. Lo que importaba era sacar un regalo que se pudiera repartir entre los que pagaron los dardos.

Midió la distancia, imprimió fuerza al tiro y ponchó el primer globo, casi con plena certeza de que lo lograría. Vino el segundo tiro. Apuntó y los ojos de todos los chicos estaban puestos en el dardo que apuntaba al globo. Con los dedos cruzados esperaban escuchar el tronido. ¡Pop! Tronó el segundo globo. Las niñas y el hermano de Emilio brincaban de júbilo. Emilio dio media vuelta, dejaba a su espalda la tabla con pocos globos. Aspiró una bocanada de aire, al expulsarla dio la media vuelta y apuntó con tal convicción de tener entre sus manos el último tronido y los restos de látex de los tres globos. ¡Pop!¡Lo hizo! A sus seis años saboreó la emoción de la victoria, para él fue una gran hazaña lo logrado.

El premio fue anunciado hasta ese momento. Era una alcancía con la figura de Santa Claus, grande, tan grande como el perro que los siguió desde casa para cuidarlos. Tuvieron que cargarlo si no querían que se perdiera entre el gentío.

El Santa Claus de yeso lucía bonito. Sus barbas casi llegaban a la punta de esa enorme barriga y en su costal traía juguetes y regalos. Realmente era bello. Pero, ¿cómo repartirlo? Emilio lo abrazó y no lo soltaría.

―Mañana te devolveré tu moneda.  No podemos repartirnos el premio. Santa Claus se quebraría ―dijo Emilio a la niña.

Muy temprano, la mamá de las niñas fue a hablar con la de Emilio. Le gritó su nombre desde la acera frente a la casa. Le dio la queja de que Emilio quitó dinero a sus hijas para ganar el Santa Claus. La mamá de Emilio, mujer tan honesta, ni siquiera pidió una explicación, de inmediato les dijo a sus hijos que entregaran la alcancía a la mamá de las niñas. Emilio se resistía a soltar a su Santa. La mamá, con un jalón de oreja, lo obligó a entregarlo; ellas, felices se fueron a su casa abrazando llenas de ilusión al Santa. Lo colocaron en el Belén de la sala. Se convertiría en la atracción de los niños de las pastorelas que llegarían a pedir posada. Con la siguiente pastorela iría Emilio.

¡No es justo, yo me lo saqué, yo ponché los tres globos! Emilio gritaba entre llantos. Su hermano se mantenía callado, con la mirada llena de furia, exhalaba en cada respiro el desprecio que las niñas le causaban. Por dentro, su mente maquinaba una gran venganza. ¡El Santa Claus sería de Emilio o de nadie!

Tuvieron que esperar que la navidad pasara.

*

Llegó el día. Al salir de la casa ajena, una vecina, incrédula vio brincarse a los dos hermanos por la ventana. No les dijo nada. Emilio, en su inocencia, creyó que la vecina guardaría el secreto.

Los vecinos volvieron de vacaciones. La señora enojada, otra vez fue con la madre de Emilio y la trajo a mostrar la fechoría que había hecho su hijo, su tímido hijo que parecía incapaz de esa atrocidad. La madre, con la vergüenza a cuestas, llegó a su casa y lo primero que hizo fue acusar a Emilio con su esposo. El padre era un hombre rígido que educó a su hijo ―al menos así lo creía― bajo la disciplina más estricta de respeto a los demás. Sin pedir ninguna explicación, el papá le propinó unos cintarazos en las piernas, gritaba injurias porque esos actos lo hacían sentirse avergonzado ante los vecinos.

El padre abochornado propinó esa lección dolorosa a su hijo. Pretendía que la recordara toda su vida. Con los ojos apenas llorosos y sin reprimir el llanto, a Emilio no le dolieron ni los cintarazos ni las palabras de su papá. El niño disfrutaba la venganza consumada. El Santa Claus que ahora solo estaba en su mente y en su corazón, nunca más volvería a ser el Santa de aquella casa.

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