El desgaste de los zapatos

 

No sé exactamente cuándo empezó, la memoria tiene esa mala costumbre de dar saltos. Lo cierto es que allí estaba yo, sentado en un escalón y con la cabeza apoyada en el barandal de aquella escalera que, de tanto verla, parecía más una parte de mí que del edificio. La decisión de subir fue más un reflejo condicionado que una verdadera elección.

Todo comenzó con una sensación inocente: hay una escalera, estoy abajo, entonces, lo lógico es subir. Apenas di los primeros pasos la escalera se estiró como un chicle en pleno verano, y la distancia que debía recorrer se volvió insoportablemente infinita. Sentí como si estuviera parado sobre la nieve.

—Es una broma —me dije, y mi voz sonó ajena, como si la hubiese prestado por un momento a alguien más.

Soslayé ese pequeño detalle y la escalera seguía allí, burlona, interminable. El edificio mismo parecía tener un plan para mí, con sus paredes inclinadas y sus ventanas que miraban hacia ningún lado. La madera crujía con un tono casi musical, como si la escalera tocara el soundtrack de alguna película de terror, suspenso o tal vez se trataba de un cross genre. Subir, debo subir, pensé.

A mitad del camino, apareció él, salió de algunos de los ángulos de la esclera y se apoyó en la baranda. Su presencia era tan pesada que parecía doblar la luz que lo rodeaba. No podría describirlo del todo, porque su rostro se desdibujaba cada vez que intentaba enfocarlo. Un hombre sin rostro o, mejor dicho, con todas las caras, como si en él estuvieran comprimidos todos los transeúntes que alguna vez habían subido o bajado esa escalera.

—¿Subes o bajas? —Me preguntó.

Su cuestionamiento en aquella voz gruesa me hizo dudar. Quise contestarle que subía, pero al mirar hacia atrás noté que no había diferencia, había perdido la noción de lo que hacía.

—Creo que subo. —Respondí.

—La creencia no es suficiente. —Su respuesta resonó en el aire, como si hubiese sido pronunciada por la escalera misma. Se quedó inmóvil y yo traté de alcanzarlo, pero a uno de mis zapatos se les desprendió la suela.

No estaba seguro, en realidad, nadie podría estarlo. A veces, al dar un paso, sentía que avanzaba, pero otras parecía retroceder sin que mis pies cambiaran de dirección. Era un movimiento inmóvil, una danza absurda donde lo alto era bajo y lo bajo era alto. Allí comprendí algo que nunca había pensado: las escaleras no son para llegar a un sitio, sino para perderse en el intento.

Seguí. Los barrotes de la baranda eran una fila de sombras alargadas que me acompañaban en silencio. No miraba hacia atrás porque temía encontrarme a mí mismo, parado en el punto de inicio, con una sonrisa burlona que, desde algún tiempo, ya no me pertenecía. Mientras mi imaginación se jugaba en contra, el hombre sin rostro continuaba allí y, el cansancio de mis piernas comenzaba a reclamar silencio.

—¿Qué quieres? —Grité. Mi voz se la tragó la escalera y la escupió de vuelta en ecos irreconocibles.

—Nada —dijo él— yo también subo. O bajo. Da igual.

Su respuesta me pareció un insulto y una revelación al mismo tiempo. Allí estábamos los dos, en una escalera que no llevaba a ninguna parte, o quizás a todas las partes a la vez. Un instante después, sentí que las paredes se cerraban sobre mí, angustiadas, como si la casa misma necesitara un respiro. El aire se espesó tanto que lo pude masticar, y, sin embargo, respiraba más rápido, más hondo.

Con los zapatos dañados, decidí correr. No me importaba si subía o bajaba, sólo quería llegar al final. Pero la escalera, en un acto de sadismo, se alargaba con cada paso. Los peldaños se multiplicaban bajo mis pies, se burlaban de mi cansancio. Subía, subía, subía, mientras algo en mi cabeza me decía que en realidad descendía.

Sentí un vértigo extraño, una fuerza de gravedad o algo parecido tiró de mi cuerpo. Me aferré a la baranda, unas lágrimas de mis ojos flotaron, fue imposible juntar la dentadura en una sonrisa fingida, mis manos ardían y mis pies suplicaban el suelo, hasta que pronto, la furia cesó y acabé desparramado sobre los escalones.

—Nunca llegarás. —Dijo el hombre sin rostro, esta vez a mi lado.

—¿A dónde? —Le pregunté, exhausto.

—A donde sea que quieras ir. El arriba y el abajo son sólo las dos caras de un mismo espejo. Si subes, bajas; si bajas, subes.

Quise gritarle que se equivocaba sin éxito. Me senté y apoyé la cabeza en la baranda. Comprendí entonces la ironía de mi existencia: había pasado toda mi vida con la creencia de subir escalones, cuando en realidad no me movía del mismo sitio.

—¿Y si en la próxima furia me dejo llevar? —Pregunté, más a mí mismo que a él.

—Entonces sabrás. —Respondió con voz neutra.

Lo pensé. Podía dejar de pelear con la escalera y dejarme llevar al vacío, tal vez así podría encontrarme conmigo mismo. Pero no lo hice. No tuve valor. Me quedé allí, encarcelado entre los peldaños, el barandal y las paredes inclinadas.

—¿Qué harás tú? —Le pregunté.

Él no contestó, sólo me miró, y por primera vez me pareció que sonreía. Después de un tiempo, se levantó y se fue.

Me quedé solo en la escalera, recargué mi cabeza sobre el barandal y escuché el crujir eterno de la madera que me compartía su canción sin sentido. Comencé este camino con la seguridad de subir y, ahora, de lo único que estoy seguro es que no importa el destino, sino el desgaste de los zapatos por el peso del tiempo. Mientras siga aquí, tendré que ingeniármelas para conseguir otros, porque la escalera aún no termina.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *