Nunca pensé que iba a recurrir a las enseñanzas de mi abuela, curandera de la sierra de Hidalgo. Ella sabía aliviar el dolor y también matar. Eso último lo descubrí mucho después cuando comprendí la utilidad de su enseñanza. Me gustaba verla trabajar. Me fascinaba el olor a hierbas frescas, a humo picante y embriagador cada vez que cocinaba. Aunque a mi madre no le encantaba la idea de que yo me acercara tanto a su suegra, ella me tomó como su ayudante. Ahora que ya no está, la extraño. Ella sabía qué medicina darle a cada enfermo y cómo alejar el mal. Tenía una solución para todos los problemas, no sólo los de índole físico. Guardaba semillas y hierbas en unos frascos sin nombre. Me decía que tenía que memorizar sus formas y sobre todo los olores y sólo así encontraría sus nombres. “Lo que ves aquí te servirá algún día —me insistió por cuatro años.” Hoy, este día llegó.
¿Qué le agrego el matrimonio a la vida de una mujer? Creo que más estrés y más preocupaciones. Traté de ser una buena esposa, tal y cómo me insistió mi madre; le di mi amor incondicional, ciego, diría que, hasta servil. Pero, por más que yo me esforzara, él se resistía como si la batalla estuviera perdida desde el principio.
Nuestros problemas empezaron la misma noche de bodas. Abrazos y besos tensos e incómodos. Ya en el hotel, sucedió que mis ardores fueron más intensos que los suyos. No intentó penetrarme, como me lo habían anticipado mi madre y mis tías entre risitas burlonas y recuerdos de sus propias bodas. Al percibir mi desconcierto, se disculpó por estar borracho. Lo mismo ocurrió al siguiente día; dijo que estaba muy emocionado por mi belleza. No le creí. ¿Qué excusa tan tonta?
Nuestra relación no funcionaba. Estaba a mi lado, reclamaba mi atención y mi apoyo, pero, en un momento de sinceridad y estando borracho, tal vez como una vaga advertencia de su conciencia, me confesó que amaba a otra. Le pedí el divorcio. Me rogó que no lo hiciera, que la iba a dejar. Luego me enteré que la otra estaba casada y comprendí que él se casó conmigo por despecho.
No cumplió su promesa. Me daba cuenta de las veces que se veía con ella, o las veces que se peleaban y se alejaban o cuando se contentaban. Entre nosotros, todo empeoraba. Me odiaba. La mayor parte del tiempo, tergiversaba mis opiniones, mis gustos y mis decisiones. Trataba de confundirme con palabras superficiales o alejaba el foco de la conversación o me atacaba con su mordaz humor. Cuando no lo lograba se quedaba callado para darme a entender que está a disgusto conmigo. Luego las agresiones escalaron a lo físico.
La frustración acumulada durante los tres años de matrimonio me desbordaba. La sentía como si una mano apretara mi garganta a punto de ahogarme.
Recordé las enseñanzas de mi abuela, sus recetas y la clase de ingredientes que ella usaba para diferentes situaciones y de acuerdo al objetivo de la cliente; en general, mujeres ofendidas o maltratadas que querían liberarse de sus agresores. De repente, una increíble calma me invadió. Aunque haya pasado tanta agua en el río de la vida, poco a poco, las formas, y sobre todo los olores de su cocina, se hicieron camino hasta inundar mis sentidos.
Del comal y de las cazuelas surgían efluvios de todo lo que chisporroteaba en la manteca: el breve olor del pan, el dulzón de las almendras, el terroso de los cacahuates y el embriagador del ajonjolí. Cuando los chiles hacían su entrada, su pungencia ahuyentaba a todos los demás. Después empezaba la molienda y las fragancias de las especies eran como las notas de una sinfonía que se escribía frente a mis narices. Percibí la vehemencia de la canela, lo agudo y sutil de la pimienta, los clavos como un breve aleteo de un abanico. Terminada la molienda, la pasta se hervía en caldo de guajolote donde el concierto de olores maduraba. Pero nadie podía rivalizar con el lujurioso chocolate, salvo las altas notas de los secos chiles tostados: el ancho, el pasilla y el esmirriado mulato. Al llegar a este punto, mi abuela sacaba su ingrediente secreto y lo molía sobre el mismo metate. Después, separaba una parte de la pasta de mole a la que le agregaba aquel ingrediente.
—¡Ponle una etiqueta bonita y apártalo para no confundirte o que se confundan! —le aconsejaba a la mujer, mientras recibía el pago por el encargo.
Mi abuela se aseguró que yo pusiera atención a sus palabras. Lo hice, pero también estudié biología. Así que sé muy bien cuales ingredientes son adecuados para llevar a cabo mi venganza y sin dejar huella. De esta planta —no voy a desvelar su nombre—, se usan las semillas y su descripción científica es muy exacta.
Las semillas son ovaladas y un tanto comprimidas. Su testa muy lisa y brillante, de color gris hasta pardo oscuro y a veces jaspeada las asemejan a unos escarabajos. Su carúncula (que es una excrecencia en una de las puntas) es pequeña y amarillenta, y el rafe (que es como una línea de sutura) recorre el bordo y termina en el lado opuesto en una pequeña chalaza (la base del embrión). Al romperse la testa (su cubierta) se descubre un endospermo con un débil olor oleoso. Si se deja al aire, se vuelve rancio muy rápido.
Otra de las recetas de mi abuela contenía hojas y ramas de una planta parecida al laurel que usada con conocimiento puede ser letal. (Tampoco voy a desvelar su nombre.)
Así que, analicé las posibilidades y decidí. Fui más atenta con él, le preparaba sus comidas preferidas y se las servía a tiempo, sin disgustos ni reproches. Se relajó. El castigo tenía que ser lento, un purgatorio preparado para mi propio disfrute. Tenía que verlo retorcerse de dolor sin que los médicos encontraran causa alguna y verlo así durante el mayor tiempo posible, fingiendo preocupación, a la espera del momento oportuno.
Ese llegó un sábado. Se había despertado temprano para ir a correr al parque, uno que está en Coyoacán. Eso dijo. Que se iba a ver con un amigo. Pero yo sabía que era con ella y el parque era otro, uno sobre Insurgentes y casi cerca de Viaducto.
No dije nada. Sabía que mentía. Llegó furioso, aventó la puerta quejándose del tráfico, de los pendejos que no saben manejar, de la ciudad que es una mierda y de mí que todavía no le tenía el desayuno. Me empujó enojado. No le respondí. Supe que había llegado el momento. Saqué dos cortes de carne a la Tampiqueña, se los enseñé y le dije que se los iba a preparar asados Asintió con la cabeza, pero seguía enojado. Mientras se bañaba, prendí el carbón en el anafre que teníamos en el patio y cuando las llamas se apagaron agregué las ramas de aquella planta y la carne empezó a absorber el veneno. Se la serví con una salsa, frijoles refritos espolvoreados con queso Cotija y dobladitas con su mole favorito, el de la etiqueta llamativa.
Yo comí fruta. Estaba a dieta.