Como tantas otras veces, desperté sin saber dónde había dormido. Me tallé los ojos con la única mano que tenía y, aún con mirada medio turbia, miré la habitación, en la que manchas de moho crecían en las esquinas y la pintura gris caía poco a poco.
Fui a la cocina para prepararme un café. Una capa de polvo se extendía sobre la barra, donde estaban una vieja taza de peltre y la cafetera italiana, no menos añosa. Puse en ella un poco del café molido que el gobierno había incluido en mi paquete de racionamiento de víveres y encendí la estufa regulando la flama a fuego medio.
Mientras esperaba a que el agua se calentara, contemplé la estancia con cierto pesar. No había más que un sofá de colores indefinidos y un comedor con una mesita redonda y dos sillas de madera, una de ellas fisurada. Aunque tal vez no debía inconformarme, la casa, que recibí del gobierno por el tiempo de servicio que presté al ejército, inevitablemente me hacía pensar que alguna vez tuve un hogar, una mujer y una hija. Un bombardeo las hizo añicos. Ciertamente la guerra había terminado, pero la sensación que nos dejó a muchos era la de que también había puesto punto final a nuestras vidas.
Necesitaba aire. Me serví un poco de café y salí al jardín o, de manera más precisa, al minúsculo espacio donde, en lugar de flores y césped, había una pila de hojarasca y tierra endurecida por el frío. Di un sorbo a la humeante infusión. En ese momento descubrí que la banderita roja del oxidado buzón estaba levantada. Imaginé a un soldado de pie en un terreno yermo. Intrigado, pues a nadie, ni siquiera a quienes conocía, le había dado mi nueva dirección, me acerqué y abrí la tapa del buzón. Encontré un sobre sin remitente. ¿De dónde habría venido? La calle era un desierto helado.
Regresé al interior, me senté en el sofá y traté de ignorar el polvo que salió por los poros de la tela. Abrí el sobre y saqué una hoja de papel escrita con mano temblorosa:
“08/20/45
Hola:
No sé si leerás esta carta. Cuando comencé a escribirla me sentí como una tonta. De hecho, escribí otra, pero la rompí. Luego me arrepentí porque es muy difícil encontrar papel. Afortunadamente encontré esta hoja, que es reciclada, como el sobre, y lo volví a intentar.
Me llamo Ygriag y tengo 16 años. Me siento muy sola. La guerra me ha dejado sin nadie ni nada. En los largos recorridos que a diario hago en busca de agua potable, he visto tu buzón, el único que sigue en pie. Así que, si quieres responder a mi carta, sólo deja una respuesta y levanta la banderita.”
Debo confesar que, si ya estaba deprimido, la carta de Ygraig me hizo sentir peor. Una pobre huérfana, víctima de la maldita guerra. ¿Dónde vivía? ¿Por qué tendría que buscar agua, si las tuberías en esta zona no estaban dañadas? Tal vez su casa estaba lejos de aquí y debía conseguir el agua directamente en el río.
También me sentía solo y la idea de cartearme con la pequeña me resultó una necesidad inmediata. Pensé que podría ofrecerle agua y algo de la escasa comida que tenía. Escribir con la mano derecha era un verdadero problema para mí, pero debía intentarlo. Tiritando debido a la baja temperatura, revisé los cajones de un desvencijado buró. Encontré algunas hojas y un lápiz. Me senté a la mesa polvosa del comedor para redactar una respuesta. La ausencia de práctica arrojó una serie de garabatos que me crispó, con lo cual me vi compelido a practicar un rato antes de lograr escribir unas líneas:
“08/22/45
Hola, Ygriag. Soy Veio Lash, teniente retirado del ejército. Perdona mi mala caligrafía, perdí un brazo en la guerra. Soy zurdo y ahora escribo con la mano derecha. Puedes venir a mi casa cuando quieras. Te daré agua y un poco de comida.”
No supe qué más decir y me conformé con ofrecerle eso. Dejé la carta en el buzón y levanté la banderilla roja. Como los niños que esperan la mágica aparición de juguetes bajo el árbol de Navidad, llevé una silla a la ventana para observar el momento en que la chica se apostara frente al buzón y extrajera la carta con mi repuesta.
Concatenado con eso, y mientras contemplaba el vacío de la calle, recordé las últimas palabras de un compañero soldado que, en mitad del tiroteo en el que fui herido, apretaba mi hombro izquierdo con un cinturón intentando detener la hemorragia que empapaba la tierra: “Teniente Lash, se pondrá bien. Ha llegado el personal médico. Cuando esté mejor regresará a casa”. Hubiera preferido morir ahí.
Mi mente continuó reproduciendo dantescas escenas de la guerra hasta que el hastío me hizo caer dormido. Desperté horas después, víctima de un dolor de cuello lancinante. La incómoda silla de palo y la postura en que permanecí me pasaban factura. Como no tenía analgésicos ni infusiones que me ayudaran a disminuir el dolor me vi obligado a convivir con él varias horas. Desapareció como las bombas ciclónicas polares después de dejar una marcada huella de zozobra y dolor.
Al día siguiente, hostigado por el hambre, fui a husmear a la alacena. Aproveché y escogí algunos víveres para obsequiárselos a mi nueva amiguita, pasando por alto que eso significaría días de privaciones para mí. Esta parte del país, tan al norte, no sufría directamente los estragos de la guerra, pero eso no significaba que las cosas marcharan bien; independientemente del conflicto, desde hacía décadas se desenvolvía bajo una atmósfera miserable, en la que imperaban las precariedades, el malestar y el desdén.
Por añadidura, el frío de los últimos años afectaba los cultivos, que ahora sólo producían ciruelas verdes y pimientos. Mi paladar no terminaba de aceptarlos, aunque debía hacerlo porque las opciones eran más que limitadas.
Encontré unas cuantas tiras de carne seca, tres o cuatro latas de frijoles y duraznos y un par de bolsas de arroz. Como moría por pan y queso, salí de casa decidido a usar una parte de mi irrisoria pensión para darme ese gusto y eventualmente compartirlo con Ygriag. Avancé bajo el cielo, insípidamente plateado, hasta el final de la avenida, y crucé el oscuro puentecillo de madera que enlazaba con el pueblo. En sus mejores tiempos fue bonito, pero ahora asemejaba un congelador viejo y vacío. Ingresé en la primera tienda que hallé. Imitaba —debo decir que con ingenio— las letras y el logotipo de una gran cadena de supermercados. Recorrí con calma los estrechos pasillos. Di con el pan y el queso, y fui a pagarlos. La cajera parecía un zombi venido a menos, si tal cosa era posible.
⸺Oiga ⸺le dije y apenas movió los ojos⸺, ¿escasea el agua en el pueblo?
Supongo que un poco de sangre recorrió su cuerpo cuando dijo:
⸺No. El agua no.
Saldé la cuenta e inicié el recorrido de regreso a casa. Metros antes de llegar, noté que la banderita roja del buzón había cambiado de posición. La cría se había llevado mi carta. Un par de días después, depositó su respuesta en el buzón.
“08/24/45
Hola, Teniente Lash:
Ha sido muy amable al ofrecerme agua y comida. La próxima vez lo visitaré. ¿Sabe? recientemente recordé a una niña que conocí hace tiempo en el asilo, y se apellidaba como usted. Fuimos compañeras de cuarto una noche y platicamos un poco antes de dormir. Huyendo de la guerra había llegado al orfanato con su madre. Pensé que la vería de nuevo al despertar, pero no fue así. No volví a saber nada de ella”.
Me mordí la lengua. ¿Esa otra niña podría ser mi hija y su madre mi esposa? Las había buscado con desespero, ayudado incluso por otras personas, pero nunca fue posible dar con su paradero. Jamás encontramos un solo rastro. Movido por la luz de la esperanza, me puse en pie como impulsado por un resorte y corrí hacia la ventana. Sobre el buzón, afectado por la herrumbre y puesto sobre un delgado poste de madera que lo sostenía con dificultades, comenzaban a caer los primeros copos de una nevada que, se avizoraba, aumentaría en intensidad. Respondí la carta.
“08/24/45
Hola, Ygriag:
Por favor, haz memoria, tal vez logres recordar el nombre de la pequeña. ¿Qué edad calculas que tendría? ¿Podrías describirla? ¿Viste a su mamá? ¿Tienes algún dato adicional? Por favor, te lo suplico, ven a mi casa.
VL”.
“08/27/45
Teniente Lash:
Ayer toqué a su puerta, pero usted no estaba. Ignoro dónde puedan estar la niña y su madre, y me siento muy mal por no recordar mucho más. Me parece que el nombre de la nena empezaba con la letra G, de eso estoy casi segura porque lo relacioné con gatos. ¿Gatilce? ¿Gacite? Perdone mi falta de memoria. Lo más importante para mí siempre ha sido conseguir comida y agua. Hacer amistades me ayuda, pero no siempre. Básicamente he tenido que valerme por mí misma. Volveré a su casa pronto, y espero encontrarlo.
Ygriag”.
Gacile Lash era el nombre de mi pequeña y ella y mi esposa eran inseparables. ¿Estaban vivas? ¿Por qué no supe que estuvieron en el asilo? ¿Hubo alguna omisión, o peor, negligencia en las pesquisas para dar con ellas? Si vivían, ¿dónde estaban y qué condiciones estarían enfrentando? La mano me temblaba al sostener la carta de Ygriag. La turbación obnubiló mis ojos, clausuró mi habla y amargó mi sangre. Sin mayor dilación volví a salir y fui a buscar el asilo. Seguramente mi azoramiento, aunado a la creciente caída de la nieve, me hizo perder el camino y no hallé el sitio. Regresé frustrado y al borde de un estallido de rabia. Le escribí a mi pequeña amiga.
“08/27/45
Hola, Ygriag:
Por favor dime dónde está el asilo. Fui a buscarlo, mas no lo encontré. Por las referencias que me has dado, puedo suponer que hablaste con Gacile Lash, mi hija, y que la mujer que la acompañaba era mi esposa”. La nevada se había convertido en una tormenta decidida. Aun así, me aventuré a poner la carta en el buzón, zarandeado con fuerza por las corrientes de viento. “Necesito verte”, le confesé en el papel a Ygriag. “Necesito respuestas sobre mi familia.
VL”.
“08/30/45
Teniente Lash:
No va a creerlo, pero me encontré con su hija y su esposa. Fue algo casual, porque siempre voy al mismo sitio por agua, y no las había visto antes. Me apresuré a hablarles de usted. Pienso que no me creyeron porque vi un gesto extraño en sus rostros, como de miedo. De cualquier manera, aceptaron acompañarme hasta su casa. Caminaron muy silenciosas. Cuando llegamos, tocamos a su puerta esperando a que usted abriera. Como no salía insistimos, incluso con gritos, pues además nos estábamos congelando y necesitábamos resguardarnos. Al final tuvimos que despedirnos. No supimos ni qué decirnos. Lo bueno es que ahora sé dónde están. Quería comunicárselo de manera directa, así que regresé sola al día siguiente. De nueva cuenta no respondió a mis toquidos, teniente. Encontré una ventana abierta y entré. La casa estaba vacía. Ni un alma. Tampoco había agua ni luz. Aunque el buzón en el patio me indicaba que era el lugar correcto, me quedé pensando que tal vez cometí un error, y que lo mejor será que usted intente de nuevo encontrar el asilo. La dirección que tiene que buscar es: Avenida Mountmar 15.
Ygriag”.
Quizá mi inestable carácter no me avalaba como un padre o un esposo ejemplar, pero lo cierto es que amaba a mi familia y la quería de vuelta conmigo. El amargo regusto de la impotencia y el enfado me estaba afectando. ¿En qué casa se había metido Ygriag? La incertidumbre se fue apoderando de mí y comencé a dudar de su fiabilidad. Sin embargo, antes de que la desconfianza me eclipsara por completo, logré disiparla dándole un voto en favor a la pequeña, en buena medida porque me había proporcionado la dirección. Me alisté y salí hacia el número 15 de la Avenida Mountmar. Esperé a que pasara un taxi o un autobús público. Sin embargo, eso no sucedió. El tiempo se mostró inclemente conmigo pero las ganas de reencontrarme me mantuvieron en pie hasta que me fue prácticamente imposible moverme. Con los miembros engarrotados y lágrimas de hielo adheridas a mi cara, decidí retornar a casa. Pasé la noche en vela lamentando mi situación y bebiendo café hasta agotarlo.
Al día siguiente volví a la tienda de víveres con la intención de reponer el café. Ahí se me ocurrió preguntarle a la cajera si conocía alguna vía corta para llegar a Mountmar. Con sus acostumbradas maneras de zombi, me dijo:
—Ahí no hay nada.
—¿A qué se refiere?
Su talante registró un cambio discreto, sólo para añadir:
—A que ahí no quedó nada, pero si desconfía de mí véalo por usted mismo.
Corrí con mayor suerte y pude subir al camión que la dependienta me recomendó, el cual avanzó callado y sin hacer paradas. Me dejó a tres cuadras de mi destino.
Caminé deprisa, bajo el cielo gris y recibiendo el golpe del viento. Pese a ello, me sentía renovado por la esperanza y la fe. Con cada paso comenzaron a surgir en mi cabeza imágenes que mezclaban momentos de felicidad y exaltada tensión con mi esposa y mi hija. Sin embargo, se impusieron las primeras. Quería verlas a las dos y estaba seguro de que mi deseo era recíproco.
En algún momento me di cuenta de que las calles estaban silenciosas y vacías, y eso comenzó a parecerme insoportable. No había gente ni carros. Ni siquiera un perro hambriento que rondara en busca de comida. Cuando llegué al número 15 entendí las palabras de la cajera. En ese lugar sólo había casas destruidas o abandonadas y mucha hierba quemada por el frío.
“08/31/1945
Ygriag, júrame que no me estás jugando una broma. En Mountmar 15 no hay nada. De rodillas te pido que me hables con sinceridad. ¡Necesito a mi familia! Ven a mi casa. Te estaré esperando.
VL”.
“09/01/2045
Teniente, no es ninguna broma. Es imposible pasar por alto la casona que hay en Mountmar 15. Su fachada de ladrillos rojos puede verse desde lejos debido a que tiene tres pisos. Además, es la única que conserva herrería en las ventanas, aunque oxidada. No entiendo cómo es que no la vio. ¿Quiere que lo acompañe?
Ygriag”.
Con el escaso haz de luz que se filtraba por una de las ventanas, y a través de la cual se miraba el cielo, gris y encapotado, leí y releí la carta. Mientras luchaba por calmar mis aprensiones, decidí aceptar la oferta de Ygriag y pedirle que fuera conmigo. Eso disiparía las confusiones. Me disponía a escribirle de vuelta, cuando escuché el ruido de un motor, algo en verdad inusual. Me asomé por la ventana. Justo en ese momento vi a dos chavales sobre una pesada motocicleta, aproximándose al buzón. Uno de ellos, que se afianzaba con una mano al vientre del conductor, llevaba un bat metálico en la mano libre. En medio del estruendo le asestó un golpe a mi buzón y lo derribó. Seguidamente, el conductor hizo que el vehículo le pasara por encima. Los pedazos quedaron esparcidos sobre sobre la hierba helada. El dolor y la furia que me causó el ataque me hicieron correr hacia ellos. Sentí los mordiscos del viento en todo el cuerpo y eso me hizo rabiar aún más. Evidentemente no pude darles alcance, pero los perseguí a lo largo de la cuadra llenándolos de insultos. Hice alto total y caí al suelo, de rodillas y envuelto en lágrimas.
Así estuve un rato, hasta que el entumecimiento de los músculos me obligó a incorporarme. Fui a inspeccionar el daño que aquellos bárbaros le habían causado al buzón. El poste estaba en pie, pero la caja resultaba imposible de reparar. Vencido por la cólera y la impotencia, regresé al interior de la casa y arrojé una silla contra la pared. Estalló en pedazos hacia un lado y otro. Fue cuando se me ocurrió emplear la madera para restituir el buzón. Obvié las dificultades que entrañaba trabajar con una sola mano y no hice alto sino hasta concluir la tarea, lo que sucedió con el ocaso. El trabajo y el hecho de contar con un nuevo buzón me hicieron recobrar buena parte de la calma perdida. Antes de que la luz desapareciera bajo el manto de la noche, me apresuré a instalar mi creación.
Me topé con una nueva dificultad: el agujero que hice en el buzón resultaba insuficiente para hacer que el poste embonara en él. Los manipulé con rudeza, de manera que, al hacer un brusco movimiento, el poste se desprendió del suelo. Noté con sorpresa que tenía raíces y que ahora estaban rotas. La noche se me echó encima y debí apurarme a concluir, lo que hice muy poco después. Con el cejo fruncido por la extrañeza, me guardé en la casa. Al poco se desató una tormenta de nieve ciclónica.
Jamás encontré la casona de Mountmar 15, ni a mi hija ni a mi esposa. Las cartas que escribí se acumularon dentro del buzón sin que Ygriag volviera a buscarlas. Luego una tormenta de nieve rompió el poste y el buzón volvió a caer. Ya no tuve ánimo para hacer una nueva reparación. Consumido por la ira, la frustración y el paso del tiempo, releí cientos de veces la última carta de Ygriag, sintiéndome atrapado en ese instante.
Ciudad de México, 1979. Es escritora, correctora de estilo y traductora. Ha publicado novelas como El final del peor día, 2019, (Universo de libros), Conjeturas imposibles, 2018 y 2022 y La sonrisa ajena, 2015 y 2022 (Lengua de Diablo Editorial). Estudió la maestría en Literatura en El Colegio de Morelos, la licenciatura en Ciencias de la Comunicación en la Universidad de las Américas-Puebla, y el diplomado en Creación Literaria en la Escuela de Escritores Ricardo Garibay, de la Secretaría de Cultura del Estado de Morelos. Actualmente estudia el diplomado “Los límites de lo posible, panorama de la literatura fantástica”, en la Universidad Nacional Autónoma de México. Recientemente, sus obras, Impossible Assumptions y The Veiled Smile, se publicaron bajo el sello editorial Dog Days Ink Publishing.
En 2020 su cuento “La pirueta en el bucle” fue seleccionado para publicarse en la Tercera antología de cuento, del Tercer Certamen Nacional de cuento Escritoras Mexicanas. En 2019 obtuvo el primer lugar en el XXII Concurso Nacional de Cuento “Mujeres en vida”, homenaje a María Luisa Bombal, con el cuento “La otra ley”, y obtuvo mención honorífica con la antología de cuentos fantásticos Mala leche, en la Convocatoria de obra inédita del Fondo Editorial del Estado de Morelos; en 2017 obtuvo el primer lugar, en la categoría de narrativa, en la Primera Convocatoria para Publicación de Obra Inédita de Lengua de Diablo Editorial, con la compilación de cuentos fantásticos Conjeturas imposibles, publicada en 2018, y en 2015 recibió una mención honorífica con el cuento “Su único ojo”, en el Primer Premio Nacional de Cuento Fantástico Amparo Dávila, publicado en 2016, en la antología de cuentos fantásticos Andan suelos como locos, de Libros Pimienta.
Ha sido invitada a participar en el XVII Coloquio Nacional “Efraín Huerta” de Lengua y Literatura, 2022, en la ciudad de Guanajuato, con la charla magistral “Lo esencial en la literatura fantástica”, la Ferina Internacional del Libro de Cochabamba, 2022, en el Primer encuentro internacional de narrativa de terror, el primer Encuentro de Literatura Extraña y de Imaginación “Naves y Monstruos”, 2020, en la VIII Feria del Libro Independiente, 2020, el “Encuentro de cuentistas” de la Escuela de Escritores Garibay, 2020, la 41 Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería, 2020, la Feria del Libro Morelos 2020, la Feria Internacional del Libro de Cuernavaca, 2019, la Feria Internacional del Libro de Guanajuato, San Miguel de Allende, 2018, y en el Congreso Crononauta, BUAP/Secretaría de Cultura y Turismo de Puebla, 2018.
Ha participado en diversos talleres y seminarios literarios de narrativa con escritores como Hernán Lara Zavala, Ignacio Trejo, Mónica Lavín, Víctor Manuel Camposeco, Francisco Hinojosa, Socorro Venegas, Luis Felipe Lomelí, Guillermo Samperio, Ana García Bergua y Francisco Rebolledo.
Como en todas sus obras, en este cuento también la escritora nos mantiene con esa sensación de no poder parar de leerlo, de querer saber y entender que está pasando y qué pasará, de compenetración con los personajes y sus experiencias; en fin toda su obra me fascina.
Me encantó el giro de tuerca. Por un momento pensé en una historia de fantasmas pero terminó por darme opción a otras dimensiones. Me gusta esa incertidumbre. 😍