Dos ladrones

Habían probado de todo: estafas callejeras, asaltos de poca monta, engaños y fraudes. Las piernas ya no eran las de gacelas. La juventud se les iba, así como se les iba el aire al robar carteras. Lo peor era que nada de lo que hacían parecía brindarles el dinero que deseaban. Desesperados, empezaron a pensar en otras opciones; algo más sustancioso. Hicieron una lista con la que meditaron y debatieron hasta que tomaron la decisión. Decisión que los animó y les dio esperanza. ¡Robarían un banco! Estaban entusiasmados. La adrenalina recorrió sus venas, y sonrisas de satisfacción adornaron sus caras.

Planearon el atraco, según ellos, concienzudamente. Fueron a echar vistazos a la agencia bancaria una vez por semana durante un mes, para no levantar sospechas. El camino desde sus casas a Jesús María donde se encontraba el Banco de Crédito del Perú, era largo. Corría el mes morado y, en las calles, muchas señoras vestidas de hábito llevaban sus bolsos. Eran presas fáciles. Ellos se miraron de reojo y, comunicándose con la mirada, optaron por renunciar a lo conocido y se concentraron en su plan. Cerca del banco rentaron una habitación en el cuarto piso, así analizarían las calles por las que huirían y el tiempo que les demandaría hacerlo. Contratarían a un conocido para que los recogiera al vuelo. Había un hotel al frente, ahí no les permitieron tomar ningún cuarto, «no es decente», les dijeron. Al comienzo no lo entendieron. Luego, cada vez que José y Miguel recordaran aquella frase, se reirían. En realidad, lo que no era decente era el atracar un banco. Lo sabían muy bien.

Ambos tenían una historia criminalística común. Se habían jurado estar el uno para el otro. Pacto que cerraron un día con sus sangres entremezcladas al escapar de Maranguita, el famoso centro juvenil de reclusión. Eran inicios de los años sesenta. Llevaban heridas en el cuerpo y en el alma. Les gustaba decir que estaban curtidos. Una cicatriz más, una cicatriz menos, como las rayas del tigre. Las personas que no los conocían, al verlos juntos creían que eran hermanos. Enjutos y trinchudos.  Las narices aguileñas, los ojos oscuros, acostumbrados a ver de noche. Por momentos, para ubicar a sus víctimas, la mirada de halcón; pero perdida, la mayor parte del tiempo. El color mestizo de sus pieles y su forma de andar eran similares. Se habían prometido ser padrinos de los hijos del otro cuando alguno de ellos metiera la pata.

Una semana antes del atraco, y ya con pocas monedas en sus bolsillos, en su puesto de observación vieron algo inimaginable: la mujer de Miguel, visiblemente ansiosa, esperaba a alguien fuera del banco, cerca de la hora del almuerzo. Ellos sabían muy bien que ella no debía estar ahí, y mucho menos a esa hora. Sin embargo, al pasar los minutos, confirmaron el peor de los temores de Miguel: su pareja le era infiel con un cajero del banco que iban a asaltar. Tomados de la mano, entraron al hotel que antes les había negado el cuarto a los amigos.

Mientras los compinches intentaban llevar el pan a sus casas, la pareja de Miguel, había estado saliendo con aquel trabajador del banco. Fue por ello que el plan de robo se convirtió en uno de venganza en la mente de Miguel. José se sentía comprometido a apoyar al que sería su compadre. Se podía sentir una nube de frustración sobre la cabeza de su amigo. Los días antes del robo fueron los peores: el engañado permanecía con el entrecejo fruncido y envuelto en un silencio abrumador. Aunque seguían firmes en su decisión, José presentía que Miguel tramaba algo más. Sabía que no había encarado a su mujer y que eso lo consumía. Estaba hundido en una piscina de odio y frustración.

José también tenía pareja y estabanesperando a su primer hijo. La rozagante panza albergaba siete meses de creación de vida. Ambos vivían de la misericordia de los padres de ella, quienes por mucho tiempo no le dirigieron el habla ni la vista a José. Para ellos, él era indigno de su hija. El suegro, un célebre hampón retirado, alias El Colorado, nunca le perdonó a su preferida que se metiera con un «cholo apestoso». Por su lado, la suegra, otrora pepera apodada La Gringa, al enterarse de la venida del futuro bebé, en un acto de misericordia hacia su hija, les brindó un cuartito en la casa. Los futuros padres necesitaban refugiarse en un lugar decente. Antes de ser cobijados convivieron con cucarachas y roedores. José agradeció a Sarita Colonia, patrona de los reclusos y los pobres, por esa luz de esperanza para su familia. Desde el día que su suegra los albergó, la palabra de ella fue ley para él; si ella quería algo, él se lo daba. Con el tiempo, la suegra lo adoptó como un hijo más, en cambio el suegro nunca dio su brazo a torcer.

Mientras anotaba los movimientos alrededor del banco, José recordó que, una vez instaladosen casa de sus suegros, buscó qué hacer para generar dinero. No encontró trabajo, los exconvictos no suelen aplicar a ningún tipo de puesto. El negocio de los caramelos en los microbuses no daba suficientes reales. Los tatuajes caneros y alguna que otra cicatriz a la vista espantaban hasta al más rudo fortachón de combi. Aunque en esos momentos bordeaba los treinta años, José aparentaba más edad. Anhelaba tener mucho dinero para llevar a su familia a vivir a una recóndita provincia y abrir allí una panadería. Porque sí, eso le enseñaron en «Canadá»; a preparar y hornear panes. José creía que era la única forma de poder vivir tranquilo luego de tantos pesares, iniciados desde su nacimiento.

Diferente era la situación de Miguel: no tenía hijos, su mujer era su mundo. Los fines de semana eran una gastadera total: la doña cambiaba de look constantemente y le encantaba vestir con ropa cara. Además, era hosca con José; sentía celos de la relación y cercanía de los amigos. El hecho de que serían compadres la tenía crispada y en cada ocasión que se le presentaba lo indisponía con chismes ante Miguel.

El día anterior al asalto, José no había logrado conciliar el sueño. Tenía consigo un arma de imitación que siempre le ayudaba a meter miedo. Nunca había robado un banco. Dudaba si era una buena o mala decisión. Su esposa dormía (roncaba plácidamente) a su lado. La enorme barriga le quitaba sitio en la cama. José tenía pavor de tocarla, cada día se hacía más grande.

Llegado el día D, José buscó con empeño una vestimenta que no le hiciera parecer un asaltante. Pensó en ponerse camisa y corbata. Sin embargo,corbata no tenía y la única camisa que tenía era de manga corta. Se decidió por un polo manga larga paraocultar sus tatuajes y los chuzos que tenía. Salió de casa con el pecho oprimido. Le dijo a su mujer que iba a buscar trabajo, y ella lo miró como diciendo: «no te creo ni una mierda». Tomó el bus rumbo al banco, le sudaban las plantas de los pies. Llegó sin novedad. Fue Miguel el que tardó en arribar al punto de reunión: el parque que estaba a una cuadra del banco. La espera le pareció interminable. José miró a su alrededor: todos parecían policías encubiertos. Empezó a molestarle el dedo gordo del pie izquierdo, señal inequívoca de que estaba muy nervioso. Lo movía hacia arriba y hacia abajo dentro del zapato desvencijado que lo acompañaba por años.

Al rato, escuchó un silbido familiar: era Miguel. Apresuró el paso. Cuando lo alcanzó, los dos ladrones fingieron no conocerse. Entraron al bancouno tras del otro. Sabían que el guachimán de turno no era bueno en su trabajo, pues se distraía mirando a las «hembritas» cuando pasaban por su lado.

Era el escenario perfecto: poca gente y ningún niño. Desenfundaron las armas falsas.

—¡Al suelo, al suelo! —gritaron lo más fuerte que pudieron. Para ese momento, habían reducido al vigilante.

José trepó y pasó al otro lado del mostrador. Las cajeras, todas jóvenes, estaban atónitas. Una se había puesto en posición fetal debajo de su cubículo. Con los pasamontañas, nadie los identificaría. Hasta que sucedió lo que José temía, habían pasado dos minutos y ya tenían el botín listo. Era elmomento ideal para salir antes deque llegara la policía. Pero Miguel estaba buscando al cajero con quien su mujer lo engañaba. Desde el principio, al entrar al banco, lo había visto. Miguel tenía la mirada fija en el amante de su conviviente. Llegó a él, lo arrastró hasta el resto de clientes y le metió una bala en la pierna. El herido sangró y gritó, luego, tal vez por el impacto o la trágica emoción, se desvaneció en un desmayo. Miguel se agachó para revisarlo.

—¡Mierda! Aún respira —gritó.

—¿Quieres matarlo? —inquirió José. Estaba molesto preguntándose mentalmente ¿cómo es que Miguel se había agenciado de un arma real?

Al ver que su compadre empezaba a patear con furia al cajero, el instinto de supervivencia de José, aunado a su compromiso paternal, le aconsejó: «Huye solo». Los clientes levantaron la vista y ya todo se hizo caos.

José corrió, corrió mucho, llegó a la esquina donde lo esperaba la movilidad contratada y subió a la volada.

—Oye, ¿y tu causa? —preguntó el conductor.

—¡Ya fue! —dijo gritando—. ¡Acelera!

—Me pagarás más, el trato era sacarlos a los dos.

—Mi compadre hizo una cagada —alcanzó a decir mientras el chofer aceleraba el vehículo.

Se aseguraron de que no los estaba siguiendo la policía. José se bajó de un salto del carro luego de dejar bien «aceitado» al chofer. Caminó apresurado observando a todos lados. Entró a un mercado con la mochila llena de billetes. Sudoroso, compró ropa nueva lo más rápido que pudo. Por último,tomó un taxi hacia la estación de buses interprovinciales.

En el bus, abrazando la mochila, se preguntaba si realmente su amigo habría matado a ese hijo de perra. Rezó para que no los detuviera la policía y solicitara documentos a los pasajeros. Estaba viajando con una libreta electoral falsa.

Llegó a Ica. Buscó un hotel alejado para hospedarse. Estaba alerta, por ratos dormitaba por el cansancio. Al amanecer salió y compró un periódico. El atraco al banco era la noticia de primera plana. Habían atrapado a Miguel. Imaginó que a esas horas lo estarían buscando a él. «Puta…que mi compadre no sea soplón. Sabe que me quité por mi hijo. Él “se regaló” por querer vengarse», pensó.

Con el periódico en la mano buscó un teléfono público. Marcó al único número que había en la quinta y esperó varios minutos hasta que su suegra tomó la llamada.

—Suegrita, me tuve que ir sin avisar, llamo para decirles que me salió una chambita. Dígale a su hija que regresaré apenas pueda —colgó para no tener que responder preguntas incómodas.

Las noches siguientes fueron de insomnio. Cuando conciliaba el sueño, se veía dentro del vientre de su mujer, no quería nacer. En estas pesadillas se sentía gelatinoso. Quería parar, dejar de soñar que era un feto, un no nacido una y otra vez. A las tres semanas de este suplicio llamó nuevamente a Lima y, en lugar de que contestara su suegra, lo hizo su suegro.

—¡Miserable! Indio de mierda. Ya nació mi nieto, nació prematuro. Si aún quieres seguir vivo, vienes a la maternidad lo más rápido posible —dijo con tono grave y colgó.

No tuvo que pensarlo mucho. Se dirigió a la estación para regresar a Lima. En el bus lo pasó llorando, maldiciendo al carro, que iba muy lento. La cabeza le explotaba. Llegó a la medianoche. Tocó la puerta de la casa de sus suegros. Abrió la señora y le hizo entrar a hurtadillas. Al día siguiente, fue a la maternidad. Su mujer se veía serena, aunque estaba pálida y sus ojeras estaban a punto de reventar. Había pernoctado en el hospital. José seguía preocupado por la policía, aun así, trató de no demostrar temor frente a la madre hijo.

—Hola, Pasita— le saludó con cariño.

—Concha tu madre, ¿dónde mierda te habías metido? —respondió con voz bien bajita y casi sin fuerzas, pero con odio en los ojos.

—Estaba haciendo un trabajito mi Pasita. Ya tengo alguito para ofrecerte a ti y a mi hijo. ¿Dónde está? — dijo mientras tomaba sus manos.

—Me tenías preocupada, imbécil. ¿Sabías que arrestaron a tu compadre? — respondió dejando envolver sus manos con las de él.

—Sí, sí, sí —atinó a decir José.

De repente, su esposa se puso triste y se le aguaron los ojos. En tanto, una enfermera trajo al bebé para que amamante.

—Señores —dijo la enfermera—, parece que hoy dan de alta a su hijo. Esperen a ver qué dice el doctor.

El bebé era pequeñito, muy pequeñito. José lo amó desde la primera vez que lo vio. En efecto, ese día le dieron el alta. Por un momento, olvidó sus preocupaciones. Pasaron los días y trataba de no derrochar el dinero.

Al poco tiempo llegó la noticia al barrio deque, luego de dos meses en prisión, a la espera de su juicio por robo y asesinato, su compadre se había ahorcado en su celda. José no sabía qué sentir: por un lado, tranquilidad al no estar involucrado en el asalto (Miguel no la había implicado); por otro, un gran dolor, porque era su amigo. Se habían conocido en Maranguita, y se juraron nunca traicionarse. Ese día, cuando José lo dejó solo en el banco, lo había hecho.

Cuando averiguó que la madre de Miguel no tenía el dinero para el velorio ni para el nicho, José cubrió todos esos gastos. Total, en cierto modo, era su parte del trabajo. En el velorio no tuvo la valentía de verle la cara al muerto. Cargó su ataúd y se sintió cual Jesús llevando su cruz. Ni en el entierro ni en todo lo previo, vio a la viuda. Parecía que, de alguna manera, la familia de su amigo se había enterado de su infidelidad. No se volvió a saber más de ella.

Con los años, José se reformó a medias. Abrió una pequeña panadería en el barrio. El pequeño negocio le permitió mantener su hogar y educar a su hijo. A veces, albergaba a su suegra, cuando ésta peleaba con el marido. Con su amigo bajo tierra y con la conciencia que le apretaba la espalda, siguió adelante con su vida; entre harina y huevos y unas cuantas cucarachas que lo acompañaban en las madrugadas. Vio crecer sano a su hijo, delgado como un gusano, de tez canela clara, cosa que nunca agradó a su suegro. En la panadería, no podía evitar a veces despachar de menos. Estaba en su sangre ser así.

Por mucho tiempo, si escuchaba la sirena de una patrulla o si pasaba un policía por su lado, se le agitaba el corazón.

José trató de inculcarle a su hijo valores que él nunca había tenido. A veces, lo veía con un lápiz nuevo que nadie en casa le había comprado; entonces le hablaba al muchacho sobre lo bueno y lo malo. Por ello, cuando cursó la secundaria, ya no llevaba a casa las pertenencias de sus compañeros; no así los acordeones de papelcon las respuestas, los que escondía siempre en los bolsillos del pantalón. José, no lo castigaba, solo le mostraba el cinturón con la hebilla brillosa y lo mandaba al carajo cuando se portaba mal. Historia diferente había vivido él, pues su madre lo había criado dándole de alma y diciéndole, luego de cada golpe, que agradeciera que no tenía padre, porque los hombres pegaban más fuerte. José no quería eso para su hijo.

Así, con su ropa llena de harina y tratando de ser un mejor hombre, hizo crecer a su único hijo. El joven culminó la secundaria, de seguro los plages resultaron buenos. El ocupar el décimo tercer puesto en una promoción de treinta y seis alumnos hizo que brotaran lágrimas de los ojos de un José orgulloso el día de la clausura escolar. Le sorprendió, además, enterarse de que su hijo aspiraba a estudiar en la universidad. El muchacho rompía una cadena de generaciones de ladrones y delincuentes de cuarta categoría. Empezaba para José un nuevo mundo de posibilidades. Tenía dinero ahorrado y estaba listo para apoyar a su hijo en esa nueva y asombrosa etapa. Un día, buscando unos documentos que el muchacho necesitaba para postular a la universidad, encontró una fotografía en la que se veía Miguel, aquel que nunca llegó a ser su compadre. Era una foto, algo ajada, de toda una promoción de malandrines del Maranguita. Se apreciaban unas catorce almas descarriadas. José y Miguel posaban juntos, el brazo de uno sobre el hombro del otro. Un sinfín de recuerdos y vivencias afloraron en la mente de José. Para poder distinguir mejor las facciones, se puso los lentes. Quería verlo al detalle, la imagen juvenil de su amigo de fechorías no la tenía presente en su memoria, ni siquiera la suya propia. Al observar bien la foto se le hizo un nudo a la garganta. Su hijo era idéntico a Miguel de joven.

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