Dos banquetas, un cuarto vacío y algunas otras cosas más

Estamos sentadas en dos banquetas de plástico, charlando, discutiendo sobre política o algo parecido, en el dormitorio o lo que supuestamente va a ser el dormitorio del departamento en el que Lorena se acaba de mudar. Está completamente vacío. Al parecer, no empezó todavía con la mudanza y sólo pudo traer algunas cosas sueltas: una tele de catorce, una mesa ratona, dos puff y estas dos banquetas de plástico. Las compré en un todo por dos pesos que hay acá a la vuelta, me dice mientras se prende un cigarrillo y tira el fósforo adentro de la botella de cerveza. El fósforo se apaga con los restos que quedan en el culo de la botella. Un humo blancuzco, casi tirando a grisáceo, sale por el pico ahora. La charla se desvía notoriamente. Hace diez minutos que estamos flotando sobre la nada. El punto es que intento explicarle lo que me sucedió el miércoles pasado, cuando fui a buscar las cosas a la casa de Joaquín.

Resulta que hacía como cuatro meses que las cosas no venían bien. Yo llegaba cada vez más cansada del trabajo y él se escudaba en que lo volvían loco en la oficina todo el día y quería solamente llegar y descansar. Cuestión: no cogíamos hacía tiempo. No es que fuera una fanática sexual, pero ya me estaba molestando el hecho de tener que masturbarme cada vez que sentía necesidad de saciar mis reprimidos deseos. Entonces la cosa era así: yo llegaba muerta de la oficina, me duchaba, tomaba algunas copas de vino y cuando Joaquín llegaba lo primero que me decía era: no puedo más, hoy me volvieron loco en el trabajo. Y se tiraba en el sillón y abría una cerveza y miraba el noticiero y después ese programa de preguntas y respuestas y después algo de fútbol y se quedaba dormido antes de cenar. Yo sabía que así la cosa no iba a funcionar, pero con el tiempo me fui acostumbrando hasta que un día exploté. Le dije que estaba cansada de sus pretextos, que nada era como antes, que no podía seguir viviendo al lado de un hombre que se pasaba las noches tomando cerveza, mirando la tele y durmiéndose como un viejo de mierda con la mano en los huevos. Ese momento fue especial. No solo por el hecho de que puse fin a una situación que detestaba, sino por la forma en la que se dio. Recuerdo que me miró por algunos segundos sin decir nada, se levantó, armó un bolso y se fue sin saludarme. No podía creer que mis palabras habían surtido efecto, era como si le hubiera hablado a una estatua o, peor, a alguien a quien le era totalmente indiferente, pero de todos modos había funcionado. No hablamos por tres días. Yo no quería saber nada de él y él nada de mí, el acuerdo era tácito pero informal.  

Recién el lunes pasado se me ocurrió escribirle. No tenía nada para hacer así que pensé en molestarlo un poco y, en todo caso, acordar la división de cosas a repartir. El texto fue muy básico: Te quedaron algunas cosas en el depto, ¿cuándo pasás a buscarlas? Besos. La respuesta fue más elocuente: Cero ganas. Pasá por lo de mis viejos y dejame las cosas ahí. Un hijo de puta, no, un reverendo hijo de puta. Como no tenía ni siquiera ganas de ver sus cosas, el mismo lunes le alcancé todo. Bueno, no todo, en realidad me quedé con algunas cositas, boludeces que siempre me gustaron y tiré otro tanto. Cuando llegué, los viejos me recibieron con la mejor onda, hablamos un rato, le dejé todo y me despedí como si me fuera de viaje o me mudara al interior. El martes no tuve ni noticias, ni siquiera me agradeció haberle llevado las cosas. El miércoles temprano, a eso de las diez de la mañana —mirá, te cuento y se me pone la piel de gallina—, me cae un mensaje de WhatsApp. Era él. Me decía que tenía algunas cosas mías que había encontrado en el auto y en el bolso que había llevado el domingo pasado al asado del puto del hermano. En fin, habíamos arreglado que pasaba a eso de la una, pero entre una cosa y otra terminé pasando tipo dos. Fue todo muy extraño. Me acuerdo de que, cuando abrió la puerta, nos miramos un rato, no dijimos nada, el sonido de la inquietud vibró algunos segundos en el aire y se esparció sobre nosotros de inmediato y, recién ahí, nos saludamos. Me dio la mano, ¿vos podés creer que ni siquiera un beso en la mejilla me quiso dar el hijo de puta? Me hizo pasar. Quise liquidar todo rápido, así que no dí vueltas y le pedí las cosas, no le pregunté ni le dije nada más. Me dio todo en una bolsa de consorcio, como si fuese basura o mierda lo que me había olvidado. ¡Y pensar que yo le llevé todo en cajas y, encima, se lo ordené! ¡Qué boluda que soy! Antes de irme hablamos algunas cosas, dejamos en claro algunos puntos y me despedí. Justo cuando me estaba yendo, me acordé de que le había prestado una plata hacía un tiempo, porque quería empezar un emprendimiento con un amigo, algo de venta de indumentaria por internet o algo así. El punto es que nos estábamos despidiendo para siempre y no me había devuelto la guita. Se lo planteé. Seca y caradura —como fui siempre—, le dije que necesitaba la plata y más ahora que nos estábamos separando. Después de discutir como media hora, me reconoció que la plata era mía, que era cierto, pero que por el momento no me la podía devolver. Le presté en su momento como veinte lucas. ¿Vos podés creer que al día de hoy no me devolvió ni un peso? Pero está bien, la boluda soy yo, ¿cómo se me ocurre prestarle veinte lucas al marmota este? Y bueno, así estamos, Lore, tirando y aflojando, aflojando y tirando, una mierda.

Me prendo el segundo cigarrillo seguido. Los nervios me superan, tengo ganas de irme, de desaparecer por un buen rato, pero no puedo, soy cagona, lo sé. Estamos sentadas en dos banquetas de plástico, charlando en el dormitorio o lo que supuestamente va a ser el dormitorio del departamento en el que Lorena se acaba de mudar. Se para, va a la cocina y vuelve con una cajita. Me mira y me dice: esto lo tengo guardado desde que empecé a trabajar, son mis ahorros. Pensaba comprarme algunas cosas para el departamento, pero como yo también sé lo feo y difícil que es estar sola, tomá, no es mucho pero te va a servir. Estira la mano y me da un fajote de billetes. Deben ser como diez o quince mil pesos. La miro, la abrazo y le doy un beso en la mejilla. Se ríe y me dice que la guarde antes de que se arrepienta. Miro el reloj y son las seis de la tarde, empieza a oscurecer. Le digo que me tengo que ir, que me baje a abrir por favor. Bajamos, la saludo y me voy. En la calle no hay un alma. La parada del colectivo está a dos cuadras. Paso por un kiosco y me compro un paquete de Halls y dos Marroc. Abro con cuidado el primer Marroc y mastico solamente la mitad. El colectivo tarda más de lo que pensé. Hace quince minutos que estoy esperándolo y nada y tengo encima las diez o quince lucas y no hay un alma en la calle. Mejor lo mensajeo. Desbloqueo el celu y veo que tengo un mensaje: Gor, ¿todo bien? ¿Cómo fue eso? Espero cinco minutos más para ver si viene el colectivo, pero nada. Le respondo: Todo bien, mi amor. Le conté todo tal cual me dijiste y me dio la plata. Te dije que no podía fallar, la conozco. Por fin nos podemos ir de vacaciones tranquilos, con algo de plata para gastar, ¿me pasás a buscar por Directorio y San Pedrito?

4 comentarios

  1. Felicitaciones al autor. Es interesante la manera en que la protagonista envuelve a la amiga con sus mentiras. Al final, inquieta me pregunté: cuántas veces me habrá sucedido algo similar? Ojalá que nunca!

    1. ¡Muchas gracias por tus comentarios! Un placer que te haya gustado esta historia de ficción que escribí con muchas ganas. ¡Saludos! Manu.

  2. Disfruté mucho leyendo este cuento. Y el final me sorprendió. El engaño y la traición son comunes en la cotidianidad de la vida. Felicidades, me gustó mucho tu cuento.

    1. ¡Muchas gracias por tus comentarios! Un placer que hayas disfrutado de la lectura de este cuento breve. ¡Saludos! Manu.

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