Hace algunos minutos llamé al número de emergencias, pues la casa de al lado no dejaba de llenarse de gritos. No hubo heridos, sólo un matrimonio, sólo eso. Recuerdo muy bien que durante la secundaria todavía ni alcanzaba a ver, siquiera un poco, las formas del matrimonio. Fue aquel día de la balacera, después de la humedad. Un compañero armado con un AK- 47, atacó a varias personas en la secundaria justo cuando yo me besaba con la chica que me gustaba, atrás de los salones de tercero. La besé, escuché los balazos. Ella corrió y yo trepé la barda para después, observar sobre la calle, a un compañero huyendo armado.
Entonces, escapé sano y salvo. Tomé las calles pertinentes para llegar a mi casa, la cual estaba al otro lado del pueblo, cruzando el rio. Toda clase de humedad me acompañaba; la humedad que respiraba el miedo y que se vertió sobre toda mi piel y la que había provocado aquel beso. Llegué por fin. Entré. No había nadie, ni mi hermano ni mi madre, era demasiado temprano. Estaba excitado, alarmado. Todo nuevo para mí. Mis pensamientos eran sombreados por la imagen del arma que traía el compañero, el rostro cerquita de un beso primerizo entrelazándose, tomando un solo cuerpo: un solo significado. Tuve una erección al entrar a mi cuarto. La punta de mi lengua se sumergió en su saliva probando otro tipo de humedad. Mi casa constaba de dos patios. Uno al frente y más pequeño atrás. Fue donde la escuché por primera vez, ronroneaba casi como un gato. Era un sonido al revés, pues venía desde mi cuerpo, mis oídos lo escuchaban de adentro hacia afuera. Todo irreconocible, todo confuso. La erección permanecía y se hacía contundente, aunado al espanto y a la excitación. El ruido salía de mi cuerpo y resonaba en la esquina izquierda del patio trasero, donde mi madre tenía una bodega llena de sillas y mesas que rentaba para fiestas. Primero, corrí hacia la ventana de la casa donde podías mirar hacia atrás, el sonido se acomodaba ahí. Haciendo un eco en mi cabeza que terminaba en mi pene erecto. Decidí ir al sitio, abrí la puerta de la bodega y allí estaba. Cinco cabezas empotradas en un solo cuello, todas desiguales, las más pequeñas estaban a las orillas, las más grandes en medio. Situada al fondo del lugar. Sin ojos, sin pelo, una piel tan suave como la recién nacida. Me acerqué sin media duda dispuesta a aparecer. Me tocó, la toqué. La erección se escurrió en un liquido blanco que se desprendió de mi por primera vez.
Al día siguiente, a la misma hora, volví a la bodega y pasó lo mismo. Iba para saciarme, sin embargo, provocó un efecto a la inversa. No me saciaba. Quería verla por siempre, hasta que me casé con aquella chica que había besado en la secundaria; hasta que el predeterminado camino humano de las formas matrimoniales se alzó al frente, el cual hizo inviable a los demás. La bestia de la bodega no apareció más. A los veinticuatro me casé y no volví a saber de ella y sus cinco cabezas. Su ronroneo escapó del registro de mi memoria. No volví a escurrirme bajo los mantos de la piel de la misma manera. Fue distinto, pues el sexo se tornaba burocrático, así se sentía hacerlo con mi esposa. Lo hacía porque así tenía que ser, no lo por lo deseado. Tan contractual, tan administrativamente desapasionado. Similar a la sinergia aparecida en un trámite oficinesco.
Después de siete años y medio y dos hijos, acumulamos una discusión rutinaria más. Normalmente nos aventábamos la voz alta a la cara cuando el sexo culminaba, inflando el ego, una burbuja polarizada que no nos dejaba ver al otro, a la otra; una burbuja inflada por la boca del matrimonio.
Durante alguna ocasión, posterior al rutinario griterío, fui a sentarme al patio trasero. No se trataba del mismo patio, aquella casa sólo tenía uno, para eso nos alcanzó. Tomé una silla blanca sucia, me senté, destapé una cerveza sin alcohol y me quedé observando. Una pequeña bodega situada en la esquina derecha, ahí guardaba algunas herramientas y unas mesas y sillas, herencia de mi madre. El agua cayó del cielo, al tiempo que también surgió debajo de mi lengua. Tuve una erección. Me paré, fui hacia la bodega, la lluvia arreció. Abrí la puerta rápidamente y la bestia de cinco cabezas se situaba al fondo. Los años le habían desvanecido la suavidad, pero aguardaba el mismo mensaje entre sus cinco cuerpos; el cual no había descifrado. Me acerqué, tomé una de las sillas y entonces la toqué y me tocó. Después de algunos minutos, estaba a punto de escurrirme de nuevo; sin embargo, el eco de su ronroneo dentro de mi cabeza fue asustado por los gritos de mi esposa que provenían de afuera, desde la casa. Los ignoré. Intenté concentrarme nuevamente, en eso, la puerta de la bodega se abrió. Volteé, era la mujer, gritó algo que no pude entender. Ya no estaba comprendiendo su lengua. No le presté atención, segundos más tarde, miré hacia la bestia otra vez y no había nada; absolutamente nada. Los cinco dedos de mi mano cubrían mi pene. Estaba a punto de escurrirme, lo hice. Quería escurrirme completamente para desaparecer ante mi esposa. Terminé, ella no dijo nada más. Dio media vuelta y cerró la puerta. Regresé a la casa. Ella estaba sentada en el sillón de la sala, dijo algo sobre una película que había visto. Me senté con ella, luego besó mi mejilla y me habló al oído como si se tratara de un secretillo de novios pubertos: “puedes masturbarte en la recamara, sólo avisa para no interrumpir y no ensucies nada. También conozco a la bestia. Te amo.”
Vivimos felizmente juntos por veintitrés años más, no obstante, justo ayer firmamos el acta de divorcio.
José Arturo Tapia Tamayo nació el 6 de agosto de 1997 en Mazatepec, Morelos, México. Estudió la carrera de Letras Hispánicas en la UAEM, ex alumno de la escuela de Escritores Ricardo Garibay. Publicó una antología llamada “La tierra cuarteada” y otros textos en Colombia, Miami y Nueva York.